En el invierno de 1833-1834 John Quincy Adams fundó el partido Whig en oposición a Andrew Jackson, entonces presidente y demócrata como él –ocupó la Presidencia entre 1825-1829–. Cuatro candidatos de aquel partido lograron alcanzar la Presidencia en elecciones posteriores, pero el asunto de la esclavitud lo fraccionó entre los antiesclavistas del norte y los proesclavistas del sur. El resultado fue el nacimiento en 1850 del actual Partido Republicano –de izquierdas y antiesclavista en oposición a los derechistas demócratas– que tuvo en Abraham Lincoln su primer presidente.
La existencia del Partido Republicano, pese a no colocar un solo presidente en la Casa Blanca entre 1933-1953, ha transcurrido durante más de siglo y medio sin especiales sobresaltos, más allá de veleidades como la de Ross Perot en la década de los 90. Sin embargo, la historia del GOP –Grand Old Party– como es popularmente referido, puede estar a punto de cambiar por mor de un presidente que nunca fue ni se comportó como un auténtico republicano. Durante sus cuatro años de mandato las continuas necedades del actual presidente suponían una reiterada confrontación con las políticas liberales tradicionales en el republicanismo impulsadas por Ronald Reagan. En cierta forma los acontecimientos del pasado 6 de enero en el Capitolio fueron la puesta en escena de la singular personalidad, en el mejor de los casos, de quien los provocó.
En estos momentos, los demócratas, con Nancy Pelosi a la cabeza, propugnan la destitución del presidente ya sea en aplicación de la Enmienda 25 de su Constitución o vía impeachment. Más allá de los últimos acontecimientos sobran motivos para que cualquier político de bien, sea de uno u otro partido, castiguen la ignominia de quien ha regido su país desde la prepotencia y en no pocas ocasiones bravuconería; de quien ha polarizado la sociedad norteamericana llevándola a unos niveles de enfrentamiento desconocidos desde la Guerra de Secesión.
El postrero comportamiento de Donald Trump bien merece, per se, tan vergonzante desenlace tras una legislatura más propia de un exaltado antisistema, despreciando elementales principios democráticos, que del hombre más poderoso del mundo. Durante su mandato, Trump ha dejado un reguero de cadáveres políticos que tuvo en Rex Tillerson la primera baja y ha colocado a Mike Pence –al ser un cargo electo no puede destituirle– , en su última diana; un buen número de influyentes políticos republicanos –Mitt Romney, Mitch McConnell…–, avergonzados por los acontecimientos, estigmatizan a su presidente; colaboradores y miembros del gabinete se distancian de su jefe condenando lo que él ha fomentado; y la maltratada y menospreciada prensa pida su cabeza en bandeja de plata. Sin embargo, si los republicanos aceptan el caramelo envenenado que les ofrece Pelosi –necesita sus votos para culminar con éxito la destitución– cometerán un grave error. Tampoco resultaría beneficioso para Joe Biden, pese a las duras acusaciones lanzadas contra su antecesor en el cargo. Más allá de que una destitución ensombrecería su toma de posesión –Trump ha anunciado que no asistirá en lo que es una nueva e inédita descortesía política–, su apoyo a tal proceso daría al traste con el primero y más urgente de sus cometidos: cicatrizar el desgarro social.
Dudo que los republicanos secunden la moción propuesta. En caso de prestar su necesario apoyo correrían el peligro de, paradójicamente, convertir en víctima a quien ha sido peor presidente en la historia democrática de los Estados Unidos, y supondría el inicio de una nueva y prolongada travesía del desierto como la referida de los 30 y 40 del siglo pasado. En el peor escenario podrían estar cavando su propia tumba.
Más allá de los despropósitos, resulta innegable que durante sus cuatro años de mandato el Gobierno trumpista ha tenido sus aspectos positivos: los índices de desempleo se han reducido a porcentajes desconocidos y la pujanza económica ha llevado a Wall Street hasta máximos históricos. Trump obtuvo en las pasadas elecciones de 2020 un respaldo mayor que las celebradas en 2016 –cifrado en 15.000.000 de votos más–. También se constata que en los momentos de menor popularidad, inferior al 40%, sus erráticas actuaciones continuaban siendo respaldadas y avaladas por el 90% de sus votantes. Decenas de millones de estadounidenses republicanos continúan apoyando fielmente a su presidente, y un 45% de simpatizantes republicanos no condenen el ya conocido como Asalto al Congreso. Estos fanatizados seguidores han comulgado con todos y cada uno de los dislates de su mesías, y la crucifixión que supondría su destitución lo convertiría en un mártir de la causa.
El hecho de que, tras haber sido evacuadas, las cámaras continuaran debatiendo la legalidad de los resultados electorales en cuatro Estados, es visto como una fortaleza democrática; pero el resultado refleja la influencia que Trump todavía tiene dentro de amplios segmentos del partido. Muchos congresistas republicanos son plenamente consencientes de que su reelección en las elecciones de mitad de mandato dentro de dos años depende, precisamente, de su posicionamiento pro o anti Trump en estos momentos tan críticos.
De distinta índole es la relación que Trump mantendrá en el futuro con su actual partido. A estas alturas una futurible candidatura de Trump o sus allegados resulta prácticamente imposible. Tal eventualidad supondría dentro del Partido Republicano una ruptura idéntica a la que el mismo protagonista ha propiciado en la sociedad norteamericana. El resultado sería similar a lo acontecido entre Hillary Clinton y Bernie Sanders entre los demócratas en 2016 con el resultado por todos conocido.
Destacados republicanos solicitan la voluntaria dimisión de Trump en la misma línea de Nixon en 1974. Conociéndole, tal opción está más próxima a lo imposible que lo improbable, máxime si pretende crear su propio partido como ya se especula. No resulta aventurado afirmar que tal hipótesis se sustanciaría definitivamente en caso de prosperar su destitución. Si así acontece los daños infringidos al partido serían de consideración, tanto por la sangría de votos que ello supondría, como por el desmantelamiento de estructuras en estados tradicionalmente conservadores. Gobernadores, senadores y representantes que deben su puesto al actual presidente se alistarían de inmediato en las filas de la nueva formación. En cualquier caso, esta opción tiene innegables visos de producirse sea cual fuere finalmente el desenlace.
Este es el dilema en el que se encuentra el partido, y la resolución se antoja harto complicada. Su complacencia, o cuando menos aquiescencia, con las decisiones en ocasiones estrafalarias y habitualmente polémicas e incomprensibles de su líder ha propiciado esta delicada situación que les ha llevado al escabroso punto en que se encuentran. Como diría un castizo, quien siembra vientos recoge tempestades, aunque otro consideraría más oportuno aquel de en el pecado llevan la penitencia. Una candidatura encabezada por un Trump tendría escasas o nulas posibilidades de éxito en los próximos comicios presidenciales… eso mismo pensamos cuando el caprichoso magnate Donald Trump se postuló como candidato a las primarias en 2016.
Que un republicano –Paul Ryan, Marco Rubio…– vuelva a ocupar el Despacho Oval dentro de cuatro años dependerá, más allá de las actuaciones demócratas durante la legislatura a punto de comenzar, de su capacidad de reconducir al partido a los mismos principios liberales que forjaron su esencia ideológica y lo convirtieron en lo que siempre fue… y también del camino de salida que tomen en esta perversa encrucijada a la que ellos solos se han encaminado.
En caso contrario, pueden correr la misma suerte que finiquitó al partido Whig del que nacieron.
José Antonio Gurpegui es catedrático de Estudios Norteamericanos del Instituto Franklin-UAH.