Arrancaba la primavera romana de 1944, con la ciudad todavía ocupada por los nazis, cuando se presentó en el rodaje un monseñor de 47 años. Porte distinguido, caminar dubitativo, distintivas orejas de soplillo. La variopinta troupe lo tomó por un extra más, algo nada raro en una película religiosa que llegó a contar con dos mil figurantes (todos innecesarios, por cierto). Pero el director, de 42 años, un vitalista listo como el aire, supo al instante que aquel era un cura de verdad, y para más señas, el mismísimo supervisor de su película, sufragada por Orbis, la productora del Centro Católico Cinematográfico. Así que salió al quite con saludo reverencial y la mejor de sus sonrisas magnéticas.
En su visita, el clérigo sintió la curiosidad de tantos advenedizos: mirar por el visor de la cámara. Desconocía que en el cine italiano es tradición que quien incurre en tal tic paga ronda. Entre risotadas, el director exigió al sacerdote que cumpliese. Aquella mañana el ojeroso curilla apoquinó 38 capuchinos. Con sus respectivos bollos.
El monseñor se llamaba Giovanni Battista Montini, un intelectual de buena cuna. Diecinueve años después se convertiría en Pablo VI. El director filmaría muy pronto dos obras maestras fundacionales del neorrealismo, «El limpiabotas» (1946) y «Ladrón de bicicletas» (1948), película que nunca falta en el escalafón de las diez mejores de la historia.
Su nombre completo era Vittorio Domenico Estanislao Gaetano Sorano de Sica. Había nacido en Sora, al sur del Lazio, hijo de un empleadillo de banca. Todavía adolescente enfiló la ruta de los cómicos. Vivió en media Italia y acabó encarnando su esencia, porque sumó la anárquica chispa napolitana, de donde se sentía, el empaque florentino y el saber mundano de Roma. Era un caballero. También un efectivo cantante y un soberbio cineasta y actor. Un guapo de formidable entrada, con gustos finos, manicura perfecta, estupendo pelazo, siempre bronceado. Fue un héroe admirable (en secreto) y un gran tarambana (en público).
Las timbas lo perdían. Sus deudas explican muchos papeluchos alimenticios y su irregular carrera, en la que brilla una mano de estatuillas Oscar. Las supertrolas le salían como el respirar. Las guapas encandilaban al guapo. Compuso un bígamo descacharrante, que durante un tiempo compatibilizó dos familias. En Nochevieja adelantaba dos horas el reloj en su casa oficial –la de su mujer, la actriz Giuditta Rissoe, y su hija Emi– para volver a festejar el Año Nuevo en su otro hogar, el que mantenía con su amante y futura esposa, María Mercader, la elegante actriz barcelonesa, con la que tuvo dos hijos y de la que se había enamorado en 1942, rodando la comedieta «Un garibaldino en el convento». Todo es singular en esta historia: María era prima de Ramón Mercader, el agente español de la estalinista NKVD que le abrió la crisma a Trotsky con un piolet.
Montini y De Sica hicieron posible la película más bonita de la historia. Se llamó «La puerta del cielo». Contaba el viaje hasta el santuario milagrero del Loreto de un tren de lisiados (un pianista manco, un huérfano paralítico, un obrero ciego por un accidente). Pasó sin pena ni gloria, con un estreno fugaz y subrepticio en 1945. Críticas pobretonas. Retirada rauda. Al Vaticano le espantó la versión irónica del gran milagro final que pergeñaron De Sica y el guionista que se había feriado, el brillante –¡y ateo!– Zavattini. Pronto hicieron desaparecer todas las copias, menos tres latas olvidadas en los archivos vaticanos.
Pero a «La puerta del cielo» la adorna un plus que la hace impar: es la única película que salvó a 600 personas de una muerte cierta. De Sica y Montini, que trabajaba socorriendo a refugiados desde la Comisión de Asistencia vaticana, se conjuraron para que el rodaje se prolongase hasta que los aliados liberasen Roma. El plató fue la inmensa iglesia de San Pablo Extramuros y sus jardines, una posesión extraterritorial del Vaticano, once kilómetros al sur de la basílica de San Pedro. Gozaba inmunidad diplomática y se convirtió en asilo de judíos, comunistas, homosexuales y miembros de la resistencia. Para todos encontraba papeles De Sica.
El rodaje llegó a contar con dos mil extras. «El set se convirtió en una fortaleza asediada», evocaba en su madurez el director, que jamás galleó de su heroísmo, que tampoco acabó ahí. En su «piso de soltero» del centro de Roma –cuya fogosa utilidad anterior pueden intuir– escondió a dos familias judías. «Eran cuatro adultos y cinco niños. Ah, y un perro. Pero no fui el único, muchísimos italianos acogieron a judíos en sus casas».
De Sica, que siempre receló de la política dogmática y del comunismo, llegó a la película escapando de nazis y fascistas. En el verano de 1943 recibió de súbito dos ofertas de esas que no puedes rechazar: Goebbels, el propagandista de Hitler, lo reclamaba para rodar una película para los nazis en Praga, y el gobierno títere de los alemanes en el norte de Italia, la República de Saló, le ordenaba que se hiciese cargo en Venecia de los nuevos estudios del cine fascista. «Estaba aterrado y les dije: “Primero tengo que acabar una película que me ha encargado el Papa, La puerta del cielo”». Mentira olímpica. De Sica sabía de ese filme por su amante española, Mercader, que era su protagonista, pero la cinta ya tenía otro director. La actriz barcelonesa lo salvó, fingiendo caprichos de diva y exigiendo a su amante tras la cámara.
Ya en faena, De Sica descubrió el objetivo último de la producción vaticana: salvar vidas de la deportación o el tiro en la nuca. Hubo momentos espeluznantes, como cuando al poco de iniciarse el rodaje irrumpió la banda del torturador fascista Pietro Koch y se llevó a 60 falsos actores. Jamás volvieron. Pero De Sica y Montini aguantaron. «La película no se acabará mientras los alemanes no se vayan de Roma. Si están un año, rodaré un año. Si están diez, serán diez», garabateó el director en sus notas.
El 5 de junio de 1944, en la víspera del Día D, los americanos liberaron Roma. Ese mismo día De Sica dio por concluida la película. El genio del neorrealismo no pudo ver «La puerta del cielo» completa hasta muchos años después, en París. Para hacerla próxima a su público, los franceses le habían pegoteado imágenes de Lourdes. Aun así, el viejo director salió satisfecho: «Me gustó. Creo que es una de las mejores que he hecho».
La producción le costó al Vaticano 40.000 dólares de la época. El grueso se lo llevó la partida de manutención de actores.
Luis Ventoso, periodista.