La patria de Homero

Sabemos muy poco de Homero, si es que fue una sola persona quien escribió «La Ilíada» y «La Odisea». Dos mil setecientos años hacia atrás, la ficción literaria se mezcla con leyendas y tradiciones no contrastables. Aun así, tenemos completas «La Ilíada» y «La Odisea» en versiones consistentes desde antes del Renacimiento, y sabemos que sobre su épica y su poesía se asienta en buena medida la civilización europea. Platón ya reconocía, siglos después de componerse, que eran la principal fuente de la educación y la cultura griegas. En ese magma histórico-legendario, un texto antiguo inciertamente atribuido a Herodoto cuenta que Homero nació en Esmirna, en lo que hoy es la costa turca del mar Egeo, entre Pérgamo y Éfeso, un arco geográfico con Troya al norte y Mileto al sur, junto a las islas griegas de Quios, cuna de los rapsodas sucesores de Homero que llamamos «homéridas», y de Ios, donde Herodoto y Pausanias localizan la muerte de Homero. El lenguaje de «La Ilíada» y «La Odisea» fusiona los dialectos jonio y eolio como correspondería al griego de esa zona hacia el siglo VIII antes de Cristo, cuando debieron originarse ambas obras. La geografía descrita en ellas resulta mucho más precisa para esa parte de la costa egea que para la Grecia peninsular, de la que Homero prácticamente sólo nombra los lugares que proporcionaron naves para la flota contra Troya. Tanto la tradición, que incluye la opinión de Aristóteles y Plutarco, como las conjeturas históricas, sugieren Esmirna o su entorno próximo como «patria» más probable de Homero.

Pero ¿qué significa ser la patria de Homero? Las fronteras nacionales son un invento reciente. En la época de Homero barreras y puentes eran más permeables y cambiantes que hoy. Dependían del lenguaje, del saber compartido, de las leyes y órdenes de las ciudades-estado; de las amistades y enemistades entre pueblos. La patria no podía circunscribirse a una organización política o al vínculo jurídico entre ésta y los ciudadanos, sino que representaba la comunidad creada por las generaciones sucesivas y la raíz de sus creencias, algo semejante al «espacio público», en el sentido de Habermas, que soportaba la comunicación de ideas, tradiciones y valores capaz de generar, para una colectividad y un momento dados, un sentimiento común de pertenencia a ese espacio geográfico y humano. Máxime en tiempos políticamente inestables, donde rápidamente se sucedían batallas y alianzas, invasiones y conquistas, que trastocaban los mapas. Cicerón, en las «Catilinarias», definió la patria como nuestra ascendencia común, y en «De los deberes» como la suma de los afectos de todos frente a los afectos particulares a hijos, padres o amigos. Era una idea abstracta donde los componentes políticos y jurídicos sólo podían ser un factor de identidad más, sin que hubiera un límite abrupto entre tu patria y la mía bajo el principio de no contradicción.

No sé si una patria –o prácticamente cualquier idea– puede durar dos mil setecientos años, pero durante unos días de agosto creo haber tenido la fortuna de visitar la patria de Homero. Esmirna (Izmir en turco) es una ciudad abierta al mundo y a los forasteros de más o menos lejos. Recibe inmigrantes de otras regiones de Turquía en busca de luz y progreso. Y los extranjeros podemos comprobar la vitalidad de unas calles donde se mezclan el islam esporádicamente visible en la vestimenta o en las llamadas a orar desde algunas mezquitas lejanas y la modernidad cool de los pubs y tabernas de la calle Kibris Sehitleris, con aires de soho londinense. La imagen real de la ciudad no tiene nada que ver con la del país en los medios. Al tiempo que miles de familiares y amigos se esparcen pacíficamente por la noche sobre el césped del Kordon –un kilométrico paseo marítimo– para compartir charlas, canciones y alimentos frugales, se lee la noticia de que Trump amenaza con sanciones a Turquía si no es liberado un pastor protestante americano encarcelado, detenido o retenido por el régimen turco bajo la acusación de colaborar con terroristas. Erdogan estará conduciendo a Turquía hacia una versión aparentemente moderada, pero muy peligrosa, del estado islámico, revirtiendo la secularización de Atatürk a principios del siglo pasado. Pero, sin restar importancia a esos procesos políticos, si los miramos con la perspectiva histórica que da sostener «La Ilíada» y «La Odisea» entre las manos, son accidentes menores en el devenir de ese pueblo grande, fuerte, que bordea los mares Egeo y Mediterráneo, extendido, geográfica y culturalmente, entre Europa y Asia. Situando en Esmirna la punta de un compás y girándolo en el tiempo y en el espacio, hacia adelante y hacia atrás, al norte y al sur, al este y al oeste, podemos explicar buena parte de la historia cultural de Europa: de Hesíodo, el eolio coetáneo de Homero autor de la «Teogonía» y «Los Trabajos y los Días», a Yorgos Seferis, un poeta esmírneo que, al recibir el premio Nobel de 1963, se confesaba originario de «un cabo pedregoso en el Mediterráneo, que no posee más que la lucha de su pueblo, el mar, la luz del sol, y la tradición de su amor por el humanismo»; o desde la Capadocia de los Padres de la Iglesia Basilio de Cesárea y Gregorio Nacianceno, a Mileto, la patria de Tales, Anaximandro y Anaxímenes; o a Sicilia, la de Arquímedes y de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de «El Gatopardo». Pienso también que el Parlamento Europeo probablemente se traicionó en noviembre de 2016 al votar contra la continuidad de las negociaciones con Turquía para incorporarse a la Unión Europea. Mantener unos requisitos estrictos en defensa de los derechos humanos y del Estado de derecho no debería ser incompatible con seguir tratando del proceso de integración. Al contrario, ayudaría a la normalización democrática de Turquía. Una vez más, la falta de convicción europea y las debilidades electorales de los gobiernos priman sobre el interés general: conducir la historia en la dirección cosmopolita que sólo Europa puede pilotar, por arduo que sea el reto.

En nuestro idioma, «odisea» significa una larga aventura marcada por los vaivenes de la fortuna, porque así fueron las peripecias de Ulises cantadas por Homero. Una odisea ha sido la historia social y política de Esmirna dentro del conglomerado hitita, griego, persa, turco y otomano de la región, así como nuestra propia historia en esta sufrida piel de toro heredera de la gran civilización surgida a orillas del Egeo. Al inicio de nuestra era, Séneca escribía a Lucilio: «Yo no he nacido para un solo ángulo, mi patria es todo este mundo». Las geometrías de «las patrias» son variables en función de las épocas y los usos. Precisamente por ello puedo reconocerme en la patria de Homero, normalmente sin necesidad de salir de España, pero más este verano en Esmirna, admirando, como Flaubert y tal vez Aquiles, la puesta del sol sobre el mar desde el alto de Kadifekale. Y me siento legitimado para reivindicar la incorporación de esa patria como espacio público a un mundo cosmopolita con raíces tan hondas como los versos de «La Ilíada» y «La Odisea».

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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