La paradoja del hambre y la lógica de la justicia

El hambre no deja de matar. Y lo hace de modo implacable, sin miramientos. Alrededor de 795 millones de personas de todo el mundo carecen de alimentos para llevar una vida saludable y activa. Cada año la desnutrición causa el 45 por ciento de las muertes de niños menores de cinco años. No hablamos solo de las periferias más desoladas del planeta, donde el hambre es un desgarrador grito de impotencia. Hablamos también de aquellas personas que padecen hambre en países en desarrollo. Están ahí, muy cerca, aunque a menudo nos empecinemos en no verlas. Hemos de recuperar el oído y la vista sin dilación, porque un drama tan cruel como el hambre reclama justicia y determinación. Lo decía el Papa Francisco en su discurso durante la visita a la sede central del Programa Mundial de Alimentos, el pasado 13 de junio: «Cuando la miseria deja de tener rostro, podemos caer en la tentación de empezar a hablar y discutir sobre “el hambre”, “la alimentación”, “la violencia”, dejando de lado al sujeto concreto, real, que hoy sigue golpeando a nuestras puertas. Cuando faltan los rostros y las historias, las vidas comienzan a convertirse en cifras, y así paulatinamente corremos el riesgo de burocratizar el dolor ajeno. Las burocracias mueven expedientes; la compasión –no la lástima, la compasión, el “padecer con”–, en cambio, se juega por las personas».

El Día Mundial de la Alimentación, que celebramos ayer, representa una ocasión pertinente para que instancias internacionales, gobiernos, asociaciones benéficas y ciudadanos de a pie nos apresuremos conjuntamente a buscar soluciones urgentes, eficaces y concretas a esta tragedia. No bastan las declaraciones solemnes. Detrás de cada estómago vacío y de cada madre sufriente ha de haber la firme decisión global de erradicar este flagelo. También han de existir manos generosas, que en cualquier parte del planeta ofrezcan pan y estructuras para poner en el plato de tantos millones de bocas el alimento de un presente y de un futuro del que ninguna persona puede considerarse frívolamente ajena.

El escritor Paul Auster aseveraba con rotundidad meridiana: «Si la justicia existe, tiene que ser para todos; nadie puede quedar excluido, de lo contrario ya no sería justicia». Es una manera de hacer notar que el hambre es consecuencia de una grave injusticia, de una escasa y arbitraria distribución de los bienes de la Tierra, que roba a los hombres su humanidad y los petrifica, perdiendo así su capacidad de mirar a los ojos a las personas colmadas de miseria y aflicción.

Hay que enterrar la insensibilidad que nos enquista, la indiferencia que nos aleja y espolear de una vez nuestras almas. El escritor José Saramago ya advirtió que «para quien se está muriendo de hambre la realidad no es huidiza, es algo que está allí. Se puede filosofar mucho acerca de la realidad, de si lo que vemos es lo que es y todo eso, pero hay que reflexionar sobre los hechos que tienen que ver con la situación del mundo». Y el mundo empieza a funcionar cuando la justicia llueve para todos, sin despilfarros, sin el descarte de los débiles, sin la prepotencia de los altaneros.

La sabiduría popular y el conocimiento propio sellan con palabras una dura y no menos verdadera evidencia: el olvido es señal de poca estima. Olvidar el hambre y preterir a los que la padecen, condenándolos a la irrelevancia, muestra que hemos errado el rumbo. Vamos muy rápido y ya no nos importan los que dejamos atrás, que son seres humanos, pero lacerados porque los hemos abandonado inmisericordemente en la cuneta de la vida y del progreso.

Una de las armas más poderosas contra el hambre es la agricultura sostenible: cultivar adoptando prácticas que producen más con menos en la misma superficie de la Tierra y usar los recursos naturales de forma juiciosa y esmerada. Es fundamental asimismo evitar el desperdicio de alimentos o la pérdida de los mismos, a través de iniciativas que incluyen una mejor recolección, almacenamiento, embalaje, transporte, infraestructuras y mecanismos de mercado, así como marcos institucionales y legales. Todo esto no puede quedar en papel mojado, meras intenciones o discusiones interminables. Se ha de convertir, en cambio, en genuina e impostergable voluntad política. A esto nos estaba invitando el Día Mundial de la Alimentación 2016, este año bajo el lema «El clima está cambiando. La alimentación y la agricultura también».

No andemos con rodeos. Hay alimentos para todos, pero no están al alcance de todos. Esta «paradoja de la abundancia», de la que ya hablaba san Juan Pablo II, debe ser inmediatamente equilibrada con la lógica de la sensatez humana, la misma que mueve montañas cuando toma conciencia de una injusticia corregible e insufrible.

Fernando Chica Arellano, observador de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA.

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