Todavía ignoro el porqué llegué a los Balcanes en 1993, en pleno fregado yugoslavo. Nunca he ido de héroe ni de salvamundos. Sin embargo, ahí estaba tras un vuelo en un Hércules C-130 del Ejército del Aire español que aterrizaba en Divulje, cerca de Split. Cuando me informaron de mi zona de trabajo en un mapa sobre el que se había superpuesto un plástico donde se trazaban con rotulador las diferentes líneas de movimiento de tropas, la roja del frente de combate la veía muy cerca de la que iba ser mi casa. Demasiado. Estaba en una retaguardia a donde llegaban los helicópteros medicalizados y furgones frigoríficos con cadáveres de soldados provenientes de esa delgada línea roja. Desde Split, la ruta del Neretva que llevaba a Sarajevo, se veía aparentemente lejos.
No sabía pronunciar siquiera el nombre del aeródromo donde había llegado con más miedo que vergüenza, con frío en todo el cuerpo y los oídos aún zumbando. Desde luego no había sido el transporte más cómodo a no ser que fueras un fardo sobre un palé. Pronto me daría cuenta que hacerlo en un viejo Nissan Patrol por carreteras destrozadas, sin señalizar, con trayectos de horas llenos de tensión atravesando pueblos devastados que, inevitablemente, ahora recuerdo en blanco y negro como cualquier documental sobre la Segunda Guerra Mundial, no era mucho mejor. Pero no estábamos en los años 40. Estábamos saliendo del siglo más sangriento de la Historia de la Humanidad. Y por todo lo alto.
Lo que las agrupaciones tácticas, corresponsales y cooperantes españoles vivimos allí, no se podía definir como surrealista. Era, simplemente, el mal. Lo peor del ser humano. El horror. Y el corazón de las tinieblas estaba en el centro de Bosnia. Su capital. Sarajevo. Para llegar a ella, la ruta pasaba por localidades como Medjugorje, Mostar o Jablanica. Policías sacados de un álbum de Tintín en Borduria; soldados desaliñados portando AK-47 en cada check-point; coches reventados por las minas a los lados de los caminos; gente con la mirada perdida y desconfiada; viejos que ya habían agotado las lágrimas entre sus caras surcadas por arrugas profundas; niños crueles cuyo concepto del bien y del mal había dejado de tener sentido; y sobre todo, perros de miradas tristes y rabos entre las piernas.
Lo confieso. Estos animales, muchas veces despanzurrados sobre el agrietado asfalto, otras sacrificados como diversión probando puntería, como aquella perra reventada donde los cachorros vivos intentaban aún mamar inútilmente, fue de las cosas que más me impresionó. No se confundan. Sé de sobra diferenciar un ser racional de uno irracional. Pero en una guerra esa dicotomía cambia entre víctimas y verdugos. Y al menos entre las primeras, los bípedos eran conscientes de la locura en que les habían metido odios ancestrales, luchas de poder, y rencillas nacionalistas absurdas. Sin embargo, pocas miradas me impresionaron más que la de los perros que vagaban sin sus dueños. Puede que asesinados. Tal vez abandonados. Viviendo sin ser capaces de entender qué ocurría gracias a los animales racionales que habían sido otrora, bien sus amos, bien sus vecinos. Seguramente los últimos los matarifes de los primeros.
Miradas que se te clavaban en el alma como pocas, pues sentías que te preguntaban «¿por qué, por qué?». Eso nos preguntábamos también todos los que allí nos vimos y coincidíamos, ora en el decadente Hotel Bellevue de Split, ora en el triste Ero de Mostar, ora en el agujereado Holiday Inn de Sarajevo. Veteranos y bisoños. Algunos con «la mirada de los mil metros». Cada uno con sus historias que no querían compartir. Sólo unos copazos de un infame Ballantine’s destilado quién sabe dónde, una ginebra que ahora sería despreciada en cualquiera de los lugares donde hacen gintónics como si en vez de combinados hicieran alquimia de diseño bebestible, o los diferentes aguardientes locales llamadas rakijas, que te limpiaban tanto el estómago como para poder ser capaz de comerte un Casco Azul con patatas fritas. Siempre que no fuera español, pues parecían los únicos que se habían tomado su misión en serio.
Ciertos viajes estaban amenizados con la posibilidad de que te cayera la noche antes de llegar a tu destino y, por tanto, elegir entre circular sin luces y pegártela en cualquier curva, o llevarlas y conducir a toda velocidad para que los que manejaban obuses no les diera por decidir probar suerte con un blanco móvil. De día, no era mejor idea el circular a lo que las acribilladas señales de tráfico te indicaban, pues los francotiradores no iban a dejar de pasar una oportunidad como esa, por más que hubieras empapelado tu coche con cinta americana para poner TV o PRESS bien grande, o pegatinas enormes con «Humanitarna Pomo» (ayuda humanitaria) inútilmente visibles.
Circular por calles propias de un escenario postapocalíptico. Vacías. Sin gente. Sin vida. Hasta que un ladrido lastimero indicó que alguna había. Miradas dentro del coche. Sniper Avenue no era el mejor sitio para parar y menos para recoger a un chucho. Se abrió el portón trasero del Nissan. Se desaceleró. Y no tuvo más que entender ese animal sucio e irracional para que, huyendo del miedo, entrara de un salto en el vehículo de unos desconocidos. Era una perra de tipo cazador, mezcla de pointer y perdiguero. Estaba aterrada. Sin embargo, enseguida se acurrucó en el asiento de atrás. Como si hubiera viajado siempre en ese sitio.
De vuelta a Split, tras un buen lavado, se convirtió en la mascota de todos los cooperantes. Sus ojos volvían a brillar. A cada uno que se acercaba a la sede del terreno de esa ONG, sus ladridos eran todo alegría, sus saltos de juegos al recién llegado, toda una invitación a caricias y lametones. Era el agradecimiento personificado. Con todos. Pues había vivido en el infierno como un cerbero, y ahora reconocía que también entre los hombres había algo más que locura desatada y crueldad. En estos tiempos de peste vírica, las palabras de la obra de Camus me vienen a la cabeza: «En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». Cuando me tocó vivir otras emergencias complejas como cooperante, o como las que estamos sufriendo ahora todos, siempre se me viene a la cabeza aquella perra de Sarajevo. No sé por qué. Tal vez por el nombre que le pusimos en inglés. «Hope». Esperanza. Tal vez sea por eso…
Javier Santamarta del Pozo es politólogo y escritor.