La pertinaz sequía de la generación millennial

Existe algo más deseado entre los escritores de cualquier generación que la gloria literaria, que esa mezcla equilibrada de prestigio entre los críticos y celebridad entre los no lectores. Algo más valioso incluso que unos cuantos enemigos incansables (que, como sabemos, pueden mediante su inquina multiplicar el alcance de cualquier autor y convertir al anónimo en maldito).

Es el porvenir soñado por casi cualquier intelectual español y consiste en cuidar, de nueve a tres, de un par de plantas de interior en el despacho más recóndito y oscuro de una secretaría de estado irrelevante. Al fin y al cabo, de poco le sirvió a Baudelaire pasear por el París de Baudelaire, sobre todo porque ninguno de sus vecinos se enteró a tiempo de que aquella ciudad y sus puentes sobre el Sena pertenecieron durante algunos años a un espectro flacucho que escribía poemas sobre las prostitutas. Galdós tuvo más suerte y gozó en vida de su propio Madrid y, un día después, de un entierro multitudinario, pero incluso su consideración parece poca comparada con lo que suponen catorce pagas puntuales y un buen horario cuando esto, además, se ha obtenido sin engorrosas oposiciones de por medio y no causa más trastorno ni cansancio que el de repetir un par de consignas en los cafés. Si durante el franquismo, desde aquellas catacumbas ministeriales todos los males eran atribuidos a «los estragos causados por el temporal» y la «pertinaz sequía» se encargaba del resto, mi generación hoy dispone de sus propias tormentas fantasmales y quiméricas, dispuestas a descargar rayos y truenos –estos bien reales– sobre quien dude de ellas.

No es mi intención negar la estadística (la vivienda nos cuesta, proporcionalmente y en forma de esfuerzo, cuatro veces más que a nuestros padres o abuelos; es decir, si un piso antes se pagaba con cinco Ford Fiesta ese mismo piso hoy costaría 20 cochecillos simpáticos y prácticos y quizá por eso se están dejando de vender los Ford Fiesta –y los Corsas y los Ibizas–) ni acallar ninguna voz. Tampoco es mi intención contradecir el relato –nosotros, las desvalidas víctimas de dos crisis sucesivas– que los medios radian continuamente sobre nuestra generación, porque contiene varias verdades que yo también padezco. No deseo ofrecer argumentos a quienes, ya desde la Grecia Antigua, consideran ofensiva la juventud. Pero sí que me gustaría, precisamente para, como diría el filósofo allende las montañas, triturar algunos mitos sobre nosotros, ecualizar la pesada canción coral Somos los millenials de la que algunos –como Bob Dylan cantando el We are the World– comenzamos a hartarnos.

Los problemas que lastran nuestras vidas son graves: el paro, los salarios bajos, la inestabilidad laboral, el difícil acceso a la vivienda, por no hablar de la catástrofe climática que amenaza, en el peor de los casos, con convertir la crisis del coronavirus en una anécdota.

Los problemas que, sin embargo, suelen mencionar mis compañeros, en su lucha incesante por ganar prestigio social, son más bien leves, un sol benévolo que, aplicando la crema adecuada, ofrece un moreno saludable, tuesta la piel y no abrasa: una antología de poetas o un congreso presenta el mismo número de hombres que de mujeres (¡descarada y cruel maniobra machista para disimular el machismo!), las notas tan buenas que yo sacaba y lo poco que me han felicitado, qué fatigas cuando me miran en la discoteca y menuda angustia me provoca tanto Lexatin durante las resacas.

Cuando se averió el viejo ascensor social (ese que elevó junto a su talento, por ejemplo, y merece la pena citar a los tres porque sus pueblos suenan a romance antiguo, a Andrés Trapiello, Rafael Chirbes y Federico Jiménez Losantos desde Manzaneda de Torío, Tavernes de Valldigna y Orihuela del Tremedal, respectivamente, hasta el cielo de nuestra cultura), muchos nos dejamos seducir por un nuevo dispositivo que prometía –entre círculos y asambleas– restituir la movilidad perdida.

Con el tiempo hemos descubierto que los populistas pusieron en marcha un mecanismo en el que solo ascienden quienes, en la práctica y con sus acciones, contradicen rigurosamente cuanto defienden o afirman. Así, sería feminista quien no es capaz de relacionarse con sus colaboradoras de manera exclusivamente profesional, demócrata el que castiga a un coronel que respeta la separación de poderes y progresista quien alienta esos proyectos de desigualdad, reaccionarios y excluyentes, que son los nacionalismos catalán y vasco.

Mientras tanto, los jóvenes nos buscamos adicciones paralizantes o nos refugiamos en una cultura pop narcótica e inofensiva –los youtubers encajan en las dos categorías–. Hace tiempo que hemos renunciado a hablar de la revolución en habitaciones mal ventiladas, a las noches y las discusiones interminables con olor a tomate frito y a tabaco de liar. Comprendemos que ya no habrá triunfales heroínas rojas pintadas por Eugène Delacroix porque tenemos mucho que rescatar de entre lo cotidiano–empezando por la sanidad y la educación públicas–, pero cerramos los ojos ante el desgaste, ante la erosión progresiva e incansable de buena parte de lo que sostiene, dota y articula –un Estado fuerte, eficaz y democrático– a esa sanidad y esa educación que tanto queremos conservar y mejorar.

A veces nos indignamos y levantamos la voz, pero casi siempre lo hacemos por remilgos morales contra las osadías de nuestros mayores (la letra de una canción, un chiste en una película de Woody Allen, ayer cuestionaban la obra de un filósofo porque consume porno) y es que en esto sí que estamos innovando: somos la primera generación que está deseando que sus padres se acuesten para que no alboroten más.

Menos mal que todo forma parte de un plan: por cada libro en primera persona, salpicado de palabras clave (aunque no alcance más que a narrar torpemente un verano simplón), por cada artículo sobre la fértil relación entre Sálvame y la izquierda, por cada tuit sobre lo guapo que es Fernando Simón, se está un par de pasos más cerca del despacho. Y una vez allí –lo mismo son 30.000 o 40.000 fallecidos, la economía devastada o la incapacidad para hacer un recuento– si se te mueren las plantas por un descuido, siempre podrás culpar a la pertinaz sequía.

Enrique Rey es escritor.

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