La paradoja del autonomista

Cuando en 1993 fui elegido diputado al Parlamento de Galicia en las listas del Bloque Nacionalista Galego (BNG) por la circunscripción de A Coruña, Manuel Fraga ratificaba, mediante una holgada mayoría absoluta, la hegemonía que había obtenido, de manera muy ajustada, en 1989. Como militante antifranquista tenía bien grabada en mi memoria la imagen del ministro que había sido colaborador necesario en el mantenimiento de un régimen dictatorial y que había compartido responsabilidades directas en la muerte de Julián Grimau y en otras violaciones graves de los derechos humanos. Tampoco se habían borrado de mi mente los sangrientos sucesos de Montejurra y de Vitoria, en 1976, cuando el ex ministro de Franco dirigía el departamento responsable de la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. No me había olvidado, tampoco, de las posiciones que había mantenido en la elaboración del proyecto constitucional en 1978 y de su explícita abstención en el capítulo VIII que regulaba el nuevo modelo territorial de carácter autonómico.

La paradoja estaba servida. Fraga que había defendido la España «una, grande y libre» establecida en el código genético del franquismo y que había criticado con evidente contundencia el Estado de las Autonomías contemplado en la Constitución, estaba al frente de la Xunta de Galicia presidiendo el gobierno de una de las tres nacionalidades históricas reconocidas en el texto constitucional. En los 12 años de estancia en el Parlamento gallego fui testigo de diversos episodios de la singular convivencia entre el dirigente político deudor de las viejas concepciones centralistas del nacionalismo español y el gobernante que le había tocado asumir la administración de una comunidad dotada de una lengua propia y con un fuerte capital simbólico acumulado a lo largo de muchos años de acción de un importante movimiento cultural, cívico y político en defensa del carácter nacional de Galicia.

Coincidiendo con los últimos años del mandato de Felipe González, Manuel Fraga formuló, en el seno del Parlamento gallego, una serie de propuestas (instauración de la Conferencia de Presidentes de las CC.AA., reforma del Senado…) favorables a una lectura autonomista de la letra constitucional y puso en circulación algunos términos -«autoidentificación», «Administración única»- con los que pretendía delimitar un territorio propio, distanciado del uniformismo centralizador característico de la derecha española y alejado, al mismo tiempo, de las ofertas programáticas postuladas por las organizaciones más representativas de los nacionalismos periféricos. El triunfo del PP dirigido por Aznar en 1996 y su inicial luna de miel con CiU y PNV abría un escenario potencialmente propicio a la toma en consideración y posterior ejecución de las ideas formuladas por el presidente de la Xunta, mucho más después de que las urnas registraran una tercera mayoría absoluta en el otoño de 1997.

Sin embargo, la historia reservaba una sorpresa no prevista por el fundador de la derecha política española. La victoria apabullante de Aznar en el año 2000, lejos de suponer la definitiva validación, a escala estatal, de la nueva doctrina autonómica de Fraga desató una dinámica de claro perfil centralizador y condenó a un inesperado ostracismo político al teórico maestro del discípulo que habitaba en la Moncloa.

Seis años y medio después de la derrota electoral sufrida en junio del 2005 y contemplando la labor del ejecutivo presidido por Núñez Feijoo, no resulta aventurado afirmar que el listón autonomista establecido por Fraga al frente de la Xunta de Galicia no ha sido superado por sus actuales correligionarios. Obsérvese, por ejemplo, este llamativo contraste: mientras en el año 2004 el Parlamento gallego aprobaba por unanimidad un ambicioso Plan de Normalización Lingüística, el nuevo gabinete del PP introducía, a partir del 2010, medidas restrictivas en el uso del gallego en el sistema educativo.

Por Xesús Veiga Buxán, diputado del BNG en el Parlamento de Galicia entre 1993 y 2005.

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