La paternidad egoísta

Nací en la posguerra. Si mis padres hubieran llevado a cabo los cálculos que hacen hoy la mayoría de las parejas, no habría nacido. Escaseaba la comida. Faltaba algo tan fundamental como el aceite de oliva. Y mi padre, que no fumaba, cambiaba el tabaco que le concedía la cartilla de racionamiento por lentejas, arroz, alubias... Gracias a que mis padres eran unos optimistas que creían que aquella España llena de hambre, miedo y penurias podría cambiar, me concibieron y nací.

Desde entonces han pasado varios decenios. Muchos. Paseo por los parques públicos y veo a mujeres que arrastran coches de bebé. Me fijo en el rostro de estas mujeres y me desconcierta el difícil cálculo de la edad. Para ser abuelas me parecen demasiado jóvenes, y para ser madres con un niño de escasos meses se me antoja que son demasiado maduras.

En el No-Do que veía antes de la película de romanos o de cowboys, salía un general que ponía unas medallas a unos padres que tenían quince o dieciocho hijos. A mí me parecía tan fascinante como a José Luis Garci, porque los dos compartimos la rareza, la enorme extravagancia, de ser hijos únicos en un país de familias numerosas.

La paternidad egoístaEl aumento, no ya paulatino, de la renta per cápita, sino espectacular, a partir del decenio de los sesenta, cambió la visión de la familia, y comenzó a hablarse de la paternidad responsable. El proletario había desaparecido, porque no existía prole, sino un número de hijos razonable, tres, cuatro, cinco, que era el bingo de la familia numerosa, porque se creía, razonablemente, que había que traer al mundo los hijos que uno podría permitirse alimentar y educar. Los hijos debían ser deseados y recibidos, no producto de un fallo del método del doctor japonés Kyusaku Ogino, perfeccionado por el austriaco Harmann Knaus. Hasta aquí nada que objetar, salvo las creencias religiosas, tan respetables, como inmunes a los agnósticos.

Poco a poco, sin apenas apercibirnos de ello, pasamos de la paternidad responsable a la paternidad egoísta. Ya no es que la prole quede amortizada, sino que el primer hijo llegaba cuando la pareja había alcanzado sus objetivos profesionales, la situación económica era algo más que aceptable y el piso –naturalmente en propiedad– llevaba unas cuantas cuotas hipotecarias abonadas.

Como es lógico, esta circunstancia no se produce al día siguiente de la boda, hay que hacer un máster, especializarse, ascender en la compañía, consolidar el negocio propio, en fin, ir superando los obstáculos de cualquier biografía.

Para evitar que la planificación de la paternidad, cuidadosamente establecida, pudiera romperse por una circunstancia fortuita, se empleaban métodos anticonceptivos que aseguraban que la paternidad se produciría en el momento en que los padres lo decidieran.

«Humo son los proyectos de los hombres», creo que decía un personaje de Eurípides, en «Medea». Aquel diseño cuidadoso podía venirse abajo, porque la fisiología, que es algo puñetera e inescrutable, tomaba sus propias decisiones, reaccionaba de manera inopinada, y resulta que, cuando la pareja se ponía con entusiasmo a la tarea de concebir, el resultado era decepcionante. El abuso de los anticonceptivos, la edad ya algo avanzada de la hembra, la mala calidad de los espermatozoides del macho, convertían la decisión responsable en un albur. Fue el momento en que las clínicas especializadas cobraron una importancia inusitada, porque había que acudir a ellas para que lo que en una edad apropiada no hubiera tenido ningún obstáculo se neutralizara con la probeta, la implantación del óvulo fertilizado y otras técnicas que son de conocimiento común. La segunda venganza de la Naturaleza fue la proliferación de gemelos. Nunca hubo tantos gemelos como a partir de mediados de los ochenta. Aquellos ovarios acostumbrados a la tranquilidad aséptica de la aridez reaccionaban con entusiasmo ante las técnicas fertilizantes y proporcionaban, no ya el hijo deseado, sino dos, por el precio de un solo tratamiento.

Este proceso no ha sido una exclusiva de España, sino que se ha producido de manera bastante común en toda Europa, y ello ha devenido en un crecimiento vegetativo cada vez menor que nos conduce a un continente falsamente próspero, porque cada año está más envejecido. Ya son más los fallecimientos que los nacimientos, y dentro de unos años de cada tres personas que vivan en Europa una de ellas será mayor de 60 años, y una de cada cinco, mayor de 65.

No quiero aburrir con cifras. Basta salir a pasear a ese parque público al que aludía al principio para llevar a cabo una prospectiva de lo que será dentro de veinte años: cada vez menos niños, cada vez más envejecidas las mujeres, o los hombres, que empujan el carrito del bebé, y cada vez menos bebés.

Hemos llegado, pues, a la paternidad egoísta, casi sin saberlo. Los hijos vienen cuando las madres ya han cumplido los treinta años, y, debido a su incorporación laboral, la madre no trabaja solo en su puesto de trabajo, sino que lleva a cabo la mayor parte del trabajo del hogar, porque el padre responsable todavía no se ha reciclado.

Merced a este proyecto vamos camino de un población cada vez más envejecida, en la que los padres responsables han sido tan cuidadosos en que a su hijo único –premeditadamente– no le faltara de nada, que a ellos, cuando les llegue la jubilación, es muy probable que les falte una pensión adecuada, porque es imposible sostener una población donde las personas mayores sean un tercio de la tribu. Y, de seguir así, sus hijos no tendrán derecho a ninguna, porque no habrá habido cotizantes suficientes. Se cerrará así un círculo en el que eso que se denomina despectivamente materialismo ha dado sus frutos, que no conducen a una mayor prosperidad, sino a la ruina. Y es entonces cuando mi hija y mis hijos que, por ahora, me han traído cinco nietos, me parecen «irresponsables» en esta época. Casi tanto como sus abuelos, mis padres, que en unos años difíciles, cuando el pan blanco era un lujo, y la comida el mayor bien, en una sociedad en que el alquiler del piso era lo normal y la propiedad algo casi extravagante para las clases humildes y medias, hubieran tenido la imprudencia y la insensatez de creer en su amor, de ser tan inconscientes como para confiar en la vieja creencia de que traería un pan debajo del brazo. No lo traje, pero gracias a su bendita irreflexión hoy disfruto de Vega, Zoe, Celia, Clara y Cloe, las mujeres que ahora me vuelven loco, y en las que pienso, cuando paseo por un parque, y observo un montón de ropa, bajo el que duerme la vida, empujada por una mujer de edad indefinida.

Luis del Val, escritor.

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