La paradoja hídrica paquistaní

Es una paradoja. Hoy, una quinta parte de los cerca de 800.000 kilómetros cuadrados de la superficie de Pakistán está inundada. Y unos cinco millones de habitantes se han quedado sin los endebles techos que eran su abrigo. Unas 2.000 personas han perdido la vida y se teme que en las próximas semanas aumente sensiblemente esta macabra estadística. Quién lo iba a decir. Hace poco más de un año, por motivos profesionales pasé unas tres semanas en aquel país. Comprobé que la preocupación dominante entre los dirigentes políticos y empresariales eran los menguantes recursos hídricos y su traducción en una continua reducción de la superficie cultivable y en unos recurrentes cortes eléctricos. De ahí que la mayoría de las instalaciones textiles que visité disponían de generadores propios al no confiar en la regularidad del suministro externo. Según sus responsables, esta era una de las causas que les situaban en condiciones de inferioridad ante sus competidores asiáticos, especialmente China y la India, pero también Bangladés.

En su día, los británicos habían construido un eficiente sistema de canalizaciones que repartía las abundantes aguas nacidas en el Himalaya que finalmente afluían al caudaloso Indus, en la parte occidental del subcontinente indio, y se fertilizaban millones de hectáreas, además de asegurar el suministro doméstico de tan importante recurso. Pero con la independencia y la subsiguiente partición del territorio entre la India y Pakistán, más la interminable disputa sobre Cachemira, el panorama se ensombreció. Primero, porque se le concedió a la India el control de tres de los cinco grandes afluentes del Indus. Y si bien en 1960, por un tratado, la India se comprometió a colaborar en la construcción de embalses en los dos afluentes que habían correspondido a Pakistán para recuperar el agua perdida, no parece que el remedio haya surtido efecto. Lo cierto es que el problema hídrico excita la hostilidad tradicional entre los dos países vecinos.

Otras causas explican también la disminución de los recursos hídricos: el fuerte aumento de la población, nada menos que el 1,5% anual, el paupérrimo mantenimiento de las canalizaciones construidas por los británicos y la continua recesión de los glaciares himalayos habían dado como resultado una situación preocupante. Si en 1950 las disponibilidades hídricas de Pakistán eran de 5.000 metros cúbicos por habitante y año, la cifra había descendido a solo 1.000 justo antes del mortífero monzón. Unos 30 millones de personas no disponían de agua en buenas condiciones de salubridad. El río Indus, otrora de gran calado, en su desembocadura cerca de Karachi apenas si tenía caudal. Se temía que en un futuro no lejano la situación se hiciera insostenible. Las trifulcas políticas y localistas paralizaban la realización de nuevos embalses. El agua, su uso, su saneamiento y distribución eran el principal cuello de botella que frenaba el deseado desarrollo económico de un país asolado por la pobreza.

En un santiamén, el exceso de agua ha pasado a ser la gran preocupación. Sí, de un agua no domesticada y, por contaminada, potencial portadora de epidemias. No solo los ríos están desbordados. El propio Gobierno es incapaz de atender a los millones de damnificados, ni siquiera a los cerca de cuatro millones de chiquillos que vagan desvalidos por un paisaje desolador. La ayuda internacional tarda en llegar y las deficientes infraestructuras dificultarán su distribución sobre la zona afectada cuando finalmente sea realidad. Pero, desgraciadamente, todo puede empeorar. Pronto llegará el momento de la siembra. Si por entonces los más de ocho millones de hectáreas de fértil tierra aún se encuentran inundadas y a los agricultores no se les suministran las semillas que se han ido aguas abajo, la cosecha del próximo año estará perdida. Para un país eminentemente agrícola, el escenario, hoy ya pavoroso, pasaría a ser espeluznante.

Los expertos sospechan, a la espera de disponer de datos adicionales para emitir conclusiones contundentes, que la causa principal, pero no única, de esta súbita metamorfosis es el cambio climático. Ya habían predicho que provocaría cambios extremos, y lo ocurrido en Pakistán parece ajustarse como un guante a sus profecías. En pocas horas, una amenazante sequía se ha transformado en una devastadora inundación. De ser así, el país se enfrenta a dos urgencias. La primera es, naturalmente, atender a quienes hoy están en situación desesperada, sin alimentos, techo ni asistencia sanitaria. La segunda, más a largo plazo, es preocuparse del incremento y la administración de sus amenazados recursos hídricos. Para ambas precisa de una generosa ayuda externa a la que Occidente no puede negarse, no solo por razones políticas, sino sobre todo humanitarias.

A. Serra Ramoneda, presidente de Tribuna Barcelona.