La Petrocracia

En marzo de 1993, en plena confrontación soterrada con Alfonso Guerra, a cuenta de la depuración de responsabilidades por el caso Filesa, Felipe González hizo una declaración a la Agencia Efe que cualquiera diría que acaba de tomar prestada Pedro Sánchez. Sería, desde luego, la rúbrica idónea de la crisis con la que ha depurado a la vez el Gobierno y el partido: “El rostro del PSOE en este momento histórico es el mío”.

Desde el PP de entonces se replicó enseguida a González que, en efecto, hacía falta tener mucho “rostro” para incumplir la promesa de dimitir, si era necesario, que había hecho ante los estudiantes de la Autónoma que le increpaban y sustituirla por una convocatoria anticipada de elecciones a modo plebiscitario. Pero él no iba a renunciar a la continuidad de su poder porque los guerristas pretendieran que “el rostro del PSOE” fuera compartido.

Con esa frase lapidaria, González estaba reconociendo en el fondo lo que más detestaba que otros le dijeran: que el proyecto socialista había mutado en un régimen de poder personal tirando a caudillista. Algo que Marcelino Camacho y yo bautizamos al alimón como “felipismo”.

La PetrocraciaEs exactamente lo mismo que ha acreditado Pedro Sánchez con sus actos en este julio emparedado entre la ola de calor y la quinta de la Covid-19. Por mucho que le moleste también que se lo digamos, aquel amplio movimiento de las bases del PSOE activado por el “no es no” que fue convergiendo en el “sanchismo” ha devenido ya en un descarnado “pedrismo”.

En su caso no ha hecho falta verbalizar la referencia al “rostro”, como forma de representar el todo por la parte, tan ligada a la iconografía electoral. Hace ya dos años que él sentó un precedente al poner la cara por delante, cubriendo a modo de póster gigante la fachada entera de la sede del partido con su efigie. Ni siquiera Felipe en el apogeo de su deriva providencialista -cuando decía que había “sacrificado su libertad” para otorgarnos la nuestra- se había atrevido a tanto.

Hasta que hoy la ha dibujado el siempre impactante Javier Muñoz, faltaba la viñeta humorística que traspusiera esa iniciativa al propio Palacio de la Moncloa, como resumen del cambio de Gobierno. No hay que descartar que alguien del nuevo equipo de Óscar López la tome como inspiración y proponga instalar, sobre las escaleras en que posan los gobiernos, no ya una lona sino una pantalla gigante.

Serviría naturalmente para retransmitir en directo grandes epopeyas audiovisuales como la exhibición del perfecto inglés de nuestro presidente “from California to New York City", que el orden de factores no altera el producto. Pero también podría reflejar sus actos públicos en España, sus reuniones de trabajo y hasta la parte menos intrusiva de su vida privada, a modo de “lucecita” virtual de la Moncloa, distribuida a todos los ciudadanos a través de su correspondiente canal de YouTube.

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Bromas aparte, este quedará como el primer verano de la Petrocracia o gobierno de uno solo, llamado Pedro. Porque ha bastado el paso de dos semanas para que se confirme que aquella gavota en la que personalidades tan diversas como Carmen Calvo, Ábalos o Iván Redondo se enlazaban por los pulgares en una danza coral en la que Sánchez era la estrella del conjunto, ha sido reemplazada por un baile de claqué en el que el foco se ha cerrado en torno a una sola persona.

Si a la salida de escena de la vicepresidenta primera, el superministro y secretario de Organización y el jefe de Gabinete con el don de hacedor de reyes, le añadimos la espantada de Pablo Iglesias y la sumaria ejecución de Susana Díaz, nos daremos cuenta de que Sánchez se ha quedado en un pispás sólo en el centro del ruedo. Nadie le tose ya ni en la coalición de gobiernos, ni menos aún en el partido. Su único riesgo es que el 40 Congreso del PSOE reubique geográficamente a Valencia como capital de Bulgaria durante tres días de octubre.

Es verdad que esta nueva presidencia imperial limita al norte con las exigencias de la Comisión Europea, al sur con las escaramuzas marroquíes, al este con los escaños del separatismo catalán y al oeste, allende el océano, con la incertidumbre de la consideración que le mereceremos a la administración Biden. Es inquietante que el jefe del Gobierno de un aliado estratégico, con bases norteamericanas en su territorio, viaje a los Estados Unidos y no se reúna ni con el presidente, ni con la vicepresidenta, ni con los secretarios de Estado o Defensa.

También es cierto que, junto a los valores consolidados pero circunscritos a sus respectivas áreas, de las vicepresidentas Calviño y Ribera y la ministra de Defensa Robles, en el nuevo Gobierno acaba de emerger la figura de referencia de Félix Bolaños. Es pronto para saber si este sólido alto funcionario, con gran preparación jurídica, talante moderado y pedigrí socialista llenará los vacíos que a su alrededor ha dejado la guadaña de Sánchez.

De momento, su rango de ministro de la Presidencia le asimila más a la función de los grandes secretarios de despacho de los Austrias y los primeros Borbones que a la de un número 2 con base política propia, como de hecho la tenían tanto Carmen Calvo como Ábalos. El tiempo dirá si su papel se asemejará más al de un director de estrategia cualificado, en tándem con Óscar López, o al del auténtico consejero delegado de la empresa Pedro S.L. con capacidad de iniciativa transversal en todos los epígrafes políticos.

Que nadie piense en todo caso que la actual fotografía de Blanconieves y las Siete Enanitas va a ser estática. Como ya ocurriera hace cuarenta y cinco años -madre mía, medio siglo ya- con el anterior “gobierno de subsecretarios”, en el que pronto descollaron Fernando Abril, Landelino Lavilla o Marcelino Oreja, lo normal es que de esta amalgama de buenas alcaldesas e insiders monclovitas surjan también figuras relevantes.

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Se equivocarán desde luego quienes confundan la destilación de la Petrocracia con una deriva megalómana descontrolada que más bien deberíamos llamar Petrocrazy. No es lo mismo el gobierno de uno solo que el gobierno de un loco. Sánchez podrá haber resuelto la crisis mediante un “planteamiento Calígula”, como reveló Alberto D. Prieto que sostiene uno de los salientes, pero no es Calígula porque el frío cálculo domina el resto de sus pasiones.

Si Sánchez es capaz de mentir -o, mejor dicho, de ocultar la verdad- hasta a sus más íntimos, no es fruto de la compulsión sino de la planificación. Sólo quien le entienda le podrá derrotar. Quedarse en su descalificación estereotipada como killer o no digamos como “psicópata” es perder la partida antes de empezar a jugarla.

En la semana de la lamentable Ley de Memoria Democrática, que ojalá quede pronto en el olvido, vía derogación, puede sonar a chino lo que voy a decir pero se lo he escuchado a un destacado dirigente socialista y me ha parecido verosímil: si Sánchez ha renovado tanto el Gobierno es porque quiere tenerlo preparado para activar un nuevo giro al centro cuando, de aquí a un año, se produzca la ruptura con Podemos y los separatistas y deba afrontar la recta final de la legislatura con sólo 120 escaños.

La tesis ya verbalizada por Sánchez es que la competencia del PP con Vox va a impedir a Casado ocupar ese espacio decisivo y Ciudadanos no va a lograr recuperarse lo suficiente como para competir en la frontera entre la socialdemocracia y el liberalismo. Eso volvería a significarle como el político pragmático capaz de absorber y amortiguar los conflictos sociales y territoriales. El mal menor para que España siga tirando.

Por eso ha buscado rodearse de nuevas caras con las que pueda identificarse el electorado más joven. Por eso ha trasladado al profesor de álgebra territorial Miquel Iceta a la exquisita cátedra de música, no vaya a ser que termine creyéndose de verdad lo del federalismo y la reforma de la Constitución. Por eso ha borrado de la foto al firmante de los indultos, pues antes o después convendrá cargarle el muerto a un muerto. Por eso ha apuntalado contra pronóstico a dos bastiones del realismo económico como Reyes Maroto y José Luis Escrivá. Por eso se ha llevado a ese puñado de emprendedores digitales a su viaje americano. Por eso ha proclamado allí que quiere ser recordado por la gestión de la pandemia, queriendo en realidad decir que quiere ser recordado por la gestión de la vacunación.

Por encima de todo Sánchez pretende ganar otras elecciones para no convertirse en el único presidente desde González que no gobierne al menos dos legislaturas, sin contar el interregno tras la moción de censura. Pero frente a su cuento de la lechera, se mueve ya el ‘bosque de Birham’ de la intención de voto.

De momento, Sánchez se siente cómodo con el placebo que a modo de autoengaño devoto le sirve mensualmente Tezanos. Por increíble que parezca, el CIS sigue siendo hoy por hoy el pal de paller de la Petrocracia. Todo podría desmoronarse si una mañana el presidente percibe un exceso de desviación entre la realidad y esa aldea Potemkin erigida al servicio de su autoestima. Quienes le conocen bien, sostienen que ese día el hombre imperturbable podría deslizarse de la preocupación al temor y del temor al abismo del pánico.

La suerte de España no está echada. Tampoco depende de un pulso entre el mal y el bien. Iván Redondo se ha ido de Moncloa pero ha dejado allí el tablero. Es verdad que Sánchez juega con las negras, pero sólo porque la aritmética no le dejó otra opción.

En todo caso la partida va para largo. Por eso el traslado de la lona de Ferraz a la Moncloa tendría la ventaja de mantener todas las expectativas abiertas. Pocos se acuerdan ya del lema superpuesto al retrato de Sánchez. Eran tres palabras formidables: “Haz que pase”.

Frente al desafiante “ya hemos pasao" de una izquierda con los brazos en jarras y al impaciente "sí, sí que pase de una vez y se vaya" de una derecha en plan guardia de la circulación, yo añadiría que lo que tenga que pasar, pasará. Porque la democracia siempre será más fuerte que la Petrocracia.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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