La peligrosa levedad de Rajoy

Como el protagonista de Kundera, Mariano Rajoy prefiere lo liviano, lo escurridizo, el disimulo a la gallardía. En su cabeza, el tiempo, que todo lo gobierna, vuelve siempre a lo mismo, y ningún afán merece la pena. No hay que “agarrar el destino por el cuello”, como decía Beethoven, mejor dejarse llevar mansamente por lo ineluctable. ¿Cómo se explica que alguien sin dotes de liderazgo haya llegado a Moncloa? Él mismo se ha definido con una serie de caracteres, la impavidez, la previsibilidad, la indolencia, el desdén hacia lo que no sean cifras y códigos, pero ¿qué hay detrás de ese retrato difuminado?

Comparado con sus antecesores, no sale bien parado. Es verdad que ha ganado elecciones, pero obtuvo esa oportunidad por el designio de otro, mientras que los demás, Suárez incluido, la ganaron en dura contienda. Rajoy es el probo funcionario al que le ha caído el momio por estar en el lugar adecuado y el momento oportuno. Esta manera de acceder al cargo, explica algunas cualidades del personaje.

A diferencia de Aznar, que le puso en su sitio, y se fijó fecha de retiro, Rajoy parece empeñado en durar más que su mentor. Todo indica que se va a diferenciar también en el balance político: recibió un partido unido y hegemónico y va a dejar un PP eviscerado. Es la consecuencia de echar balones fuera, de eliminar cualquier contraste en el partido. Por ejemplo, para explicar lo de Cataluña, ha dicho: “Como partido, hemos cometido errores, los admitimos, tendremos que aprender de los mismos y tendremos que hacer las cosas mejor en el futuro”, pero los errores no los ha cometido “el partido”, ni los militantes de base, son de su exclusiva responsabilidad.

Esa verborrea le permite aparentar autocrítica, borrar las contradicciones, diluir cualquier cosa. En 2013, Rajoy sostuvo que los mensajes de Bárcenas revelaban que le habían sometido a un chantaje al que no se doblegó. El pasado julio, en sede judicial, explicó que respondió a esos mensajes “porque tengo la costumbre de responder a los mensajes que me manda la gente y porque tienen mi teléfono. Eran mensajes en los que él expresaba sus dificultades y que estaba en una situación compleja. Y eso es todo, podía haber utilizado esa frase u otra frase cualquiera. No tiene ningún significado… Uno manda muchos mensajes”.

Suárez, Felipe y Aznar, incluso Zapatero, tenían un proyecto que desarrollar, con mejor o peor fortuna. En el caso de Rajoy la vaciedad es absoluta, busca reducir la política a supuesta buena administración. Presentó a su gobierno leyendo la lista de agraciados, como si fuera obvio lo que habría de hacer cada uno de ellos. Lo que hicieron no tuvo nada que ver con lo que decían que iban a hacer, pero Rajoy pensaba que para qué iba a explicar antes de tiempo lo que todo el mundo podría comprobar en breve.

Rajoy se ha dedicado a embutir su gestión en términos que la emboscan: lo normal, lo lógico, lo necesario, lo que hay que hacer, palabras que eviten la mínima emoción, como si todo se redujese a dar vueltas en tiovivo. Clave del plan fue la desactivación del PP en el Congreso de Valencia: el partido, se dejó hacer y quedó sin ideas, sin corazón, listo para continuar el zapaterismo con otros modos.

Su nihilismo político es de marciano en un momento histórico que requiere claridad, determinación y audacia. Sus palabras la noche del 1 de octubre, ofreciendo diálogo a los golpistas, fueron expresión de su inanidad, por no hablar de su cobardía. Fue necesario que el Rey expresara contundentemente el compromiso con el orden constitucional y la determinación de hacerlo cumplir, sin ningún diálogo, para que el pueblo español viviera una especie de 2 de mayo y tomase las calles con flamear de banderas.

En su viaje a ninguna parte, Rajoy se ha esforzado por apropiarse del esfuerzo colectivo para prometernos que la economía seguiría mejorando, pero no ha hecho lo más mínimo para que el gasto público dejase de ser un disparate. Afirmó que no habría referéndum en Cataluña, pero lo ha habido, y juró que no habría problema con las pensiones, pero ha vaciado la caja del sistema y tiene que recurrir a incrementar la deuda pública para cumplir con esas nóminas, cosas que pasan, diría. También prometió despolitizar la Justicia, pero decidió que era más útil dejarla como estaba, vista la mala uva de la prensa inventando escándalos. Rajoy siempre se desmiente, persevera en su estrategia de mínimo esfuerzo, postergación y disimulo, para salir del paso.

Su voluntad de persistir se ha pagado abundantemente con la eliminación de terceros. Se ha ganado fama de killer, y, en efecto, sus víctimas directas podrían montar una poderosa polifonía. Ese historial no anima a discrepar con él, y produce el milagro de reducir a pavesas al PP en Cataluña sin que nadie ose formularle una ligera observación. Franco presumía de suerte con los periodistas, y Rajoy la tiene con sus rivales, puede decir lo que Narváez a su confesor cuando le sugirió que perdonase a sus enemigos: “Imposible, los he matado a todos”.

¿Qué antecedentes tiene el rajoyismo? Rajoy es hijo y nieto de juristas, de mandamases de burgo, puestos de cierto brillo y escasa aventura, que precisan memoria poderosa pero no requieren inventiva, menesteres conservadores, refractarios a cualquier cambio, en los que sus titulares saben que seguirán al timón. Tal vez eso explique que un joven registrador renuncie a cuatro quintos de salario para convertirse en concejal de su pueblo, ganar comodidad, libertad de movimientos y tramos de escalafón por delante.

Llegó a Madrid desde Galicia, pero, al parecer, muy a pesar de Fraga, y no es fácil imaginarlo comentando el precio de los garbanzos, ni siquiera el de los percebes. Su fortaleza es su preparación de alto funcionario, esos tipos que creen que el mundo entero rodaría de fábula si se les hiciese algo de caso. Se tiene por número uno, y le molesta que cualquier mindundi semianalfabeto le lleve la contraria, con lo que él sabe.

En esa condición de clase ha prendido bien una visión algo desustanciada del crepúsculo de las ideologías, la idea de que lo mejor sería que la gente se estuviese quieta y dejase hacer a los más listos. Para esa mentalidad, la política es un lío, y Rajoy huye de ellos como del demonio, las ideas ambiciosas le parecen propias de bobos aventados. Es lo que dijo de mí, cuando tras una larga conversación política en la que me daba amistosamente la razón, comentó raudo a sus ayudas de cámara, “Quirós es un iluso”, un juicio más performativo que descriptivo.

Rajoy no es nada madrileño, y le basta con asistir al baile de su casino pontevedrés para tomarle el pulso a la sociedad. Como buen provinciano, los viajes le incomodan, volar no es su pasión (y, menos, en helicóptero), y bendice con las dos manos esas tecnologías que le libran de moverse, de ahí su afición al plasma que se puede grabar en zapatillas.

Le gustan los deportes, pero en su fase de tertulia y observación, como aquello que decía Dalí sobre el placer de tomarse un refresco viendo la tele mientras los ciclistas sudaban tratando de superar la Col du Galibier. La realidad como espectáculo que contemplar sin dolor ni pena, desde un lugar que permita un optimismo de forofo, sin esfuerzo y sin riesgo: un ejercicio realmente difícil en una presidencia que no se deja reducir a un chiringuito a cuya entrada pueda colocarse el cartel de “no molesten”. Si estuviera en su mano, creo que dejaría pronto esa morada dolorosa para dejar de ser y presumir jocosamente de haber sido. El sistema político vigente dota a la presidencia de una amplísima serie de poderes que nos coloca al borde de una democracia al revés, en la que los de arriba eligen a los de abajo, y no tienen que responder ante nadie. Rajoy se encuentra cómodo en ese esquema y confía en el tiempo, en que las cosas cambien y vuelvan a su ser, pero es improbable que los dioses le den otra oportunidad.

Debe estar preocupado con que su salida pueda no ser muy gloriosa, y eso le parecerá enormemente injusto porque, según ha confesado, no ha hecho nada demasiado malo. Protegido por pretorianos y aduladores, puede verse privado del mínimo sentido de la realidad necesario para sobrevivir con alguna dignidad, pero apostará, sin duda, por jugar las bazas que le quedan, por seguir siendo el capital principal de un partido cada vez más irresponsable e ingrávido. Como dicen sus exégetas, es lo que ha hecho hasta ahora, y a él, que es lo que importa, no le ha ido mal.

José Luis González Quirós es profesor de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos. Su último libro publicado es 'Introducción a la Lógica' (Editorial Noesis, 2016). Dirigente de UCD y del CDS, fue fundador y primer director de ' Cuadernos de pensamiento político', revista editada por la fundación FAES.

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