La 'petropolítica' de Putin

Las crisis repetidas en el espacio postsoviético confirman que el presidente de Rusia, Vladimir Putin, utiliza los hidrocarburos como instrumento de la diplomacia, para realzar su posición estratégica en Europa. Mientras, los países de la Unión Europea (UE) se muestran incapaces de establecer una política energética común y actúan en orden disperso, como en otras cuestiones importantes, en función del interés nacional y a través de acuerdos bilaterales con las empresas rusas, en especial con la gigantesca y paraestatal Gazprom, que suministran hasta el 40% del gas natural y el 25% del petróleo que consume Europa.

Rusia ha recuperado en el último quinquenio el primer puesto en la producción mundial de petróleo, cuyos precios elevados favorecen la mejora del nivel de vida y la estabilidad política, hasta el punto de convertir a Putin en el restaurador del orgullo nacional tan duramente probado tras la desintegración de la URSS en 1991, en "el salvador del Estado a la deriva", según Solzhenitsin. Ante el nuevo petropoder, los estrategas del Kremlin resucitaron la doctrina del "extranjero próximo", expresión para designar a las repúblicas exsoviéticas en las que viven más de 25 millones de rusos (pies rojos) y en las que se pretende influir por medio de los favores económicos, la presión o el chantaje.

La aplicación de esa versión rusa de la doctrina Monroe comenzó en el Cáucaso y afectó sucesivamente a Azerbaiyán, Armenia, Georgia y Moldavia, donde existen varios enclaves de fuerte población rusa o irredenta (Alto Karabaj, Osetia, Abjasia, Transniéster) que viven en una independencia de facto, a veces bajo protección militar de Moscú, y que constituyen las marcas del imperio. Luego se extendió a Ucrania, cuya mitad oriental es rusófona y no comparte los ardores nacionalistas de la parte occidental ni el recuerdo espantoso del genocidio estalinista en forma de hambruna premeditada, hasta desembocar en la crisis de hace un año, con el corte del suministro del gas.

Las bellas tiradas retóricas sobre "la casa común europea", que llegaron a su cénit en 1996 con el ingreso de Rusia en el Consejo de Europa, han sido progresivamente preteridas por Putin y sustituidas por un acuerdo de asociación y cooperación con la UE en vigor desde 1997. Ante la deriva autoritaria del régimen, los dirigentes europeos prefieren mostrarse indulgentes, aunque para ello tengan que cerrar los ojos ante el desprecio de los principios democráticos más elementales y argüir que el presidente ruso ha restablecido el orden tras los años de peligrosa anarquía presidida por Yeltsin. Y Putin replica con el trato bilateral para eludir la intromisión de Bruselas, exhibiendo el señuelo energético.

Esa diplomacia bilateral alcanzó su punto culminante en septiembre del 2005 con el acuerdo entre Putin y el canciller alemán, a la sazón Gerhard Schröder, para la construcción de un gasoducto bajo el Báltico que margina a Polonia y a los estados bálticos. Ese pacto del gas levantó ampollas y llegó a ser comparado por un ministro polaco con el germano-soviético de 1939 que preludió el criminal reparto de Polonia, el estallido de la guerra mundial y el avasallamiento de Estonia, Letonia y Lituania. Desde entonces, la división de la UE resulta escandalosa. Mientras Alemania, Francia e Italia defienden los acuerdos bilaterales con Rusia, a través de sus petroleras, la Comisión preconiza patéticamente "un mercado energético interior" y los países que padecieron el yugo soviético claman contra el nuevo Yalta que se prepara.

La llamada revolución naranja en Ucrania (noviembre del 2004), favorecida por los europeos, fue encajada por Putin como una afrenta intolerable, un nuevo intento de llevar las fronteras de la OTAN casi al corazón de Rusia y negarle el acceso al mar Negro. Los consejeros del Kremlin están persuadidos, como el polaco-norteamericano Zbigniew Brzezinski, que "sin Ucrania, Rusia no es más que una potencia asiática". El viceministro ruso de Exteriores dejó bien sentado que eran inaceptables "los métodos de democratización forzada del espacio postsoviético" y propuso un nuevo equilibrio continental (zonas de influencia).

La crisis en Ucrania, cuna y avanzadilla del paneslavismo, resultó traumática para Putin y sus consejeros, que de cortejar a Europa como un socio frente a EEUU, pasaron a considerar a la UE como una potencia amenazante que es preciso contener. Comprendieron que los hidrocarburos son un elemento de división en un continente agobiado por la inseguridad energética y se negaron a ratificar la carta de la energía. La maniobra funcionó y el primer ministro ucraniano es ahora un rusófilo, protegido del Kremlin, Viktor Yanukovich, que fue candidato frustrado a la presidencia en el 2004

La situación se reprodujo en Bielorrusia, satrapía de Aleksandr Lukashenko, con los mismos ingredientes referidos al petróleo: sustitución de los precios subvencionados de la época soviética por otros de mercado, menoscabando la lucrativa reventa de los burócratas corrompidos. La cancillera Angela Merkel, presidente de turno de la UE, encabezó la irritación de los 27, pero olvidó que su país, máximo importador de petróleo ruso (25% del consumo), privilegia la acción bilateral, en connivencia con Francia, y cultiva el halago de Putin, con grave quebranto de la solidaridad comunitaria.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.