El 29 de mayo de 1453 el sultán otomano Mehmet II toma Constantinopla al asalto. Luego caerán los últimos focos de resistencia griega: Atenas (1456), Mistra (1460), Trebisonda (1461). La primera acción del déspota turco es entrarse a caballo hasta Santa Sofía (la Sagrada Sabiduría), tomar posesión de la misma y anunciar que, de inmediato, se convertiría en mezquita. Como prueba y constancia, un imán subió al púlpito y gritó la shahada o profesión de fe islámica («No hay más Dios que Allah y Mahoma es su Enviado»). En el pillaje y matanza que acompañaron a la conquista murieron el cónsul catalán, Pere Juliá, junto a varios compatriotas, así como don Francisco de Toledo, que se decía primo del emperador, Constantino Paleólogo, y a cuyo lado pereció combatiendo en la defensa de la muralla. Ardieron las grandes bibliotecas de templos y monasterios y durante el saqueo, atroz, los turcos se ensañaron en el escarnio de crucifijos e imágenes, una vez robada la pedrería que portasen.
En realidad, los conquistadores no hicieron nada fuera de lo esperable, a tenor de las ideas circulantes en el imaginario musulmán: «Las iglesias [en Constantinopla] son también sucias y no hay nada bueno en ellas», sentencia el tangerino Ibn Battuta en el curso de su visita a la ciudad en 1334. Su desdén por Santa Sofía es tanto que llega a declarar no haberse molestado en visitarla: «No describiré más que la parte exterior, pues no la he visto por dentro», aunque no deja de fijarse en banalidades folclóricas como «No dejan entrar a nadie que no se arrodille ante la gran cruz que tienen allí. Pretenden que es lo que queda del madero donde fue crucificado el hombre que se parecía a Jesús». [Según Corán III-55, Jesús fue reemplazado por un doble].
Desde el principio, el sultán quiso sentar las bases de relación con sus futuros súbditos griegos ortodoxos -en la actualidad, menos del 1% de la población de Turquía-, una vez amainaron saqueos y asesinatos. En los distritos que se rindieron sin combatir se aplicó la modalidad jurídica sulh, impuesta desde los comienzos del islam: la constitución de una Millet, una comunidad tolerada que mantuviera una cierta autonomía interna, como se había hecho en al-Andalus, pero sumisa globalmente ante los poderes islámicos, en el pago de tributos, en las prohibiciones indumentarias, restauración de edificios, toque de campanas, portar armas, montar a caballo en ciudad habitada por musulmanes y, por supuesto, en la rígida -y peligrosa, si se contravenía- separación de las mujeres musulmanas de los cristianos. Para dirigir y controlar tal comunidad Mehmet designó patriarca al monje Jorge Scholarios Gennadio (feroz antiunionista con la Iglesia romana), entregándole la iglesia de los Santos Apóstoles como su sede, pero al año siguiente Gennadio, por las coacciones de los musulmanes vecinos la abandonó y se trasladó al monasterio de Pammacaristos, en el barrio de Fanar, que continuó siendo sede patriarcal hasta 1586, cuando Murad III dispuso que también se convirtiera en mezquita, suerte que corrieron casi todos los templos cristianos de la urbe. En el siglo XVIII, sólo subsistían tres reductos ortodoxos: Santa María de los Mongoles, San Demetrio Canavou y San Jorge de los Cipreses.
De nada había servido que en 1451, dos años antes de la toma de Constantinopla, el sultán hubiera jurado, sobre el Corán y ante los embajadores bizantinos, que respetaría la integridad de Bizancio y sus territorios. Paralelamente, hoy en día se proclama la chistosa Alianza de Civilizaciones y a continuación se recupera para el culto islámico el edificio que Atatürk convirtiera en museo, poco enterado, al parecer, el padrecito de los turcos de qué clase de país tenía debajo, cambiando la realidad por sus sueños laicos y modernizadores. Y quienes hemos tenido la suerte de contemplar Santa Sofía en su estado de mero monumento antes de la reocupación islámica, podemos darnos por bien pagados: los destrozos no tardarán en llegar y, de momento, ya se está aplicando la incompatibilidad de imágenes cristianas con culto musulmán. Algo que desconocen (literalmente) tantos «teólogos» aficionados que rondan en la tropa de la progresía hispana cuando proponen, sin saber de lo que hablan, que la catedral de Córdoba, antigua mezquita, se transmute en templo multirreligioso, arbitrismo fácil de pergeñar para quien carece de creencia religiosa alguna.
Pese a todo lo anterior, debemos estar agradecidos a Erdogan: caretas fuera y vuelta al siglo XV, cuando fray Juan de Segovia, como fray Hernando de Talavera y cuantos les siguieron en tal vía, fracasaban en los intentos de aproximación dialogante al islam. Con su patada al tenderete Erdogan liquida la gloriosa Alianza de Civilizaciones (con el sabroso y retórico chiringuito de Moratinos colgado de la brocha), las piruetas de la diplomacia vaticana para convencernos de que los tigres son vegetarianos y las hueras invocaciones al ecumenismo de tanto diálogo islamo-cristiano, de tanto congreso, de tanto viaje turístico. Y entérense de una vez: los primeros que no admitirían una catedral-mezquita de Córdoba multiusos serían los musulmanes. Y tendrían razón, desde su punto de vista: o todo, o nada.
Sin embargo, la situación de la Europa actual recuerda en algún sentido la del siglo XV respecto a Constantinopla, los turcos y la necesidad de ayudar en serio a que no desapareciese el imperio romano de Oriente y con él la cristiandad oriental -en estos instantes en riesgo de exterminio total-, felices los príncipes europeos con que otro -Tamorlán- les resolviese el problema atacando a los turcos desde el este en 1400, o con las declaraciones protocolarias de amor y concordia que dirigía Mehmet II desde su entronización. Lo resume bien Steven Runciman: «...ningún soberano occidental se inquietaba por tener que salir de nuevo a luchar contra los turcos. Era más agradable creer que no había necesidad de ello».
El contrapunto a la toma de Constantinopla fue la de Granada en 1492. No sería malo que, en nuestros días, el portazo de Santa Sofía reciba la respuesta, pacífica pero firme, de hacer olvidar cualquier veleidad islamizante contra la Catedral de Córdoba.
Serafín Fanjul es numerario de la Real Academia de la Historia. Emérito de la Universidad San Pablo-CEU.