La pelota está en el corazón

Por Antoni Puigverd (LA VANGUARDIA, 03/10/05):

La cuadratura del círculo se ha consumado. El Estatut pactado por una extraordinaria mayoría de diputados (hay que repetirlo una y mil veces: por una extraordinaria mayoría) permite dos interpretaciones. Según la izquierda federalista (PSC, ICV), este nuevo marco jurídico servirá para reforzar la unidad española; para posibilitar el abrazo cordial entre miembros, distintos aunque iguales, de la familia española; para superar lo que hasta ahora, y en el mejor de los casos, no ha sido más que la resignada y antipática conllevancia de que habló Ortega y Gasset.

El abrazo que propugnó en su discurso Manuela de Madre debe fundamentarse, a partir de ahora, según argumentó el president Pasqual Maragall, en el reconocimiento español de las necesidades catalanas. Desde este punto de vista federal, los distintos miembros de la familia española deben revisar sus relaciones. Si durante este último cuarto de siglo democrático, Catalunya ha contribuido decisivamente al desarrollo de las regiones más desfavorecidas, ahora es el resto de España el que, asumiendo sus propias responsabilidades, debe comprender las necesidades catalanas. "Si me ayudas, te ayudo", repitió Maragall. El mundo globalizado se está construyendo sobre una red de megalópolis. Barcelona siempre ha tenido vocación de estar en primera fila y no tiene por qué renunciar a convertirse en un nódulo de esta gran red global. Cuenta con una sociedad laboriosa e imaginativa, cuenta con una magnífica posición geográfica, cuenta con un notable tejido productivo, pero está notando, en los últimos años, un lastre que frena artificialmente su ritmo de pedaleo y le impide mantenerse en carrera. No pide esta corriente federalista el extraño privilegio de los vascos, tan histórico como inexplicable en un Estado moderno y democrático. No pide este extraño privilegio que vasquistas y españolistas defienden al unísono incluso ante los charcos de sangre de las víctimas de ETA. No quieren los federalistas catalanes privilegios, perosí reconocimiento. Y sentido común español. Si la bicicleta catalana deja de pedalear y acaba fagocitada o desactivada por la fantástica irradiación territorial madrileña, España va a perder muchas energías económicas y la solidaridad que justamente reclaman las regiones necesitadas va a tener que pintarse al óleo.

Para los soberanistas de CiU y para los independentistas de ERC, este nuevo Estatut es un instrumento de signo muy distinto. Es una lanzadera situada en un espacio entre la tierra y la luna soñada que va a permitir, cuando llegue el momento oportuno, el vuelo definitivo hacia la soberanía final. Esta segunda interpretación es posible: el pacto la sanciona. Y perfectamente lícita, faltaría más (¿por qué iba a ser más lícita la visión neofalangista de España encar-nada por el aznarismo que la neoseparatista catalana encarnada por el nacionalismo?). Pero introduce unos elementos que dificultan enormemente el acercamiento afectuoso y familiar entre españoles.

¿Dónde está la lealtad?, se preguntan los políticos y partidos que se han comprometido, desde el resto de España, en la resolución del viejo pleito hispánico. El Partido Popular y su estruendoso entorno mediático atacan ya por tierra, mar y aire. Intentan sacar tajada del principal error del Estatut: ese lenguaje desconfiado y reticente que blinda obsesivamente competencias, que apela a sueños históricos, describe derechos inalienables y establece abstractos mecanismos de relación como si entre catalanes y españoles no existiera un enorme bagaje económico, cultural y sentimental común. Atención: el objetivo principal de los ataques no es el Estatut, sino los riñones de Rodríguez Zapatero. Va a ser ciertamente difícil defender desde el resto de España un proyecto en el que han contribuido, a partes iguales, los que quieren una España más unida en la diversidad y los que pretenden separarse gradualmente de ella. Pero las cosas son como son. Tres argumentos de factura muy diversa pueden contribuir a serenar los ánimos. En primer lugar, la seguridad jurídica que ofrece un Consell Consultiu en el que brilla con luz propia el jurista Viver i Pi- Suñer, que fue miembro del Constitucional y se ha ganado entre los de su gremio indiscutible fama. En segundo lugar, el recuerdo de la secuencia que conduce hasta la actual coyuntura.

El Estatut no responde a una supuesta maldad congénita del nacionalismo catalán. En buena parte es consecuencia del tremendismo radical y uniformista de Aznar. Si el Estatut fuera una piedra balcanizante (que, por supuesto, no lo es), alguien previamente e irresponsablemente habría tirado otras. ¿Acaso el españolismo, por ejemplo, no se sirvió de Carod-Rovira como fácil sparring de consumo interno hasta que consiguió situar al independentismo en cotas nunca vistas? La coyuntura exige, en tercer lugar, un cambio de perspectiva. Por una vez, es España la que está obligada a seducir a los catalanes. Los españoles de buena fe deben tomar la iniciativa del afecto. El catalanismo ha sido siempre pactista y razonable. Pero esta vez, a diferencia de otros momentos históricos, a diferencia de lo que acontenció en la transición, la iniciativa del diálogo debe proceder del corazón, no de la periferia de España. Una enorme mayoría de diputados pide una relación más laxa y cómoda. Tendrán razón o no, estos políticos, pero la historia de Catalunya demuestra, a diferencia de la trágica historia vasca, que la radicalización fogosa se calma, no con nuevas dosis de gasolina, sino con el agua de la comprensión y el afecto.