La pesadilla del Duque de la Albufera

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 30/03/03):

Erase una vez un país árido e inhóspito férreamente gobernado por un régimen despótico contra el que tendían a amotinarse sus atrasados pobladores. Y érase una vez una superpotencia imperial que predicaba extender los valores de la libertad y el progreso a todo el orbe, mientras a la vez albergaba ambiciones de dominio que le llevaban a practicar la doctrina del ataque preventivo y a concebir regiones enteras de la Tierra como una suma de fichas de dominó que irían contagiando unas a otras su influencia.

Con el propósito de arrebatar el poder tanto a quien ejercía como dueño y señor del país árido e inhóspito como a su hijo y sucesor y poner en su lugar a un hombre de la total confianza del mandamás de la superpotencia imperial, 200.000 soldados lo invadieron invocando un poco consistente pretexto para proceder al cambio de régimen.

Los cerebros de la operación creyeron que la ocupación del territorio sería un cómodo paseo militar. Conscientes de su abrumadora superioridad y jaleados por una pequeña minoría de exilados, ansiosos de saldar cuentas con sus compatriotas, los invasores creyeron que serían recibidos con los brazos abiertos como libertadores y heraldos de la modernización. Pero ante su creciente estupor cada cruce de caminos fue convirtiéndose en una trampa mortal, en la que grupos paramilitares de un populacho sanguinario y traicionero les causaban mucho más daño que cualquier Ejército regular.

¿Irak. Marzo de 2003? No, España. Mayo de 1808.

A Estados Unidos están apareciéndosele estos días algunos de los fantasmas de su pasado reciente: desde los que habitaron las copas de los árboles de la ruta Ho Chi Minh hasta quienes brotaron en los tejados de las calles de Mogadiscio para rematar al Halcón Negro Abatido. Pero el impulso que inspira la resistencia que van encontrando sus tropas es tan viejo como la historia de la Humanidad. Es, como escribió el poeta, «el grito del hijo que brota del fondo de la tierra». Esa pulsión ancestral que lleva a defender lo propio con uñas y dientes frente al extranjero sacrílego que osa poner sus profanadores pies en el solar sagrado de la patria.

Un irónico comentarista neoyorquino decía el otro día que si los cultos y desarrollados estadounidenses cierran filas entorno a Bush al emprender una guerra, cómo no van a hacerlo los atrasados iraquíes entorno a Sadam al padecerla. He aquí pues como uno de los peores desastres fácilmente vaticinables empieza a tomar cuerpo de forma irreversible: el repulsivo dictador es ahora a los ojos de millones y millones de árabes -lo acaba de subrayar Shlomo Ben Ami- un heroico resistente cuyos pecados quedan redimidos por la resolución con que planta cara al agresor infiel. Aunque sea en el ara del martirio, el descreído carnicero de Tikrit podrá al fin emular a su paisano Saladino como campeón de la fe.

Han bastado diez días para que la maleta de cartón de esta guerra tan frívola y caprichosamente declarada en las Azores haya desparramado ya las suficientes dosis de drama como para que la Irene Villa de Basora -¿continuará siquiera con vida tras sufrir esas amputaciones tremendas?-, las otras niñas muertas en la calle comercial de Bagdad, el medio centenar de víctimas -muchas de ellas infantiles- del mercado de Al Shuala o la soldadesca iraquí convertida en carroña de cuneta para buitres ocupen los últimos archivos del horror en nuestra efímera mala conciencia de mirones opulentos.

En medio de la desolación brota el consuelo de que el acta notarial de toda esta Conmoción y Espanto no deberá aguardar a ninguna indagación retrospectiva como la que hubo de hacer W.G. Sebald sobre el bombardeo de las ciudades alemanas, porque está siendo levantada in situ por un puñado de periodistas serenos y valientes como Mónica García Prieto, de la que tan orgullosos nos sentimos en este periódico.

Mientras la gran mayoría de sus compañeros -entre ellos los enviados de los grandes medios norteamericanos- permanecieron en sus hoteles haciéndose escéptico eco de las versiones de fuentes oficiales, Mónica se echó anteanoche a la calle para comprobar por sí misma lo ocurrido en Al Shuala. En su crónica de ayer estaba el testimonio de Mustafá Kassem, el adolescente que se topó con una cabeza arrancada del tronco y cuerpos desmembrados por doquier, la observación directa de los restos de masa encefálica en el utilitario rojo del que acababan de extraer los cadáveres de cinco miembros de una misma familia y la mirada solidaria -esa cualidad que Mónica ha heredado de quien ella más quería- dirigida hacia los tres médicos que en el hospital de Al Nur «lloran descompuestos, tirados en el suelo de uno de los pasillos, iluminados por tubos fluorescentes y pintados de verde».

«Ayer no cabía más dolor en Bagdad», concluía el recorrido compungido pero terso y ecuánime de Mónica por la geografía de la tragedia.Tan terso y ecuánime -el mejor periodismo de calidad, concebido como servicio público- como para ni siquiera ir más lejos de lo que ella podía acreditar respecto al origen de ese ataque, causado por «un proyectil desconocido, probablemente un misil de crucero de EEUU».

Hasta ese «probablemente» es, en efecto, hasta donde hoy por hoy podemos llegar. Otros medios internacionales se han hecho eco de la tesis según la cual Sadam estaría ocasionando con su propia artillería estas matanzas de civiles para movilizar a la opinión internacional en contra de las fuerzas invasoras.Pocos dudamos de que fuera capaz de ello, pero todos los estudios estadísticos nos dicen que entre una y dos de cada diez bombas inteligentes se vuelven siempre tontas y a un ejército atacante que no tiene más remedio que reconocer un número de bajas significativas por fuego amigo, le será absolutamente imposible convencernos de que, entre los centenares, a veces miles, de proyectiles de inmensa capacidad letal que lanzan cada día, los únicos que no son suyos son los que matan ancianos, mujeres y niños. De hecho la táctica informativa de control de daños que están practicando los aliados es una calcomanía de la de anteriores conflictos: primero se niega que ningún bombardero propio tuviera ese objetivo, luego se abre una investigación y al cabo de unos días, tal vez semanas, se reconoce que han existido «daños colaterales fruto de un error que somos los primeros en lamentar».

La víspera de la matanza de Al Shuala, Carlos Herrera le había preguntado al presidente Aznar por la foto de la niña de Basora y él había contestado que le había producido un gran dolor pero que eso mismo sentía también por todas las víctimas de Sadam, con la diferencia de que de ellas no teníamos fotos. No dudo ni un ápice de la sinceridad de esas palabras. Es más, estoy seguro de que si estuviera en su mano Aznar haría todo lo posible por impedir que escenas como estas volvieran a repetirse. Pero además de la que él subraya hay otra diferencia fundamental.Y es que así como las víctimas de Sadam son de Sadam -y las de Mugabe son de Mugabe, y las de Obiang son de Obiang, y las de Fidel Castro son de Fidel Castro-, estos daños colaterales los hemos autorizado nosotros y estan siendo amortizados en nuestro nombre como eventualidad inevitable e incluso -qué macabro sarcasmo- como mal menor instrumental al servicio de una futura catarata de bienes. He ahí la clave del tremendo error político que el presidente ha cometido.

La decisión de apoyar esta guerra innecesaria, ilegal e injusta no era, querido Miguel Angel Rodríguez, un renglón más de la responsabilidad del gobernante, dentro de la que se puede y hasta se debe afrontar la impopularidad de una medida conveniente como la congelación del sueldo de los funcionarios. No, cuando de esa decisión dependen la vida o la muerte de -ya veremos cuántos- miles y miles de personas todas las cautelas, todos los respaldos, todos los consensos, todas las prudencias son pocas. Y eso es lo que ha brillado por su ausencia. ¿Aznar imprudente? Si no lo veo no lo creo. Era lo último que se podía esperar de él. Pero, como noblemente ha constatado Félix Pastor Ridruejo, es una idea del PP la que «ha saltado por los aires» y ahora nadie sabe cómo remediarlo. En mi opinión todavía es posible, pero el presidente tendrá que ser más flexible, autocrítico y generoso que nunca.

Pedirle al disidente que calle sobre las matanzas de niños mientras a sus compañeros les sigan tirando huevos, sólo agravará las cosas. Lo peor del Gobierno es desde hace meses el disparate extremista de quienes le defienden e incluso jalean. Aznar y Arenas pueden llegar a autoengañarse respecto a la importancia relativa de los huevos, las piedras y las bombas, pero en una sociedad adulta, que es intransigente con la violencia pero sabe poner cada cosa en su perspectiva adecuada, les servirá de poco. Cuanto más se demore la rectificación mayor va a ser el batacazo.Y no me refiero sólo a los resultados electorales, sino también al veredicto de la Historia. Porque tarden lo que tarden en ganar la guerra, Bush y sus iluminados visionarios tienen ya perdida la paz.

Todos esos civiles y militares decapitados, desmembrados, perforados o descuartizados por los proyectiles norteamericanos y británicos tienen una familia, unos amigos y unos vecinos que odiarán intensa y ferozmente a quien llegue de esa manera a controlar el territorio. Nunca habrá sosiego ni descanso para ellos. Aunque acaben con Sadam, con sus hijos, con sus generales y con sus más destacados sicarios, Irak será durante generaciones un lugar peligroso para el ejército de ocupación. Lo mismo que los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania sólo que con el correspondiente multiplicador en términos de extensión y población. Lo único que faltaba para corroborar este paralelismo era el atentado suicida con taxi-bomba de ayer, recompensado por Sadam en esta vida y por los ulemas en el Paraíso.

Podrá alegarse que no ocurrió así ni en Alemania, ni en Japón tras la Segunda Guerra Mundial -desde que llegó McArthur no hubo de hecho ni un solo acto terrorista-, ni ocurre ahora en los Balcanes. Pero en el primer caso se trataba de potencias agresoras cuyas poblaciones no podían por menos que admitir que aquello era el reflujo de sus propias invasiones y que había un terrible pecado colectivo que expiar. Y en el segundo la intervención occidental ha sido consecuencia de sangrientas guerras civiles previamente desatadas. Ninguna de las dos circunstancias se daba en Irak porque las cuentas por lo de Kuwait ya habían sido ajustadas con creces y cuando hubo una rebelión real contra Sadam, Washington le dio la espalda con cruel indiferencia.

El hecho de que hasta los líderes de la comunidad chií exiliados en Irán hayan pedido que no se ayude a las tropas invasoras y anunciado que llamarán a la yihad si cuando caiga Sadam pretenden permanecer en el territorio, es elocuente de la falta de apoyo autóctono con que opera la administración Bush. Las cosas sólo son distintas en el caso de los kurdos, pero ya se sabe que su pretensión es consolidar la autonomía o incluso la independencia de la región que controlan en el norte. Y también se sabe que Turquía está dispuesta incluso a enfrentarse a los Estados Unidos con tal de no permitirlo.

Los testimonios personales que llegan desde los difusos frentes de batalla permiten hacernos una idea de lo que está sucediendo en Irak. El soldado de 19 años Nick McLaughlin le explicaba el jueves a un enviado del Washington Post cómo, después de permanecer horas y horas encerrados bajo la tormenta de arena, su vehículo blindado había sido atacado por la noche y había quedado inmovilizado en una duna. Tanto él como sus dieciocho compañeros se vieron obligados a abandonarlo e intercambiaron disparos durante 45 minutos con un enemigo misterioso al que no llegaron a ver nunca -la lluvia hacía inútiles sus equipos de visión nocturna- y que desapareció con el mismo sigilo con el que había irrumpido.

«Se suponía que lo de Nasiriyah iba a ser un combate de seis horas y ya llevamos cinco días en jornadas de 24 horas», se quejaba al mismo periódico el sargento de artillería Tracy Hale de 32 años, herido en la refriega. Su colega el cabo Bret Woolheter de 20 años añadía que cada vez que acompañaba a un convoy por los puentes recién conquistados de la ciudad el fuego era tan intenso que tenía la sensación de que estaba participando en un concurso de «tiro al pavo» -tiro de pichón, diríamos nosotros- y que el pavo era él.

Por su parte el teniente general William Wallace, comandante en jefe de las tropas invasoras, transmitía anteayer a un enviado del New York Times su «estupor» ante el «extravagante» modo de combatir de los iraquíes en Najaf: «Cargaron contra nuestros tanques y nuestros Bradleys desde camionetas industriales con armas del calibre 50, con cualquier tipo de arma...».

Según el teniente general Wallace lo que ocurre es que los partidarios de Sadam «están obligando con gran inhumanidad a la gente a tomar las armas» y la gente lo hace «porque está petrificada después de 25 años de un régimen brutal». No es de extrañar que tan paradójicas y contradictorias observaciones estén desarrollando en él una obsesiva preocupación por proteger todos los eslabones de una vulnerable línea de suministro que se extiende ya a lo largo de casi 400 kilómetros de territorio iraquí, frente a las escaramuzas y emboscadas que sufren o imaginan por doquier.

De hecho tanto sus reflexiones y experiencias como las de sus hombres empiezan a parecerse ya a las del Mariscal Luis Gabriel Suchet, jefe de las tropas napoleónicas en Aragon y Cataluña quien en sus memorias describía como «la mayor parte de la población, a veces sin distinción de edad y sexo, parecía embarcarse en una especie de obstinada y activa competencia que nos traía enemigos de todas partes y nos dejaba mucho más exhaustos que las batallas regulares, porque cada distrito formaba su propia guerrilla con el propósito de proteger su territorio y contribuir a la defensa común».

Napoleón había conocido a Suchet nada menos que en la ruptura del cerco de Toulon -la primera acción bélica que ciñó un aura de gloria romántica sobre las sienes del jovencísimo corso- y le consideraba el más competente de sus generales. Administró la parte oriental de la Península Ibérica con sabiduría y tacto y obtuvo éxitos significativos en el área de Levante -lo que le mereció el título de Duque de la Albufera-, pero no pudo con la guerrilla.

Uno de sus subordinados se quejaba de que «estábamos obligados a estar constantemente en guardia contra un enemigo que, aunque siempre huía, también siempre reaparecía y que, aunque no le veíamos en ningún sitio, estaba en todas partes».

Galdós lo explica aún más certeramente en su Episodio Nacional dedicado a El Empecinado: «Los guerrilleros no se retiran, huyen y el huir no es vergonzoso para ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y de dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil: es el terreno».

Y desarrollando esta idea don Benito añade: «Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión; que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas son armas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, separan y destrozan».

La suerte de Sadam está echada porque en un mundo militarmente monopolar ningún Duque de Wellington acudirá en su ayuda. Pero también lo está la de quienes serán sus vencedores. Los cerros serán ahora de arena y los desfiladeros de bloques de viviendas.No sabemos cuánto durará cada una de las fases de la guerra, pero ese suelo torturado siempre clamará venganza contra la nueva carga de los mamelucos. Y esta vez los mamelucos somos nosotros.

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