La perpetuación de la crisis europea

El acuerdo para el rescate de Chipre marca una divisoria en el desarrollo de la crisis de la eurozona: la responsabilidad de resolver los problemas de los bancos se transfirió de los contribuyentes a los inversores privados y a los depositantes. Pero las cuantiosas pérdidas que sufrirán los titulares de cuentas en bancos chipriotas atentan contra las garantías de depósito que forman parte de la propuesta de unión bancaria para Europa; al mismo tiempo, los controles al movimiento de capitales debilitarán aun más los cimientos de la unión monetaria. Parece que Europa está dando vueltas como un perro detrás de su cola.

Con estas medidas, Alemania y los otros países del núcleo de la eurozona envían señales de que una mutualización de deudas dentro de la unión monetaria está descartada y de que el costo de los acuerdos de rescate de países o instituciones financieras será compartido con los acreedores. Pero el aumento de la incertidumbre sobre la seguridad de los depósitos provocará un alza de los tipos de interés y profundizará la recesión europea; también puede ocurrir que estimule la salida de capitales desde las economías periféricas más débiles hacia los países centrales.

Estos cambios pueden tener consecuencias de largo alcance. El modelo alemán para la solución de la crisis de deuda y la recuperación del equilibrio interno y externo depende de la consolidación fiscal y de la implementación de reformas estructurales en los países deficitarios. Pero si todos los países recortan el gasto y aumentan los impuestos al mismo tiempo, en un intento de mejorar su situación fiscal o externa, ninguno lo conseguirá, porque las medidas de austeridad en un país cualquiera suponen menos demanda para la producción en los otros países, con lo que los desequilibrios internos y externos se perpetúan. Y la transferencia de costos a los acreedores agravará estas tendencias.

Además, una profundización y prolongación de la recesión restará apoyo a las reformas, ya que los gobiernos no podrán convencer a sus ciudadanos de que los sacrificios actuales son para asegurar un futuro mejor. Las privatizaciones, la liberalización de mercados, la desregulación de profesiones restringidas y la reducción del tamaño del Estado crean conflictos con intereses creados poderosos (por ejemplo, empresas pertenecientes a sectores protegidos, sindicatos de trabajadores públicos o grupos de presión con influencia). La solución de estos conflictos demanda alianzas entre los diversos sectores sociales, pero el descontento, el desorden público y la inestabilidad política invariablemente dificultan su concreción.

Como ejemplo del grado de toxicidad alcanzado por la asociación entre medidas de austeridad y políticas reformistas puede citarse la elección celebrada hace pocas semanas en Italia. La rabia contra la austeridad acabó con el programa reformista del saliente gobierno tecnocrático de Mario Monti y dejó a Italia sumida en la incertidumbre sobre su futuro y posponiendo la solución de sus problemas. Ahora parece que la misma situación se repite en Grecia, donde la gravedad de la recesión causada por la política de austeridad (con una caída del 25% en la producción a lo largo de cinco años y un nivel de desempleo que llegó al 27%) tiene paralizado al gobierno reformista de centroderecha.

Los defectos de esta estrategia son evidentes. En primer lugar, las autoridades de la eurozona no comprendieron la causa real de la crisis de deuda: esta se originó, más que nada, por la creciente brecha de competitividad entre el núcleo y la periferia de la eurozona. Esta divergencia produjo desequilibrios en el sector privado de la economía, que luego se trasladaron a los bancos y, finalmente, se convirtieron en crisis de deuda pública. En este panorama, la prodigalidad fiscal de Grecia fue una excepción más que la regla.

De hecho, a diferencia de Estados Unidos, las autoridades de la eurozona fueron lentas en consolidar el sistema bancario después del estallido de la crisis financiera mundial en 2008 y no lograron cortar el vínculo entre las cuentas públicas y las de los bancos. Tampoco se esforzaron en implementar reformas estructurales, sino que insistieron en imponer en todas partes una severa política de austeridad.

En segundo lugar, los efectos de las medidas de austeridad se agravaron por buscar metas de déficit fiscal nominales en vez de estructurales. Lo correcto sería alentar a los países con mejor posición fiscal (es decir, menos déficit estructural) a adoptar políticas más expansivas que ayuden a incrementar la demanda general. También se podría aumentar significativamente la capacidad de préstamo del Banco Europeo de Inversiones y movilizar fondos estructurales de la Unión Europea para financiar proyectos de inversión en las economías de la periferia.

En tercer lugar, cuando en agosto de este año el Banco Central Europeo anunció el programa de “transacciones monetarias directas” (que supone garantizar las deudas públicas de los estados miembros de la eurozona a cambio de la implementación de ciertas políticas), ese anuncio contribuyó en gran medida a calmar la turbulencia financiera en la eurozona. Pero el plan de TMD no se reforzó con una reducción de los tipos de interés clave, que aumentaría la inflación en los países centrales con superávit externo y de ese modo ayudaría a cerrar la brecha de competitividad con la periferia. La cuestión principal es que las medidas de política monetaria no enfrentan el problema subyacente: la falta de demanda.

En último lugar (pero no es lo menos importante), las autoridades de la eurozona calcularon mal el factor confianza. En teoría, la implementación simultánea de medidas de consolidación fiscal y reformas del lado de la oferta debería facilitar la recuperación económica, al aumentar la confianza de los consumidores y los inversores y, por consiguiente, alentar el gasto y la producción. Pero en una unión monetaria imperfecta (como la eurozona), donde la aparición continua de fallas sistémicas erosiona la confianza, puede suceder que esas mismas políticas, en vez de aumentar el gasto, solo consigan incentivar el atesoramiento y la salida de capitales.

Las fallas de la eurozona reflejan la distancia conceptual que la separa de Estados Unidos, único modelo de unión monetaria que funciona bien; un modelo que Europa, por razones históricas, no puede imitar. Pero para que la eurozona funcione, es preciso que la unificación monetaria se extienda a los ámbitos fiscal y financiero, con lo que se crearía una unión económica integral.

Cuanto más pospongan las autoridades europeas la introducción de eurobonos, la creación de una unión bancaria y fiscal efectiva y la conversión del BCE en prestamista de última instancia, más durará la crisis. En la práctica, lo que hizo la eurozona en Chipre equivale a incumplir con la garantía de depósitos y constituye un retroceso en el proyecto de unión bancaria.

Mientras se siga una estrategia que al mismo tiempo que profundiza la recesión debilita la confianza, no habrá solución para la crisis de deuda. Los problemas de financiación en las economías en recesión se repetirán y habrá gobiernos que tal vez se opongan a la política de trasladar pérdidas a acreedores y depositantes. La agitación pública y la desestabilización política podrían agravarse y convertirse en crisis financieras y sociales que, en algún momento, pondrán en riesgo la supervivencia de la unión monetaria.

En síntesis, la “solución” de la crisis chipriota no resuelve para nada los problemas de la eurozona. A menos que las autoridades adopten (y pronto) una estrategia para el crecimiento, el futuro de la eurozona será cada vez más sombrío.

Yannos Papantoniou, a former economy and finance minister of Greece (1994-2001), is President of the Center for Progressive Policy Research (KEPP). Traducción: Esteban Flamini.

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