La paradoja de la inviolabilidad

La abdicación de Juan Carlos I y las posteriores investigaciones relativas a la presunta comisión de distintos delitos (blanqueo de capitales, cohecho y fraude fiscal, entre otros) hicieron saltar a la palestra la espinosa cuestión de la inviolabilidad regia. El reciente archivo de las diligencias por parte de la Fiscalía ha vuelto a situarla en primer término porque, a pesar de haberse constatado indicios de que el rey emérito protagonizó ciertas conductas delictivas, la inviolabilidad ha cerrado el paso a la acción de la justicia una vez verificado que tuvieron lugar durante su reinado.

La comprensión del tema nos remite al artículo 56.3 de la Constitución, en donde se afirma que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. El Tribunal Constitucional ha interpretado esta garantía como un privilegio de naturaleza sustantiva que ofrece una protección absoluta al jefe del Estado tanto en términos materiales, protegiendo cualquier actuación —ya sea de índole pública o privada— realizada durante su reinado, como en clave temporal, puesto que la inviolabilidad se mantiene activa en relación a dicho periodo una vez que este ha finalizado. Adicionalmente, el Constitucional ha ampliado este entendimiento tradicional de la prerrogativa y ha considerado que, además, su manto protector se activa también frente a las críticas a la actuación del jefe del Estado que pudieran ser formuladas por las asambleas parlamentarias. Ha sido precisamente tal interpretación extensiva la que ha permitido declarar que son contrarias a la Constitución tanto la resolución de reprobación aprobada por el Parlamento de Cataluña, motivada por el discurso de Felipe VI tras el 1 de octubre de 2017 (STC 98/2019), como el intento de constituir una comisión de investigación vinculada a ciertas actividades irregulares de Juan Carlos I, cuando todavía era rey, por la percepción de comisiones derivadas de su gestión relativa al AVE de La Meca (STC 111/2019).

La paradoja de la inviolabilidadSiendo este el marco jurídico que rige la inviolabilidad, cabe preguntarse si tiene algún sentido material seguir manteniéndola en el contexto de un sistema de democracia avanzada como el existente en nuestro país. A este respecto, es imprescindible no perder de vista que la Monarquía solo ha sobrevivido en aquellos Estados democráticos en los que ha experimentado un proceso de paulatina reconfiguración que ha traído consigo la pérdida de todo poder político efectivo. Ciertamente, el límite insuperable de este proceso es el carácter hereditario que es consustancial a la institución monárquica en cuanto tal. Y es que, a pesar de que cuenta con la legitimación democrática mediata que se deriva de su aceptación por la ciudadanía gracias al referéndum de ratificación constitucional, lo cierto es que no deja de ser un anacronismo histórico. Una constatación que, en el caso concreto de España, se incrementa adicionalmente desde la perspectiva de la igualdad y no discriminación, dada la preferencia del varón en el orden sucesorio constitucionalmente previsto (artículo 57.3).

Sentada tal premisa, y volviendo a la perspectiva evolutiva, el elemento determinante nos remite a la fórmula semántica mediante la que la Constitución define nuestra forma de Gobierno como una “Monarquía parlamentaria” (artículo 1.3). El recurso a la misma pone de manifiesto que la figura del rey, de ser una pieza central del sistema político (como sucedía históricamente), ha quedado despojada de poder sustantivo. De hecho, lo relevante en dicha fórmula no es el sustantivo —monarquía—, sino el adjetivo que lo acompaña —parlamentaria—, en tanto que indicativo de que el centro de gravedad del sistema institucional es el órgano parlamentario, dada su legitimación democrática directa y su cualidad de representante de la soberanía popular. A la Monarquía, por su parte, se le atribuye un rol limitado al ámbito de lo simbólico, directamente conectado con la “unidad y permanencia del Estado” (artículo 56.1 de la Constitución). Así pues, el rey reina, pero no gobierna. Esto explica que todas las funciones que le son constitucionalmente atribuidas se presenten como “actos debidos”: su ejecución no depende en modo alguno de la voluntad individual del monarca (que es irrelevante), y su validez queda subordinada al refrendo que debe llevar a cabo la autoridad que es competente para su adopción. Es precisamente gracias al mecanismo del refrendo que el monarca queda exonerado de cualquier responsabilidad por tales actuaciones, tanto en términos jurídicos como políticos. Este planteamiento, por lo demás, sitúa la inviolabilidad en el plano institucional, dotándola de pleno sentido y justificación.

Como contrapunto, la aplicación de la inviolabilidad en el ámbito de las conductas privadas del rey conlleva una compleja problemática. Plasmada en la máxima “the King can do not wrong” en una época histórica en la que la persona regia se consideraba sagrada, su mantenimiento en la actualidad choca con el principio general de sujeción tanto de los ciudadanos como de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (artículo 9.1 de la Constitución). Máxime teniendo en cuenta que para el caso de que su titular abandonase en vida el trono, tras abdicar, se excluye toda posibilidad de depurar responsabilidades por actos producidos durante su reinado. No así por aquellos posteriores, con respecto a los que únicamente cuenta con la condición de aforado, esto es, la competencia para su enjuiciamiento corresponde al Tribunal Supremo. A modo de referencia comparada, hay que recordar que este planteamiento absoluto en clave temporal se opone abiertamente a la regla aplicada en las repúblicas a la figura del presidente, el cual, una vez finalizado su mandato al frente de la Jefatura del Estado, se somete a la acción de la justicia, respondiendo por las actuaciones irregulares o antijurídicas realizadas durante dicha etapa en pie de igualdad con cualquier otro ciudadano.

Ahora bien, reiterando que el ordenamiento vigente ofrece una protección total en términos jurídicos al monarca, no es menos cierto que si este incurre en conductas ilícitas o presuntamente delictivas tal modo de proceder provoca un considerable daño reputacional a la institución que da lugar a una responsabilidad difusa de cara a la sociedad (los antes aludidos resultados de las investigaciones desarrolladas por la Fiscalía son buen ejemplo de ello). Llegados a tal punto, se produce la paradoja de que la inviolabilidad deja de ser una garantía percibiéndose como impunidad injustificable. Con ello, la Monarquía queda privada del que, ya en 1867, Walter Bagehot, refiriéndose a la Constitución inglesa pero igualmente aplicable a cualquier otra, consideró como elemento esencial de la institución: conseguir y preservar el respeto de la ciudadanía. Algo que, según este autor, requiere un comportamiento digno y dotado de la máxima probidad personal. A pesar del tiempo transcurrido, este planteamiento se mantiene vigente, pudiendo considerarse un manual de buenas prácticas imprescindible para cualquier monarca que aspire a mantenerse en el trono. Porque frente a la constatación de la pervivencia de la inviolabilidad como un mecanismo que exime de responsabilidad y permite eludir la acción de los tribunales de justicia, se contrapone el escrutinio ciudadano que exige la correspondiente rendición de cuentas. Así pues, a falta de una reforma de la Constitución y teniendo presente la jurisprudencia expansiva del Tribunal Constitucional, la única carta a jugar se sitúa en el terreno difuso de la ética pública. Su concreción consiste en la exigencia a quien ocupa la Jefatura del Estado de mantener un comportamiento ejemplar en todo momento. Nada más, pero tampoco nada menos.

Ana Carmona Contreras es catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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