La Patria indestructible

Decía Renán que «la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y que todos hayan olvidado muchas cosas». El olvido de los agravios recibidos se llama en derecho público «amnistía». El «régimen anterior» que, dígase lo que se diga, tenía más de «estado de derecho» que el presente sistema que presume de serlo, aplicó la prescripción prevista en el Código Penal a todos los delitos cometidos hasta 1939 en una guerra en la que ambos bandos tuvieron mucho que hacerse perdonar y olvidar. A partir de 1969, pues, tuvo fuerza legal un hecho que se había venido produciendo a lo largo de los treinta años transcurridos desde el final de la contienda, que era el de la reconciliación nacional. La guerra fue un episodio desdichado del que era mejor no acordarse, y los vencedores y los vencidos no tardaron en convivir y olvidarse de las malas pasiones que los habían enfrentado. En cuanto a los exiliados, de sobra sabemos que hubo quien volvió en cuanto pudo y quien no volvió porque no quiso. El hecho era que los españoles habían, como decía Renán, olvidado muchas cosas y tenían en común otras muchas, de ahí que la «voluntad general», que diría Rousseau, fuera la de pertenecer a una misma nación. Decir que no había descontentos, sería negar una evidencia, como negar una evidencia sería que ese descontento iría a más según el régimen fue haciéndose más tolerable. Pero esos descontentos, entre los que no era difícil militar cuando se era joven e inquieto, no nos cuestionábamos la identidad nacional. Al menos, no nos la cuestionábamos los jóvenes que, por muy rebeldes que fuéramos, procedíamos del bando vencedor, que por algo dio en llamarse «nacional». Además, los aficionados a las letras tuvimos desde muy pronto el ejemplo del grupo de la revista Escorial, fundada con el propósito de rehacer la vida cultural escindida por la guerra recuperando a los que por una razón o por otra habían militado en el bando contrario aunque estuviesen en el exilio o en el otro mundo. Aún vivía yo en Sevilla cuando me carteaba con Alberti como otros en Córdoba lo hacían con Cernuda y otros en Cádiz con Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, lo más importante para mí fue el conocimiento personal en Oxford de don Alberto Jiménez Fraud, último director de la célebre Residencia de Estudiantes.

Los años transcurridos entre 1954 y 1975 los pasé por mi gusto en el extranjero donde casi todos los españoles con los que conviví eran exiliados y de los que guardo los mejores recuerdos. El clima de aquellos años era tal que hasta los comunistas de obediencia soviética se pusieron la piel de cordero de la «reconciliación nacional», dado que la piel de lobo de la «lucha de clases» estaba ya algo raída. Lo malo fue que, a partir del 68 sobre todo, surgieron nuevas corrientes que los rebasaron por la izquierda, para las que la lucha de razas o la lucha de sexos era más importante y eficaz. De sobra sabía yo cuando me repatrié cuáles eran los vientos dominantes en España desde el 68 o el 69 por lo menos y que no volvía a un dorado retiro sino a un campo de batalla. Aún vivía el «anterior Jefe del Estado», pero la voz cantante la llevaban ya los que renegaban de la patria común, bien en nombre de las viejas Internacionales o en nombre de las futuras «autonomías». Si aguanté el tipo y lo hice con alegría fue por una invencible incapacidad para el odio en un momento en el que, sobre todo en nombre de la «ruptura», el odio estaba en la orden del día. Los odios latentes o reprimidos, que siempre los hubo, eran estampillados por la nueva legalidad al estabular a la «ciudadanía» en partidos políticos hostiles entre sí y fragmentar a la nación enfrentando unas regiones con otras. Y por si fuera poco, se decretó una amnistía destinada preferentemente a los que en nombre del separatismo se habían manchado las manos de sangre y no pensaban, como se vería luego, en dejar de seguir manchándoselas. Esa es la «amnistía» que los ingenuos turiferarios de la Transición esgrimen frente a los «antisistema», por no llamarles otra cosa, que, treinta y cinco años largos después, y en nombre de la «memoria histórica», quieren resucitar el Frente Popular y aplicar la talmúdica jurisprudencia de Nuremberg a toda la Historia de España, con efecto retroactivo hasta don Pelayo si hace falta.

En agosto de 1977, cuando ya la democracia llamaba a la puerta, publiqué en el diario madrileño Informaciones un artículo agorero titulado «Delenda est Hispania». Celebraría haberme equivocado. Una de dos: o España ha alcanzado la estabilidad del inmovilismo o Bismarck tenía razón cuando decía que España era algo grande si había logrado resistir a la furia destructora de los propios españoles.

Aquilino Duque, escritor.

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