La paranoia de Putin

No hay furia comparable a la de un dictador al que no toman en serio. Nos hemos reído muchas veces de las fotografías del presidente Putin posando como un hombre de acción, desnudo hasta la cintura pescando, o exhibiendo sus pectorales a caballo, o realizando otras actividades varoniles al aire libre. En las democracias occidentales es muy difícil tomarse esas poses en serio, pero cometimos un grave error al subestimar el peligro que representaba. Los rusos no habrían sido tan ciegos porque hay muchos ejemplos en su historia de ese error tan garrafal. Quizás el más llamativo fuera la manera en que Trotsky y otros intelectuales bolcheviques menospreciaron a Josef Djugashvili, alias Stalin, por ser un gánster georgiano con la cara picada de viruela hasta que fue demasiado tarde.

Putin no es otro Stalin, pero ha logrado cambiar radicalmente, a través de la propaganda y el sistema educativo, la opinión rusa a lo largo de los últimos cinco años, durante los cuales el porcentaje de los que consideran a Stalin un gran líder se ha duplicado, hasta alcanzar el 56 por ciento. Y un sondeo lo situaba incluso en el 70 por ciento. Esto convenció a Putin de la necesidad de dar también una imagen de líder fuerte, y ‘fuerte’ en la historia rusa significa ‘despiadado’. Pero calificar a Putin simplemente de bolchevique renacido estaría muy lejos de la realidad.

En su extraña e incoherente disquisición justo antes de su declaración de guerra a Ucrania, se vio claramente la ira de Putin hacia Lenin. Culpó al líder bolchevique de haber introducido en la Constitución de la URSS la idea de que todas las repúblicas nacionales eran iguales. Esto «colocó en los cimientos de nuestro Estado -escribía no hace mucho- la bomba de relojería más peligrosa, que explotó en el momento en que el mecanismo de seguridad proporcionado por el poder de mando del Partido Comunista soviético desapareció al hundirse el propio partido desde dentro». Por tanto, fue la confianza exagerada de Lenin en la revolución mundial la que al final permitió que Ucrania obtuviera su independencia en diciembre de 1991, cuando la URSS se hizo pedazos. Este fue el acontecimiento que dio lugar al famoso lamento de Putin de que el hundimiento de la Unión Soviética fue la mayor tragedia geopolítica del siglo XX.

Putin se ha convencido a sí mismo de que una identidad ucraniana separada es totalmente artificial porque el país forma parte del «mismo espacio histórico y espiritual» que Rusia. Somos «un único pueblo», ha declarado. Vive en un delirante mundo de fantasía del pasado imperial cuando afirma que «se está creando una antiRusia hostil en nuestras tierras históricas». En su opinión, ninguna población del antiguo imperio zarista tiene derecho a seguir su propio camino.

La otra convicción de Putin de que Occidente es en gran parte culpable se debe a las impulsivas ambiciones de Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea (UE) en la primera década del milenio de fomentar la democracia en todas partes. Fue una cruzada peligrosamente ingenua. Putin también vio que una Ucrania democrática e independiente, aunque entonces fuera corrupta, se convertiría en una amenaza para su propio régimen cleptocrático y cada vez más dictatorial. En abril de 2008, el comunicado triunfalista emitido después de la Cumbre de la OTAN en Bucarest le afectó y le indignó. En él se declaraba: «La OTAN ve con buenos ojos el deseo de Ucrania y de Georgia de convertirse en miembros de la OTAN. Hoy hemos acordado que estos países se convertirán en miembros de la OTAN». Poco después, en agosto de ese mismo año, tuvo lugar la caótica invasión de Georgia. Pero para ocuparse de Ucrania hubo que esperar a que las Fuerzas Armadas rusas se reorganizaran y se reequiparan con nuevas armas.

A principios de 2014, las manifestaciones del Maidán en Kiev pusieron de manifiesto el rechazo hacia los vínculos con Rusia, lo que provocó la huida del presidente Yanukovich a Moscú para salvar su vida. Un Putin furioso consideró el deseo ucraniano de formar parte de la UE una forma de traición contra Rusia. Por otra parte, seguía estando amargamente resentido con los antiguos satélites soviéticos que se habían incorporado a la OTAN para garantizar su libertad, y consideraba que la ampliación gradual de la OTAN hacia el este desde 1999 era una amenaza deliberada dirigida contra su país. Eso formaba parte de ese miedo ruso atávico de verse rodeado y la idea de que todo el mundo está contra Rusia.

De hecho, el propio Putin está siguiendo la política estalinista del siglo pasado. «No pretendemos ocupar Ucrania», afirmó cuando declaraba la guerra. Puede que siga insistiendo en que no tiene previsto incorporar Ucrania a Rusia, pero es casi seguro que adoptará el ‘modus operandi’ de Stalin en 1945, cuando los Rojos avanzaban por Europa Central. Stalin, traumatizado por su catastrófica convicción en junio de 1941 de que Hitler no invadiría, estableció este cordón sanitario de estados satélites para proteger a la Unión Soviética de futuros ataques por sorpresa. Este es el verdadero origen de la Guerra Fría.

Es evidente que Putin, al igual que Stalin por aquel entonces, pretende instalar su propio gobierno títere de colaboracionistas en Kiev. Podemos estar seguros de que las fuerzas especiales rusas y el servicio de inteligencia militar (GRU, por sus siglas en ruso) tienen listas de los ucranianos que quieren eliminar de una forma o de otra para que el país pueda convertirse en un Estado satélite, como los países centroeuropeos en 1945. Cualquier ucraniano que se resista o se oponga será tildado de ‘terrorista fascista’, como el Ejército Nacional polaco después incluso de su heroica resistencia frente a los nazis durante el levantamiento de Varsovia. No es que la historia se repita. Todos los países son prisioneros de su pasado hasta cierto punto, pero Rusia, más que cualquier otro Estado nacional, sufre por la manera en que sus líderes tienden a atrapar a su país, y también a sus víctimas cercanas, en un ciclo trágicamente repetitivo.

La invasión de Ucrania ha mostrado por fin lo mucho que se ha intensificado la ira de Putin, dentro de la burbuja aislada del Kremlin formada por sus sumisos colaboradores. Su fobia a contraer el Covid-19 le ha hecho aislarse aún más, y no permite que ningún extraño se le acerque. Últimamente, para recalcar su supremacía, ha empezado a recibir visitantes a los que hace sentarse en el otro extremo de una mesa de casi seis metros. El presidente Macron, en sus desesperados intentos de evitar la guerra, se dio cuenta inmediatamente de cómo había cambiado Putin. Su comportamiento cada vez más irracional y sus monólogos incoherentes, que incomodaban claramente a su propio Consejo de Seguridad en esa retransmisión justo antes de que empezara la invasión, ponen de manifiesto una terrible posibilidad. Un Putin enfurecido es una bestia muy peligrosa que puede extender su guerra contra Ucrania a los Estados bálticos y a otros lugares. Es un dictador inestable con el mayor arsenal de armas nucleares del mundo, pero ¿quién puede embridarlo?

Antony Beevor es historiador militar, autor de ‘Stalingrado’, ‘Berlín’, o ‘La Segunda Guerra Mundial’.

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