La pendiente del odio

El odio es un problema antiguo como la humanidad y actual como el periódico de cada mañana. La Real Academia lo define como «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea». No está mal, pero puede afinarse más. El objeto que suscita odio siempre es una persona o un grupo humano y la reacción suscitada es ciertamente aversiva, pero distinta de la mera antipatía. De ahí el deseo de causar algún mal al sujeto odiado. Sentimiento más duradero que otros, el odio debe su existencia a ciertos impulsos dañinos surgidos en las estructuras cerebrales más primitivas (las mismas que propician reacciones emocionales más simples como el miedo y la ira) y regulados por circuitos neuronales localizados en la parte más nueva del cerebro. A activar sentimientos de odio contribuyen las funciones psicológicas que permiten asimilar y producir las creencias con las que damos significado y valor al mundo y que inducen a clasificar a las personas en categorías contrapuestas, llevándonos a pensar en términos de «nosotros-ellos». Estas funciones importan porque los odios más peligrosos son colectivos y están basados en prejuicios y creencias estereotipadas que estigmatizan a ciertos grupos sociales. El odio da origen a muchos comportamientos violentos no solo porque genere deseos de agredir. También despierta otros sentimientos negativos (ira, miedo, resentimiento, asco, deseo de venganza), distorsiona la realidad (el que odia ve ofensas y conspiraciones por todas partes), impide empatizar con las personas odiadas y suspende los criterios morales que suavizan el trato personal. Por lo demás, los sentimientos de odio no siempre se traducen en violencia física, pudiendo incitar a provocar daños psicológicos u otros perjuicios.

Las veces en que el odio ha sido instrumentalizado con fines políticos son casi infinitas: para movilizar apoyos, distraer la atención de algún asunto, transferir responsabilidades morales, desestabilizar gobiernos, anular a disidentes y opositores, etc. Pero tales usos políticos no se improvisan. Requieren propagar toda clase de patrañas que exageren o inventen peligros, repartan culpas y encumbren a un partido o un líder redentor. Al fomentar la dialéctica amigo-enemigo, teorizada por el jurista nazi Carl Schmitt, el cultivo del odio ha permitido levantar y apuntalar regímenes totalitarios, pero puede pervertir asimismo el funcionamiento de las democracias. Desacreditar al adversario político en lugar de discutir ideas y proyectos no equivale a aplicar una política del odio, pero sienta las bases para hacerlo. Y el resultado de cambiar la crítica al oponente (respetuosa o áspera) por su demonización es sumamente desestabilizador, al extender la doble convicción de que sólo los gobiernos «propios» son legítimos y que todo lo que hacen los gobiernos «ajenos» es ilegítimo.

El odio ha cumplido un papel decisivo en la historia de España. En palabras de un testigo inteligente y fiable, el filósofo Julián Marías, la ruptura de la concordia que precipitó la última guerra civil se debió sobre todo «a la hostilidad de unos grupos por otros» y la intolerancia entre ellos. Mientras que la dictadura nunca dejaría de demonizar al bando perdedor (la «anti-España»). No obstante, al llegar la Transición y cobrar plena conciencia de los estragos que el odio había causado y los riesgos que entrañaba para el porvenir los españoles aparcaron los motivos para odiar. Pervivieron, sin embargo, algunas reservas de odio. De ellas provino el terrorismo y la insidiosa labor promovida por fuerzas nacionalistas para cultivar el rechazo a España, que desembocó en la tentativa de secesión ilegal ensayada en Cataluña en 2017. En cambio, pese a sus lógicas y legítimas diferencias, las fuerzas no nacionalistas continuaron esquivando el discurso del odio... hasta que algo cambió. No hay espacio para contarlo por extenso, pero desde 2003-2004 el ambiente político se polarizó enormemente. Todos los partidos y parte de la prensa contribuyeron, pero no en igual medida. Al proponer la izquierda un «cordón sanitario» que aislase al entonces único partido de centro-derecha, como si de una banda de apestados se tratara, y empeñarse en vincularlo a la memoria del franquismo, un lenguaje de trinchera volvió a colonizar la vida política española. La tendencia vino a agravarse luego con el nacimiento de un partido populista y antisistema que vive de estigmatizar a los políticos de centro y derecha, adjudicándoles toda suerte de malvados propósitos (¡todos fascistas!). Por su parte, la derecha, más fragmentada que la izquierda y habiendo engendrado un populismo propio cuya retórica inflamada tampoco es un canto a la concordia, está siendo sistemáticamente tentada a deslizarse también ella por la pendiente del odio: rampa resbaladiza de la que debería guardarse cualquier líder y partido responsable, de derecha, izquierda o mediopensionista. Aunque quizá lo más penoso sea ver cómo las políticas de odio, con sus infinitas y peligrosas mentiras, son admitidas, cuando no aplaudidas, por una porción importante de la sociedad española.

Luis de la Corte Ibáñez es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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