La «partitocracia»

Si alguien acude al Diccionario de la RAE en busca del significado de «partitocracia» se encontrará con que dicha palabra no figura entre las 80.000 que lo forman. ¿Quiere decir que no existe? Evidentemente, no. Nos dirán oficialmente que la razón de su no inclusión en el Diccionario es que no es una palabra de uso común extendido en un ámbito representativo. Y puede que tengan razón. Pero tengo para mí que el verdadero motivo es que a «partitocracia» no le gusta que hablen de ella, prefiere pasar inadvertida por temor a que llegue a saberse lo que significa y qué se esconde tras ella.

A poco que se tenga un mínimo de intuición se advertirá que se trata de  un término que conjuga dos palabras «parti» (alusiva a los partidos políticos) y «cratos» (que refiere a «poder»). De tal suerte que hablar de «partitocracia» viene a significar el «poder de los partidos políticos»; o dicho con mayor rigor que el poder democrático ha acabado acumulándose en los partidos políticos.

Así las cosas, lo primero que hay que preguntarse es si es esto lo que establece la Constitución, si nuestra Carta Magna nació con el designio de que el poder en el sistema democrático descansase por entero en los partidos políticos.

El artículo 6 de la Constitución dispone que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». La lectura de este precepto advierte de que de las dos grandes fórmulas de articular la participación ciudadana, la democracia directa y la democracia representativa, nuestra Ley de Leyes optó por esta última. Los ciudadanos eligen a sus representantes en las dos Cámaras, y los diputados invisten al presidente del Ejecutivo.

Pues bien, creo no exagerar ni un ápice si digo que la puesta en práctica del sistema diseñado en nuestra Constitución se ha traducido a lo largo de estos años en una concentración formidable del poder democrático en los partidos políticos que se han hecho señores y dueños de la actividad política. Es verdad que en nuestra Constitución hay división de poderes y que, en consecuencia, cada poder tiene su propio ámbito competencial y de actuación. Pero no lo es menos que las personas titulares de esos poderes provienen, si no en su totalidad, sí en una parte claramente mayoritaria, de las decisiones de los partidos. Es el partido el que confecciona las listas, que además son cerradas, para concurrir a las elecciones, sean generales, autonómicas y municipales; son los partidos los que determinan el candidato que va a ser investido presidente del Gobierno y de los demás gobiernos locales; y son los partidos, aunque aquí su influencia no es absoluta como en los otros dos poderes, los que se reparten el Consejo del Poder Judicial e influyen en la designación de los magistrados de los más altos tribunales.

¿Deseaba el legislador constitucional que acumularan tanto poder los partidos políticos cuando habló de su función de concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular? ¿Quería eso mismo cuando los configuró como instrumentos fundamentales para la participación política? ¿Responden en su funcionamiento a los principios democráticos? No soy un experto en Derecho Constitucional, pero me temo que no.

En tanto que asociaciones de personas, los partidos tienen que descansar en unos órganos permanentes que articulan sus actuaciones en los distintos ámbitos de la política. Lo que tal vez nunca imaginó el Constituyente fue que la actividad política se iba a profesionalizar progresivamente. Y no solo en un partido político, sino en todos. Por eso, en todo lo que sea crear nuevas oportunidades políticas profesionales (idear nuevos puestos y cargos) y mantener abiertos los ya existentes, el interés de todos los partidos es coincidente. Razón por la cual sus conductas serán siempre en esos puntos conscientemente paralelas, porque de lo que hoy dispones tú, cuando se produzca la esperada alternancia en el poder, lo disfrutaré yo.

De suerte que quienes no participan en la generación de la riqueza, sino solo en su administración y tienen por misión gestionar los intereses de la generalidad, de lo que cuidan por encima de todo es de su profesión, pues en eso se ha convertido la política para gran parte de los que viven durante años de practicarla. Y esto no es defender los intereses generales de la ciudadanía, sino actuar corporativamente en defensa de sus intereses profesionales de grupo.

Hay como una especie de defensa del gremio «político» por encima del sagrado interés del pueblo. Por eso, se entiende que casi nunca el que esté en el poder, y sea del partido que sea, tome decisiones que perjudiquen al «gremio» en su conjunto, como por ejemplo, reducir el número de los políticos profesionalmente ocupados en los puestos de diputados, senadores, parlamentarios autonómicos, etcétera.

Lo malo de todo lo que antecede es que son ellos, como profesión, los que tienen el poder. Y, en consecuencia, tienen bajo control todas las medidas que pueden beneficiar o perjudicar al «gremio». En los años que llevamos de democracia, hemos visto tanto que actúan por unanimidad para subirse los sueldos y mejorar los privilegios inherentes al cargo, como rechazar cualquier medida perjudicial para el «gremio», como cuando hubo intentos por reducir los puestos en los parlamentos autonómicos.

Si los partidos se deben a los votantes, simpatizantes, militantes, dirigentes y, por encima de todos, a la ciudadanía en general, convendría que dejasen de atender a sus propias necesidades profesionales y que tuviesen en cuenta, y cada vez más, que su previsión constitucional es para articular la participación política con vistas a la defensa de la voluntad popular y el aseguramiento de la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo. No para convertirse en un conjunto de personas que ejercen un empleo duradero en el ámbito del poder político.

José Manuel Otero Lastres es académico electo de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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