La paradoja de la guerra cultural

Hace unos años, en el blog de economía Nada es gratis, mis amigos Sevi Rodríguez-Mora y Maia Güell resumieron los resultados de su interesante investigación sobre Cataluña (De los apellidos de los catalanes, 22-09-2015). Mediante un ingenioso uso de los registros por apellidos, mostraron que la sociedad catalana tiene una nula o casi nula movilidad social y que el mestizaje es mínimo, que resultan excepcionales los emparejamientos mixtos entre personas con apellidos fetén y personas con apellidos "charnegos". A poca imaginación que el lector tenga podrá adivinar la lengua y los apellidos de los de arriba y de los de abajo. En lo esencial, su investigación, publicada originalmente en reputadas revistas académicas, mostraba que Cataluña es una sociedad de castas.

Mis amigos, como racionalistas que son, esperaban que sus conclusiones tendrían una enorme repercusión en nuestra esfera pública. Especialmente, en la izquierda, a la que tanto parece preocupar el linaje monárquico. En sus ensoñaciones imaginaban a Iceta tocado con gorro frigio mostrando su indignación en el Parlament, pidiendo explicaciones acerca de cómo era posible que esas cosas sucedieran en la España democrática del siglo XXI. Y a Pablo Iglesias animando a sus muchachos a enfilar el Palau de la Generalitat, como si se tratara del Palacio de las Tullerías en 1792: por fin su vacua palabrería acerca de la casta encontraba la precisión de los conceptos y las cifras. Allí tenía unas castas perfectamente reconocibles.

Pasó lo de siempre. Nada. El silencio y la podredumbre. En realidad, mis amigos, que son ingenuos pero no tontos, no se sorprendieron. Conocen las tragaderas de la sociedad catalana. Todavía recordaban cómo un año antes, cuando Jordi Pujol confesó su condición de delincuente fiscal, la vida política siguió como si nada. Que a nadie sorprendiera la indiferencia ante aquella revelación no deja de ser sorprendente. A muchos, si nos hubieran preguntado unos años antes por una hipotética situación que, a nuestro parecer, minaría definitivamente al nacionalismo, habríamos fantaseado con lo que luego llegó a suceder: el conocimiento público de que el guionista principal de la obra robaba a los catalanes y, además, ya en los sueños húmedos, que la información la proporcionase el propio delincuente. Una confesión a los catalanes de que les habían engañado. El «experimento mental Pujol» podríamos llamarlo. Sucedió. Y no pasó nada. Como si lloviera.

La publicación de Rodríguez-Mora y Güell pasó desapercibida. A ello contribuyó mucho la izquierda académica con su disposición natural -y no pocas veces engrasada- ante la degradación catalana: mirar para otro lado. Normal. Sus amos políticos eran responsables directos del apuntalamiento del sistema de castas. Habían contribuido a sostenerlo y, en los años venideros, harían lo posible por reforzar esa situación. Todavía me acuerdo de Montilla encabezando la manifestación contra el Tribunal Constitucional mientras apelaba a los sentimientos de los catalanes, supuestamente ofendidos por el cumplimiento de la ley democrática. Y de Pepe Álvarez animando al Gobierno catalán a la rebelión fiscal. Escribo «Pepe Álvarez» y ahora caigo en que quizá ustedes lo recuerden como «Josep Maria Álvarez», nombre con el que aparecía en aquellos años en Cataluña: un hombre de identidad y convicciones versátiles, según disponga el viento político. Seguro que saben de quién hablo: entre Cataluña y España, lleva mandando en la UGT desde hace 32 años.

De la historia anterior, y también de lo sucedido con el patriarca del nacionalismo, se podrían extraer deprimentes lecciones acerca de la salud moral de los catalanes. Y de la psicológica. Bien es verdad que el lento proceso de catalanización de la política española ya discurre por caminos parecidos. El «experimento mental Pujol», un delincuente político que confiesa su estafa a sus conciudadanos ante la complacencia de estos, tiene su trasunto en lo que podríamos llamar «experimento mental Sánchez», la indiferencia de los españoles ante un político que les engaña en cada una de sus promesas electorales, todas ellas subrayadas enfáticamente: no pactar con Bildu ni gobernar con Podemos; bajo ninguna circunstancia apoyarse en los independentistas para gobernar; poner fin a los indultos.

Y si quieren deprimirse un poco más acerca de la catarata de la decadencia moral, tengan en cuenta el resultado de una reciente investigación: cuando los políticos erosionan los límites morales proporcionan una suerte de licencia moral a sus ciudadanos que les conduce a perder la vergüenza por sus convicciones secretas moralmente perversas (Bursztyn, Egorov, Fiorin, From Extreme to Mainstream: the Erosion of Social Norms, American Economic Review, 2020). Si le dan unas cuantas vueltas, entenderán bastante de lo que nos pasa. De lo que no nos pasa.

En todo caso, la enseñanza que me interesa extraer de tan deprimentes historias es otra: la impermeabilidad de los ciudadanos a datos y razonamientos que contradicen sus ideas. Una enseñanza con importantes implicaciones políticas para quienes sostienen que nuestro asunto político fundamental es la disputa de ideas. La batalla cultural. Vaya por delante que yo soy uno de ellos, aunque no tengo tan clara la nómina de quienes integran nuestras filas y, por lo mismo, de quienes se sitúan en la otra trinchera. Por darles unas pistas: el socialismo, para tantos el «eje del mal» -por utilizar la cómica fórmula de Bush- y enemigo a batir, es un invento genuinamente occidental, de Londres, París y Berlín, por precisar coordenadas; Jomeini fue un producto cebado por Giscard d'Estaing y los muyahidines de Afganistán los facturaba la CIA por orden de Brzezinski desde Pakistán.

Una de esas derivaciones resulta particularmente desalentadora. Interesará a quienes describen la guerra cultural como una lucha en favor de la razón. La podríamos llamar la paradoja de la razón pública. Y es que, desgraciadamente, el triunfo de la razón no se consigue con argumentos. Abundan los ejemplos. Uno bien reciente: la desaparición de las pieles en la alta costura nada tuvo que ver con los argumentos de los animalistas, o con la lucha de los activistas, sino con una simple mención a la controversia, sin exposición de razones, en Vogue. Al poco tiempo las casas de moda de alto nivel abandonaron las pieles y, a partir de ahí, en cascada. Otros dos, clásicos: en la extensión de la idea de los derechos humanos importaron más las novelas que La Enciclopedia; la libertad sexual de los jóvenes rusos -incluido el propio Lenin- en el XIX, exactamente la difusión del ménage à trois, fue resultado antes de la lectura febril de ¿Qué hacer?, la novela de Chernishevski, que de ningún sesudo ensayo académico. Si los ejemplos, bien documentados, les parecen traídos por los pelos, recuerden que la educación nunca puede ser plenamente racional. Los niños en la escuela aprenden dogmáticamente la aritmética. La simple demostración de que uno más uno es igual a dos les llevaría una vida completa y resulta dudoso que llegaran a entenderla. Incluso en la universidad lo que hacemos, en el mejor de los casos, es ejemplificar las teorías, mostrar situaciones en las que funcionan, y solo excepcionalmente demostrarlas.

Para lo que nos interesa, la extensión de las buenas ideas, de las ideas correctas, no puede prescindir del penoso ruido de la batalla política. Más claro: no puede prescindir de las emociones. Otra cosa es su fundamentación. La extensión de unas ideas no equivale a su justificación, al proceso demostrativo de su calidad, que requiere avales lógicos y empíricos. Una lección importante muchas veces olvidada. Por ejemplo, cuando se equipara un fracaso electoral a un fracaso de los programas. El constitucionalismo podrá perder mil veces en Cataluña o el País Vasco, pero eso no fortalecerá los argumentos de los nacionalistas ni mitigará su miseria moral. No lo olviden cuando escuchen el pringoso argumento: «Tenemos que abrirnos a los numerosos votantes nacionalistas». Si en su día hubiéramos aceptado que había que «abrirse a los votantes machistas» el adulterio seguiría penalizado.

Por lo mismo, porque la extensión de una idea no equivale a su justificación, resulta deshonesto tasar un eslogan o un discurso político con los mismos patrones de valoración utilizados ante un artículo académico. Ninguno de los clásicos discursos políticos, desde el de Pericles hasta el de Luther King, resiste la lupa del análisis. Solo un idiota descalificaría la poesía de Lorca por su evidente incompatibilidad con nuestros conocimientos zoológicos o botánicos. Unos empeños requieren de grúas y otros de bisturí. La inexorable concesión de las batallas políticas. Una triste lección que, resignadamente, no podemos ignorar.

Félix Ovejero es profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona. Su libro más reciente es 'Secesionismo y democracia' (Página Indómita).

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