La paz que trajo el desastre

Nunca una paz trajo tantos desastres. Es cierto que el armisticio con el que concluyó la I Guerra Mundial, cuyo centenario se conmemoró el domingo, detuvo los combates —aunque solo en el frente occidental— y envió a casa a millones de soldados, muchos de ellos con heridas, físicas y psicológicas, de las que no se recuperarían nunca. Los gueules cassées, los jetas rotas, los soldados desfigurados, se convirtieron en el icono de una guerra tan atroz que estaba destinada a acabar con todas las guerras, pero también del destino que esperaba a muchos de los antiguos combatientes: la miseria y un mundo que apenas reconocían.

Los campos de batalla habían sido barridos por la artillería con tanta intensidad que, 100 años después, siguen siendo un peligro porque continúan apareciendo bombas con material químico, una metáfora del efecto que esa guerra y su conclusión tuvieron sobre Europa. Porque lo ocurrido en 1918 fue el arranque de algo terrible, de una mezcla de violencias —ideológicas, étnicas y nacionalistas— que acabaron desembocando en la II Guerra Mundial y en el Holocausto. Solo entonces, el continente sería capaz de emprender un camino racional en el que, pese a la crisis y a la ultraderecha rampante, todavía nos mantenemos.

Cuando se conmemoró el principio de la que en su tiempo se llamó la Gran Guerra, se abrió una reflexión colectiva sobre su origen. Gracias sobre todo al influyente libro de Christopher Clarke Sonámbulos (Galaxia Gutenberg), se llegó a la conclusión de que había sido el producto de la estupidez. La tesis de este historiador de Cambridge es que los dirigentes europeos actuaron como sonámbulos que avanzaban hacia un precipicio sin ser muy conscientes de las consecuencias de sus actos. Ninguno quería la guerra total, pero al final su ceguera acabó destruyendo el continente.
Clarke es muy consciente de que las consecuencias de aquella guerra iban mucho más allá de 1918 cuando escribe: “El conflicto que comenzó aquel verano movilizó 65 millones de soldados, se cobró tres imperios, 20 millones de muertos entre militares y civiles y 21 millones de heridos. Los horrores de la Europa del siglo XX nacieron de esta catástrofe que fue, en palabras del historiador estadounidense Fritz Stern, ‘la primera calamidad del siglo XX, la calamidad de la que surgieron todas las demás calamidades”.

El Tratado de Versalles, firmado el 28 de junio de 1919, fue el peor acuerdo de paz posible, y en la humillación a la que las potencias vencedoras sometieron a Alemania se encuentra una de las semillas que fructificaron en forma de cruces gamadas. Pero los problemas habían empezado antes, con el estallido de todos los nacionalismos posibles sobre las cenizas de los imperios difuntos. El Museo del Ejército de París alberga hasta enero una exposición titulada À l’Est, la guerre sans fin. 1918-1923 (“En el Este, la guerra sin fin”), que relata los combates que estallaron en las nuevas naciones y la participación en ellos de los soldados de Francia, que entonces era la potencia militar continental. Es un episodio poco conocido y menos estudiado, pese a que a Bertrand Tavernier lo reflejó en su filme Capitán Conan.

El historiador John Horne, del Trinity College de Dublín y experto en el conflicto, explicó en un programa de France Culture: “En el frente occidental y, sobre todo, desde el punto de vista de Francia y el Imperio británico, este conflicto se acaba el 11 de noviembre de 1918, pero en el Este y en Oriente Próximo, que entonces se llamaba Levante, la realidad es mucho más compleja. Allí, en 1918 la guerra se transforma por la desaparición de los imperios ruso, austrohúngaro y otomano, se multiplican las luchas étnicas y entre los Estados nación que estaban surgiendo y que marcarían para bien y para mal el futuro de Europa. Se trata de una guerra muy importante y muy violenta que se prolongó por lo menos hasta 1923”. Otros historiadores, como Ian Kershaw en su Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949 (Crítica), abundan en la misma tesis. La reorganización de las fronteras de Europa, explica, no fue “tanto un marco para una paz duradera como la receta para un potencial desastre futuro”.

En 1945, cuando acabó la II Guerra Mundial, las potencias vencedoras (y las vencidas) habían aprendido la lección y de allí surgió la actual UE, que desde la caída del comunismo en 1989 luchó para incluir a los países del antiguo bloque soviético. Solo fracasó en la guerra que destruyó Yugoslavia, tal vez el último coletazo de aquel desastre primigenio. Si los europeos no somos capaces de mantener y seguir impulsando lo que llevamos construyendo desde entonces volveríamos a comportarnos como sonámbulos, avanzando estúpidamente hacia el precipicio con la diferencia de que, esta vez, sí sabemos que ese camino solo lleva al abismo.

Guillermo Altares

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