La pandemia y el dilema de la deuda pública

Un aumento del gasto público durante la pandemia es esencial para manejar la crisis sanitaria, dar apoyo a las familias que perdieron ingresos y evitar quiebras de empresas que puedan causar un daño duradero a la producción y el empleo. Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional, exhortó a los gobiernos a que «gasten, pero guarden los recibos». Asimismo, la economista principal del Banco Mundial Carmen M. Reinhart nos recuerda que «primero hay que pensar en cómo librar la guerra, después se busca el modo de pagarla».

Estas recomendaciones son razonables para países con cimientos fiscales sólidos, pero para otros, un aumento del gasto puede generar riesgos a largo plazo peligrosamente altos. En 2008, la Comisión sobre Crecimiento y Desarrollo (de la que ambos autores fuimos integrantes) mostró que en los países en desarrollo exitosos, una parte del crecimiento económico es atribuible a la calidad del gasto social y en capital. Y hallamos que los de mejor desempeño habían mantenido un nivel de ahorro igual o cercano al nivel de inversión, con un déficit de cuenta corriente pequeño.

Pero en la actualidad, hay muchos países (algunos de los cuales ya estaban muy endeudados antes de la pandemia) que no han hecho una gestión eficaz de los recursos públicos, por causas como la mala selección e implementación de proyectos, un direccionamiento ineficaz del gasto social, subsidios ineficientes o corrupción lisa y llana. El Banco Mundial y el FMI tienen buenas herramientas para medir la calidad del gasto público, y hay abundancia de índices para evaluar la gobernanza de los países según una serie de criterios estándar. Cuando el historial del gobierno es deficiente, puede que endeudarse y gastar más no sea el mejor curso de acción.

Al fin y al cabo, aumentar la deuda pública para financiar gasto imprudente no beneficia a la ciudadanía del país en cuestión. En esos casos, endeudarse en moneda dura con las exportaciones deprimidas y el tipo de cambio bajo presión sólo llevará a una mayor probabilidad de futuras reprogramaciones de deuda, y puede colocar en una situación difícil a organismos financieros internacionales como el FMI que están exhortando a un aumento del gasto incondicional.

El crecimiento económico depende de una alta rentabilidad de la inversión pública en capital humano e infraestructura. Los países que han invertido sabiamente en estas áreas obtienen mejoras económicas, mientras que los que lo han hecho mal, quedan más endeudados y menos capacitados para pagar las deudas, sobre todo si están denominadas en moneda extranjera. Como la capacidad de la mayoría de los países en desarrollo para endeudarse en mercados de capitales propios es limitada, el gasto adicional tendrá que financiarse en el extranjero bajo condiciones comerciales, y eso puede ser una receta para el desastre.

En el entorno actual de bajos tipos de interés, suele decirse que mientras el costo financiero sea inferior a la tasa de crecimiento, tomar deuda para financiar gasto adicional tiene sentido. Pero insistimos, aunque este argumento resulta defendible en relación con los países ricos, es peligroso en el contexto de economías emergentes y en desarrollo, donde factores como la eficiencia y la equidad del gasto son muy importantes. No hay que desestimar estas cuestiones (ni siquiera durante una pandemia), ya que pueden aumentar la carga futura de deuda y reducir las chances de desarrollo exitoso a largo plazo.

Además, hay formas más eficaces de resolver los dilemas fiscales a los que se enfrentan las economías emergentes y en desarrollo. Algunas son: aumentar la asistencia selectiva destinada a poblaciones vulnerables; extender vencimientos de préstamos del FMI (tal vez a cambio de garantías de hacer buen uso de los recursos); y apelar a programas conjuntos del FMI y el Banco Mundial con medición del desempeño fiscal.

Tras las crisis de deuda de los ochenta, las instituciones de Bretton Woods colaboraron para la creación de esquemas a mediano plazo que permitieran proveer financiación nueva enmarcando los fondos en planes de desarrollo razonables. Esos esquemas formales podrían revivirse ahora para dar a los acreedores más garantías de que se está trabajando en la solución de restricciones estructurales y problemas de gobernanza.

A algunos les preocuparán las implicaciones de esta condicionalidad, pero no hay que olvidar que en los reperfilamientos preventivos de deudas, los deudores tienen que presentar planes en relación con el crecimiento y la sostenibilidad de la deuda, en cuyo diseño e implementación puede haber participación de terceros. La alternativa (la reprogramación de deudas bajo presión o directamente en default) es mucho peor que recurrir a un programa conjunto del Banco Mundial y el FMI, que puede agrupar las deudas privadas en condiciones revisadas y más accesibles.

Por supuesto, cualquier esquema para la provisión de alivio a largo plazo en simultáneo con la solución de brechas fiscales y deudas insostenibles implica mecanismos financieros internacionales mejorados para la recreación de una senda de pagos sostenible. A diferencia de otros programas de reducción de deuda anteriores (la Iniciativa para los Países Pobres Muy Endeudados y la Iniciativa para el Alivio de la Deuda Multilateral), las circunstancias actuales indican que los problemas de deuda afectarán sobre todo a deudores de ingresos medios. Por eso, se necesita una nueva arquitectura de reprogramación de deudas que incluya en forma activa a los prestamistas comerciales.

Cualquier iniciativa de estas características tendrá que avalarla el G20, que ya acordó trabajar en la búsqueda de un nuevo marco internacional de reestructuración de deudas, y debe incluir formalmente a los principales países acreedores. Conviene que todos los acreedores participen en la iniciativa, para evitar que los que no lo hagan se aprovechen del esfuerzo ajeno y para garantizar transparencia informativa en relación con las deudas.

Tiempos extraordinarios demandan medidas extraordinarias. Sin acciones audaces, hay riesgo de que los países en desarrollo pierdan años o incluso décadas de progreso en el mundo pospandemia. En la economía de pandemia, el uso de amortiguadores de shock fiscales, el gasto público eficiente y nuevos instrumentos para el reperfilamiento preventivo de deudas insostenibles son componentes indispensables de la respuesta necesaria.

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics Emeritus and a former dean of the Graduate School of Business at Stanford University. He is Senior Fellow at the Hoover Institution, serves on the Academic Committee at Luohan Academy, and co-chairs the Advisory Board of the Asia Global Institute. He was chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-10 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence: The Future of Economic Growth in a Multispeed World. Danny Leipziger, a professor at George Washington University’s School of Business, served as Vice Chair of the Commission on Growth and Development. Traducción: Esteban Flamini.

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