La parte subordinada de la primera parte

Una de las paradojas de la delicada situación política de España es que la radicalización de los partidos nacionalistas no proviene en el fondo de la frustración de sus demandas sino todo lo contrario: de que las han visto satisfechas en lo esencial demasiado pronto. Todo lo que habían solicitado durante la clandestinidad como requisitos para su armónica integración en el Estado lo obtuvieron en muy poco tiempo, parte por las disposiciones de la propia Constitución y el resto merced a los estatutos de autonomía. En busca de la armonía y en el entusiasmo fraternal de los primeros años de la democracia incluso se hicieron concesiones institucionales excesivas cuyos peligros de abuso permanente se han visto después, ya disipadas las brumas iniciales en las que todos suponíamos que todos querían lo mejor para todos. Los nacionalistas de perfil más moderado se vieron así con sus reivindicaciones tan prontamente satisfechas que sintieron la amenaza de ser ya políticamente superfluos.

Para evitar el desempleo, continuaron exprimiendo y estrujando lo conseguido hasta lograr pasar de tener la voz propia que les había sido antes negada a convertirse en aspirantes a ser la voz única en sus autonomías y amordazadores de las voces ajenas. El caso de la lengua ha sido paradigmático, sobre todo en el terreno educativo, donde los idiomas antes reprimidos pasaron a ser cooficiales y después prioritarios y hegemónicos a machamartillo, hasta el punto de que el castellano ocupa hoy el lugar institucional e injustamente marginado que antes padecieron el catalán, el euskera o el gallego. La cadena de las reivindicaciones sobrevenidas se reveló infinita y cada vez más pesada de soportar por el conjunto de los ciudadanos. Ayudados por la matemática electoral, que les concede una representación exagerada, y por los equilibrios parlamentarios que les hacen necesarios para formar mayorías de gobierno, la tendencia caciquil de los nacionalismos no ha hecho más que aumentar. Cuanto más consiguen, incluso a costa de desequilibrar el Estado de Derecho que compartimos, más descontentos están y más 'oprimidos' se sienten: por lo visto les asfixia no saber ya qué más pedir.

Como todas las peticiones razonables -es decir, compatibles con el mantenimiento del país-, e incluso otras bastantes más dudosamente cuerdas, han sido complacidas, los nacionalistas sensatos y con sentido de la decencia pública han adoptado un perfil bajo o se dedican a otra cosa. Pero ello no hace más que empeorar la situación general, porque dejan paso a los orates del extremismo o a los oportunistas que han encontrado en el desmadre de los 'derechos históricos' un río revuelto en el que pescar hasta que se agote el caladero. Es el momento de atacar a la bandera española, quemar la foto del Rey, marginar a los escritores en castellano o pedir un referéndum para dejar 'libremente' claro de una vez por todas si a los amenazados por ETA les parece conveniente ceder ante ETA o no. En Euskadi este fenómeno de metástasis radical del morbo nacionalista lo vivimos de forma particularmente aguda, por la pervivencia de la amenaza etarra y sobre todo por la cristalización institucional de lo que la coacción terrorista ha hecho con esta pobre sociedad. Prueba de ello es el llamado 'currículo educativo vasco', un atropello social y cultural de alcance mucho más grave que el proyectado referéndum de Ibarretxe pero que merece una atención mediática mucho menor, precisamente porque para comprender lo que ahí está en juego hace falta un poco más de reflexión. Esperemos que los recién nombrados miembros de la Academia de las Ciencias, las Artes y las Letras se hagan oír a este respecto

Aquí estamos sometidos a un régimen en el que se deplora la violencia, pero se comprende e incluso se valora a los violentos como luchadores contra una opresión injusta en lugar de verlos como lo que son: vesánicos que han convertido en injustas reivindicaciones aceptables y justificadas. Escuchen ustedes a monseñor Setién, por ejemplo, que los considera «revolucionarios». Y lo son, qué duda cabe: como lo fue Hitler, uno de los mayores revolucionarios del siglo XX aunque no más recomendable por ello. Un síntoma de lo que vivimos es la indecente colección de fotos expuestas en el Guggenheim por un sedicente artista (¿ay, los artistas! Un día habrá que hablar de ellos, de su decencia pública y de cómo se han portado en los últimos treinta años respecto al terrorismo vasco). El señor Vidarte, director del museo, puede que las haya expuesto sin mala intención: sin embargo lo que está claro es que nunca se habría atrevido a exponer algo igualmente 'legal' pero que pudiera entenderse como equidistante respecto al franquismo o a los GAL. A sus grandes conocimientos de arte une un máster en el arte más importante de todos: el arte de no desagradar a quien le ha nombrado a uno y puede despedirte si metes la pata.

Pero si alguien quiere entender el fondo de la mentalidad nacionalista, lo mejor es que medite largo y tendido sobre esa frase de Ibarretxe: «Euskadi no es una parte subordinada a España». ¿Inagotable pensamiento, revelador de la veta enfermiza y acomplejada del separatismo arcaico y negador de la moderna ciudadanía! Porque claro que Euskadi no es una parte subordinada a España, como tampoco lo es Cataluña, Murcia o Badajoz. En un Estado de Derecho como el nuestro no hay partes subordinadas porque todas comparten con igual título y primacía la soberanía del país. Euskadi no está subordinada a nadie: su única 'subordinación' es a la convivencia con los demás, que valen ni más ni menos que ella en el Estado. Está subordinada a convivir en igualdad con quienes forman el primordial mercado de sus productos, comparten el Estado que protege en Europa sus industrias, los mismos que sufragan gran parte de las infraestructuras de su autonomía o reciben como compatriotas en todas partes y para puestos en medios de comunicación, financiación artística, etcétera, a los vascos que buscan su destino laboral o social fuera de Euskadi. Ésa es la subordinación de Euskadi a España: la de una parte que no puede disponer a su antojo de las ventajas del todo y juntamente rechazar sus deberes con los demás como injusticias que hacen comprensible la perpetua protesta y hasta la violencia revo- lucionaria. De modo que ya va siendo hora de que quienes no estamos estupidizados por el separatismo dejemos de fingir que este asunto es de gran calado ideológico en lo político o social. Manos a la obra para que se cierre de una vez la almoneda en que se subastan desde hace décadas los atributos y garantías de nuestra democracia.

Fernando Savater