Las recientes elecciones generales del Reino Unido han proporcionado un ejemplo claro de que la cuestión de la identidad nacional está transformando el panorama político de Europa. El Partido Nacional Escocés, que encarna una versión izquierdista de la política identitaria, barrió al Partido Laborista en Escocia, lo que permitió a los conservadores obtener una mayoría absoluta en el Parlamento. El Gobierno del Primer Ministro David Cameron, que se ha centrado en la identidad británica en lugar de en el destino común del Reino Unido con Europa, celebrará sin lugar a dudas un referéndum sobre su permanencia en la Unión, con consecuencias imprevisibles.
Durante decenios el debate político en Europa se centró en gran medida en las instituciones y las políticas económicas. Los conservadores abogaban por una economía impulsada por el sector privado, mercados sin trabas, impuestos bajos, reducción del gasto estatal y bienes públicos limitados. Los liberales y los socialdemócratas apoyaban una economía de propiedad privada, mercados, integración europea y aumento del comercio, atemperados por unos impuestos y unas transferencias substancialmente redistributivos, una sólida red de protección social y alguna propiedad pública en sectores como, por ejemplo, los de las infraestructuras y las finanzas.
En ese sistema bipolar, las partes diferían respecto de los matices de la política económica, pero en general concordoban en cuanto a los valores democráticos, el proyecto europeo y la necesidad de adaptarse a la mundialización y gestionarla, en lugar de rechazarla de plano, pero, con el éxito en aumento del recurso a la identidad y el renovado nacionalismo étnico o religioso, esa situación está cambiando. ¿Estarán regresando los fantasmas de comienzos y mediados del siglo XX?
Esa pregunta resulta particularmente pertinente para Europa, pero también tiene importancia mundial. En Oriente Medio, por ejemplo, la política identitaria está manifestándose en su forma más siniestra: un choque violento y caótico entre musulmanes suníes y chiíes, ejemplificado por el ascenso del Estado Islámico.
La lealtad a una identidad sentida puede tener componentes inocuos y enriquecedores como, por ejemplo, la promoción de una lengua regional. El problema de la política identitaria es que enfrenta al grupo “propio” con el sentido como “otro”, actitud que puede fomentar fácilmente el patrioterismo, la discriminación odiosa y el antagonismo a las claras.
Una razón más importante para el resurgimiento de la política identitaria en Europa es la mundialización, que ha limitado la capacidad de los países o los pueblos para controlar sus economías. De hecho, la economía mundial ha llegado a estar tan interconectada y los mercados mundiales han llegado a ser tan poderosos, que parece haber poco margen para que las políticas nacionales alteren las corrientes de capitales hipermóviles.
Si bien la mundialización ha contribuido a aumentar la prosperidad general, para quien ha sido más beneficiosas ha sido para la nueva minoría selecta mundial. Entretanto, muchas personas de Europa afrontan una mayor inseguridad económica, causada por las nuevas tecnologías o por la competencia de los trabajadores más baratos de otras regiones. A no ser que puedan mejorar sus conocimientos y aptitudes –y, en algunos casos, cambiar de gremio o de residencia– afrontan una reducción de las oportunidades económicas. Esos grupos desfavorecidos son particularmente numerosos en los países que resultaron más gravemente afectados por la reciente crisis financiera mundial y ahora padecen un gran desempleo.
Pero incluso personas que son relativamente prósperas están frustradas por algunos rasgos de la mundialización. Pueden oponerse a la utilización de sus impuestos para “subsidiar” a los pobres que no compartan su identidad, como, por ejemplo, los inmigrantes, los belgas francófonos, los italianos meridionales o los griegos.
Respecto del proteccionismo comercial, la integración europea y la mundialización económica, los sectores de extrema derecha y de extrema izquierda comparten con frecuencia las mismas opiniones. En Francia, por ejemplo, muchos partidarios del Frente Nacional votaban a los comunistas hace treinta años y, de hecho, el programa económico del Frente Nacional es bastante similar al del Frente de Izquierda (bloque electoral compuesto del Partido Comunista Francés y del Partido de Izquierda).
Naturalmente, respecto de la inmigración y los derechos humanos la tradición ideológica internacionalista del socialismo impide que la extrema izquierda adopte posiciones nacionalistas y racistas extremas, pero, en vista de que esos partidos compiten con la extrema derecha por los mismos votantes desencantados, su humanismo sobre esas cuestiones ha llegado a ser una grave desventaja política, lo que puede explicar por qué la extrema derecha ha tenido últimamente más éxito electoral.
Entretanto, el ascenso de los movimientos políticos identitarios representa una amenaza enorme para los partidos políticos tradicionales de Europa. Los conservadores de tipo medio, a los que se considera de forma generalizada siervos de los intereses económicos de los ricos, deben encontrar formas de parecer populistas, pero sin parecer demasiado semejantes a sus competidores de extrema derecha en materia de inmigración y derechos humanos. Cameron ha tenido éxito con esa delicada actuación equilibradora y los votantes lo han recompensado. Los republicanos de tipo medio de los Estados Unidos, presionados por las fuerzas más extremas de su partido, afrontan una amenaza similar.
Para los partidos de centro izquierda, la tarea es aún más ingente. Deben ofrecer a los votantes un programa económico realista que sea favorable al mercado y esté abierto al comercio internacional sin por ello dejar de prometer prestaciones tangibles al sesenta o setenta por ciento más pobre de la población que se siente comprensiblemente frustrado por su falta de progreso económico. Si se ve la política económica de un partido de izquierda como una copia edulcorada del programa de la derecha, los segmentos más pobres de la población se sentirán atraídos por fuerzas patrioteras y sus falsas promesas de protección contra las consecuencias de la mundialización.
Las próximas elecciones en España, Turquía, Dinamarca y Portugal –por no hablar de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, que se celebrarán el año próximo– presentarán sus versiones propias de esos imperativos. La izquierda, en particular, tendrá que defender los principios de la igualdad y la democracia sin por ello dejar de buscar formas de gestionar la irreversible mundialización, entre otras cosas mediante la cooperación internacional. La gran paradoja estriba en que, si continúa el ascenso de la política identitaria, los gobiernos tendrá aún menos capacidad para abordar los problemas que la impulsan.
Kemal Derviş, former Minister of Economic Affairs of Turkey and former Administrator for the United Nations Development Program (UNDP), is a vice president of the Brookings Institution. Traducido del inglés por Carlos Manzano.