La patria

EL 23 de enero de 1516 murió Fernando V de Aragón, viudo de Isabel la Católica, casado con Germana de Foix, en Madrigalejo. Iba camino de Guadalupe.

Tuve el honor profesional de restaurar la estancia en la que redactó su testamento; el definitivo que anulaba y corregía los dos anteriores para convertirse, a las pocas horas de haberse firmado, en el acta oficial de la Unidad de España.

Solo un salón (95 m2) rectangular y su vestíbulo de acceso (de unos 20 m2) se mantienen de todo lo que fue una de las más importantes dependencias del monasterio guadalupano —Lorenzo Rodríguez Amores—.

También quedaba, desde su origen, además de los muros de cerramiento, el digno artesonado de aquella estancia. Ilustré el acontecimiento histórico allí ocurrido con su relato, impreso sobre un revestimiento de azulejos propios de la zona. En el que, además, distintos mapas recordatorios sitúan a España como corazón emocional y geográfico de los descubrimientos transoceánicos. Una cenefa corona la totalidad de la descriptiva piel cerámica. En ella figuran muchos de los castillos en los que pelearon los pueblos ibéricos, a lo largo de los siglos, para defenderse de sus invasores y mantener sus peculiaridades camino de la deseada hermanación integradora.

Sobre la puerta apliqué un bellísimo ramo de granadas fundido en bronce por su autor, Francisco López. Postre epilogal de la gloriosa Reconquista.

Son 494 años los que median desde entonces. Casi nada.

El Rey, Fernando V, firmado el documento y sintiéndose morir, se despidió de los presentes con una frase cuya trascendencia fiel, avalada por la historia, ha llegado hasta nosotros: «No tengo medios para pagar mis exequias, pero os lego, españoles, la unidad de la Patria».

Carlos V nace en Gante; nieto de Maximiliano, también lo es de Fernando, y elige para vivir, luchar, conquistar, creer y morir a España y su credo. A la España por fin aunada 1.200 años después de Diocleciano en los que nunca renunció a meta tan ansiada. Felipe II culminó la plenitud administrativa peninsular (1581), que solo duró hasta 1680. Pero, incluso hoy, un porcentaje mayoritario tanto portugués como español elegiría nuestro abrazo simbiótico definitivo.

Cuando Europa entera, península media de Asia, intenta vencer las dificultades camino de su integración total, ¿cómo es posible que trozos entrañables de España, su preciosa protuberancia suratlántica, tiendan a escindirse?

Los habitantes autóctonos de nuestra prehistoria eran mayoritariamente meridionales. Griegos y romanos, fenicios y africanos nos visitaban; los romanos nos colonizaron y, al tiempo, civilizaron. Aunque en Hispania convivieron durante más de 300 años visigodos, vándalos y alanos, rubios en su mayoría, permanecimos básicamente morenos. Conscientes de nuestra diversidad tras tantos cruces, orgullosa cada una de nuestras regiones de sus peculiaridades y acentos, ansiamos, sin embargo, la unidad peninsular con tenacidad implacable. Siete siglos de reconquista dan fe del empeño que quedó plasmado en la última intención de aquel testamento.

El descubrimiento de América y la transmisión de nuestra religión e idioma, batidos durante siglos con la cultura islámica, extremaron el dogmatismo religioso que predicamos al otro lado del Atlántico. Los radicalismos dividen, y así, al devenir el principio de nuestra decadencia en el XVIII, una parte de la intelectualidad se inclinó hacia la crítica que nubló primero y difuminó después el sabroso y viejo patriotismo. Surgen, en consecuencia, bandos antagónicos que se distancian hasta enfrentarse finalmente, Dios lo quiera, en nuestra sangrienta Guerra Civil.

A ciertos vecinos europeos les viene bien, siempre fue así, la devaluación de nuestros principios, la contención del triunfo universal de nuestro idioma. Tanto cuanto el francés ha decaído, el español se ha extendido. Valores fónicos e históricos lo avalan y animan a pesar de frenos locales autodestructivos.

¿Es que hay alguien en el vecino Pirineo francés que reivindique el uso del idioma «OC» (8.000.000 de parlantes) con la virulencia política manifestada por vascos y catalanes contra el supuesto fomento castellano-contrario a la indiscutida nobleza del euskera y el catalán?

La diversidad de nuestras naturalezas, culturas, artes y cocinas fue base de un orgullo secular, imán de la afluencia del turismo universal, juez imparcial de nuestro atractivo comparativo, nunca causa de segregaciones regionales.

El arbolado del Norte lluvioso, la llanura esteparia de las Castillas, la afabilidad climática y lujuriosa de nuestro meridión e islas han supuesto siempre seducción invitadora.

El caldo gallego, el lacón con grelos, el albariño, el ribeiro; la porrusalda y el marmitako, el chacolí y el pacharán; el pote asturiano, los callos a la asturiana, el cabrales, la sidra; el pollo al chilindrón, el bacalao ajoarriero, el cariñena, el rioja; el chorizo de Pamplona, los quesos Idiazábal y Roncal; la butifarra, los suquets, la crema catalana, el cava; la paella, el fideuá, la horchata, el jumilla; el gazpacho, el salmorejo, el jerez y el montilla; las migas extremeñas, el ajo blanco, la torta del Casar; el cochinillo, el cocido madrileño, el queso manchego, el ribera del Duero; la sobrasada, las ensaimadas, el arroz brut, las hierbas ibicencas; el mojo picón, el sancocho canario, los tintos de Taraconte. Son todos ellos tesoros particulares de los que presumimos y gozamos como nuestros.

Y solo he listado sabores y aromas inolvidables, porque culturalmente es obvio que nos sentimos paisanos de Quevedo, Calderón, Lope, Tirso, San Juan de la Cruz, Velázquez, Goya, Sorolla, Chillida, Cela…, al tiempo que consideramos joyas propias la Mezquita, la Alhambra, la Giralda, El Escorial, San Isidoro de León, Santiago, la catedral de Burgos, el corazón de Fuenterrabía, Santes Creus, el Miguelete, el Pilar…

Podría seguir con las artes musicales, las vestimentas, etc... Pero no, lo que quiero señalar es el orgullo que, por ejemplo, aflora en el bilbaíno cuando visita su espléndida pinacoteca y se enfrenta a los Zurbaranes (Extremadura en casa), o la euforia que acompaña al catalán en su museo dedicado al malagueño universal, Picasso.

Conviene recordar ante particulares chovinismos separatistas que fueron los franceses los que dejaron sin cabeza y sin manos a los santos que embellecían nuestras portadas románico-góticas, o que, con la soldadesca napoleónica, fusilaron a nuestras vírgenes apuntando a cada uno de los ojos de sus advocaciones (Almonacid).

Gerona y Fuenterrabía se glorificaron al defender su hispanidad. El resto de nuestros visitantes, judíos, alemanes, italianos y portugueses, respetó nuestro cuerpo. Los ingleses incluso nos enriquecieron con sus capacidades empresariales a pesar de su piratería secular atlántica, del tremendo huracán codestructor de nuestra «Armada Invencible» y de la derrota de Trafalgar.

La relación con nuestra vecina Francia fue distinta; incluso gobernada por Catalina de Médicis, suegra de Felipe II, italiana; o por Napoleón, corso; o por Sarkozy, de ascendencia judeo-húngara. España, finca limitada por el Pirineo y sus mares (incluida Portugal hermana), es nuestro noble e indivisible paraíso.

Juan Carlos I, de sabia y desenvuelta humanidad, ha reinado sobre la convivencia entre anteriores enemigos con temple firme que revaloriza la unidad de España. La que nos legó Fernando el Católico: la Patria.

Por Miguel de Oriol e Ybarra, arquitecto y académico de la Real de Bellas Artes.

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