La pérdida ambigua

Cuando un ser querido desaparece sin dejar rastro, el conflicto resultante se llama “pérdida ambigua”: ¿estará muerto o acabará regresando? Cada uno cree con absoluta firmeza una cosa u otra. Nadie lo sabe, no hay certeza, pero los que quedan acaban dándole un sentido ambiguo al misterio. “Para mí está muerto” o “sé que algún día volverá”. La superación no consiste en cerrar el episodio, sino en encontrarle sentido.

Este es el eje sobre el que se sustenta una maravillosa obra de teatro, The Ferryman (El barquero). Escrita por Jez Butterworth y dirigida por Sam Mendes, se representa en el West End de Londres. No se precipiten a buscar entradas; no las encontrarán.

Me pasé las tres horas y cuarto de la función sin poder moverme de la butaca, asombrado, emocionado y dolorido. Subyugado. Todavía me pregunto cómo es posible manejar a más de veinte actores (con bebé de pecho incluido y siete u ocho niños y adolescentes moviéndose por un escenario de maldades y risas como si fueran hadas y elfos) sin que nada desentone, y que el camino armónico de la tragedia siga su curso inalterado. Una maravilla. O, como lo describe Sam Mendes, “una pequeña sonata irlandesa, música de cámara que acaba en gigantesco poema épico… en un escenario que es una cocina”. Tardará un tiempo en ocurrir en aquella cocina, pero al final se intuye que un aparcero de la finca, grande, patoso y simplón, será el Caronte, el Ferryman, que navega por la laguna Estigia acarreando las almas de los Carney, la familia de la obra, cerrando su periplo vital.

Quinn Carney, antiguo terrorista del IRA reconvertido, es el patriarca de esta familia campesina en Irlanda. Su hermano desapareció diez años atrás y nunca se supo más de él hasta el mismo momento en que empieza la obra: aparece con un tiro en la nuca enterrado en una ciénaga en la frontera de las dos Irlandas.

Tiempo de tragedia. Al dolor moral, a la angustia que plantea en la obra la disyuntiva de esperar o desesperar el retorno del desaparecido, se suma bruscamente el contexto histórico: es el momento, 1981, de la muerte escalonada de 10 presos del IRA en huelga de hambre para exigir la mejora de sus condiciones en la prisión, frente a la seca negativa de Margaret Thatcher. El primero fue Bobby Sands, que, justo antes de fallecer, había sido elegido para ocupar un escaño en la Cámara de los Comunes en Londres (espero que nadie vea heroicidad alguna en la huida de Puigdemont a Bruselas, una payasada cósmica. Aherrojados por la tiranía de Madrid, no he visto a Puigdemont o a Junqueras declararse en huelga de hambre; claro, como dentro de un par de semanas se vota libremente en Cataluña, no parece que haga falta).

Y en The Ferryman se abre de golpe la caja de Pandora. Sobrecoge lo inevitable del drama: averiguar quién mató al joven Carney desaparecido es casi superfluo. Ya se sabe quién ha sido: la sola aparición de uno de los líderes del IRA lo revela. Con sus frases amables y cargadas de amenaza, exige además silencio si la familia quiere seguir con su vida apacible. Todo ello, en medio de una poderosa peripecia sentimental.

De pronto, sentado en el patio de butacas del Gielgud Theatre de Londres, me asaltó la conexión inevitable: esta obra bien podría representarse en Madrid con un simple cambio de acrónimo: IRA por ETA. Los problemas de Irlanda y País Vasco eran radicalmente distintos entre sí y las aspiraciones de sus gentes no tenían nada que ver unas con otras. Pero la bestial metodología del terror fue la misma.

El primer personaje que aparece en escena en The Ferryman, es el sacerdote de la familia Carney, el padre Horrigan, un tipo tan blando y tan miserable como don Serapio, el cura sucio de Patria de Fernando Aramburu. Recordé sus charlas a media voz, sus ánimos traidores que tanto me enfurecieron cuando leía la novela. El padre Horrigan hace lo mismo aunque, al menos, Quinn Carney tiene el valor de echarlo de casa.

¿Y el asesinato de su hermano? ¿Y el de Yoyes? La misma mano, la misma ideología cerril teñida de sangre; y ahora debes callarte por el bien de Irlanda, por el bien de la patria vasca. Da igual. Afortunadamente, las ideologías excluyentes acaban en la papelera de la historia. Pero no sin antes causar un daño irremediable. Y esta es una pérdida en la que no hay ambigüedad alguna.

Fernando Schwartz es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *