La perversión del espacio público en televisión

Las fórmulas televisivas surgidas en los años ochenta, adscritas a lo que Umberto Eco denominó neotelevisión, tuvieron una incidencia determinante en formatos tradicionales como el debate o la tertulia. El resultado fue una absoluta devaluación del valor de la palabra. Cuando las cadenas de televisión encumbraron las conversaciones de patio de vecinos y convirtieron en protagonistas a sujetos sin más enjundia que la de hacerse oír a gritos, pervirtieron no solo el papel de la oratoria, sino la construcción dialogada de las ideas. De ahí que, desde entonces, las opiniones fundadas, los debates sosegados se hayan convertido en cuerpos extraños para el medio televisivo.

A raíz de la crisis económica las tertulias televisivas han reverdecido con un nuevo foco de interés: la acción política. Su función parece clara: glosar la actualidad, discutir y polarizar cualquier asunto a modo de lenitivo, ante una ciudadanía desorientada que busca respuestas. Sin embargo, la mayoría de estos espacios están poblados por una suerte de opinatodo que peregrina de unos programas a otros con la misma cantinela. Es decir, polemistas, discutidores y hasta mercenarios de la palabra que poseen el don de saber de todo (que es justamente no saber nada). Porque los protagonistas de estos espacios hablan con la seguridad de poseer una autoridad basada en el sentido común, en ideas banales que simplifican los problemas pero parecen resolverlos. Es, claro está, una impostura que juega a convertirse en oráculo y, al tiempo, conformar una opinión pública a la que simulan prestar su voz. De hecho, la profusión de estos talk-shows y la reiteración de sus pautas revelan un afán por ocupar y ocluir esa esfera pública que en su momento definió Habermas.

Pero buena parte del éxito de audiencia de estos espacios se debe no tanto a lo que se dice como a su escenificación en un dispositivo dual llamado a colisionar: cualquier asunto se dirime en términos antitéticos, a favor o en contra. El pluralismo, los matices, los aspectos positivos y negativos de una misma cosa, encajan mal con un reparto de papeles donde o estás conmigo o contra mí. En este sentido, reproducen la fórmula de la neopolítica al plantearse, como diría Chantal Mouffe, en términos morales: entre el bien y el mal.

El resultado final es la ulceración de la polémica. Disentir y rebatir es parte de los mecanismos del debate, pero lo que aflora aquí es una sistemática negación del espacio de la escucha. Interrumpir, superponerse al discurso del otro prevalece sobre la discusión de ideas dentro de un marco de sentido consensuado. Es lógico, los argumentos se agotan rápidamente y solo queda llevarlos al combate ad hóminem. A ello habría que añadir esa impaciencia obsesiva por cronometrar las intervenciones, como si así se garantizara su elocuencia.

Pero esta teatralización de lo político debe enmarcarse en un cuadro más amplio: la banalización de la información televisiva y el progresivo adelgazamiento de la actualidad política y social en los telediarios. Las “no noticias” se han enquistado en sus contenidos: la situación del tráfico y su siniestralidad derivada, las curiosidades, el tipismo local o la meteorología cobran relevancia informativa en virtud del protocolo productivo con que se invisten (por ejemplo, conectar en directo simplemente para ver cómo nieva en invierno) y del modo en que se insertan en un conjunto carente de jerarquía. Hoy ya no nos escandaliza que un telediario arranque con el pronóstico del tiempo y la ocupación hotelera en Semana Santa mientras Europa está a punto de desangrarse en Ucrania. No percibimos la progresiva desaparición de la información internacional y sus claves geopolíticas, mientras la sección deportiva crece y crece a su costa hasta adquirir autonomía programática.

Y es que la producción informativa se ha reciclado en un populismo rentable: trabajar sobre el ámbito cotidiano de la audiencia. De ahí que la crónica de sucesos se haya convertido en género predilecto. No solo por dar cabida a hechos tan truculentos como insólitos (aunque idóneos para alimentar la alarma social), sino por aplicar su tratamiento sensacionalista a la política o a los conflictos sociales derivados de la crisis. Sin duda, esta es una de las consecuencias a largo plazo de la telerrealidad: extraer y recalentar los efectos (melo)dramáticos y emocionales de lo noticiable frente a su exposición y análisis. Todo ello revela un nuevo régimen de la información, ya no concebida como derecho sino como mero entretenimiento.

En este sentido, la cobertura mediática de las recientes elecciones europeas ha reiterado el desinterés por analizar y debatir en profundidad los problemas que se ciernen sobre el proyecto europeo. La campaña discurría en una lánguida atonía hasta que todos los focos acabaron desviados en el exabrupto del candidato popular, tan imperdonable como ajeno a los intereses que estaban en juego.

Ante este déficit informativo y la descomposición del espacio público-político regido por los media, la ciudadanía debería preguntarse por qué los debates sobre las grandes cuestiones que afectan a su vida ya solo son posibles como espectáculo o simulacro.

Rafael R. Tranche es profesor titular en la facultad de Ciencias de la Información en la Universidad Complutense de Madrid.

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