1. La gran música de las últimas décadas del siglo XX sabe siempre conjugar la dimensión más material del sonido, o la energía y fuerza que encierra, con formas propias de una inteligencia potenciada al máximo de sus posibilidades.
La música es una gnosis sensorial. Por gnosis debe entenderse un conocimiento que nos cura de la infirmitas. Salud, salvación: ese es el don que puede acogerse -como dice Hölderlin- «cuando arrecia el peligro». La música es un don que proporciona conocimiento, reconocimiento de uno mismo, y promesa de salvación. Musica Dei donum (como se reconoce en el hermoso motete al que puso música, entre otros, Orlando di Lasso).
Cuanto más se eleva y encumbra la música hacia altitudes espirituales más material tiende a ser, o más dedicada a expresar la energía y la potencia que el sonido primigenio encierra. La música más espiritual, o que mejor conduce hacia alturas místicas, suele ser también la más innovadora: de Franz Liszt a Oliver Messiaen, o a Giacinto Scelsi; de Arnold Schönberg a Iannis Xenakis o a Karlheinz Stockhausen, y a John Cage o a Morton Feldman, esa vocación y destino de la mejor música demuestra que mística, espiritualismo e innovación «de vanguardia» suelen ser en música una conjugación necesaria. La mejor música constituye el principal desmentido a la apreciación interesada según la cual el auge de nuevas formas de espiritualismo procede de tendencias conservadoras.
La música sabe unir la orientación espiritual y mística con un tratamiento radical de las dimensiones materiales del sonido. La música hoy se halla empeñada en la emancipación de la foné: de ese dominio matricial del timbre y del colorido sonoro que Arnold Schönberg, al final de su Tratado de Armonía, auguraba como la gran tarea de la música del futuro (y que él mismo pudo comprobar en la creación en la tercera de sus Cinco piezas para orquesta). Desde Gustav Mahler y Claude Debussy hasta György Ligeti y Giacinto Scelsi, esta emancipación de la foné marca la orientación y el destino de la mejor música actual. La gran música -de hoy, de ayer y de mañana- se halla siempre en la intersección entre materia y espíritu.
«La piedra desechada se convertirá en piedra angular»: esta frase del profetismo tardío, ahijada por los evangelios sinópticos para referirse a la buena nueva de Jesús de Nazaret, puede perfectamente adaptarse a la gran revolución musical perpetrada, con la máxima discreción y del modo más espontáneo y natural, por György Ligeti.
De pronto la dimensión menos prometedora de la música en la tradición occidental se constituye en el principio sobre el que van a girar todas las dimensiones del sonido. El colorido tímbrico se yergue en primer principio de la aventura musical.
György Ligeti conduce, de este modo, a la música hacia la tierra prometida. No la anuncia -de forma profética- pero sin llegar a tomar pie en ella. Más que a Moisés, que muere a pocas leguas de la tierra que mana leche y miel, se asemeja a Josué, que la organiza desde bases nuevas. Ligeti ocupa el terreno, lo conquista, lo coloniza y lo recrea desde un punto arquimédeo que le permite hacer girar el orbe entero de la música.
El ámbito del sonido queda enteramente redefinido desde una dimensión que en Occidente había sido desechada: simple añadido final, o condimento decorativo, que concedía el acabado a cualquier composición.
En György Ligeti esa pieza orillada se yergue en piedra basal de todo el edificio sonoro. La trascendencia de esa decisión está a la vista: la música actual desprende todas las consecuencias de esta gran innovación.
El color: eso es lo decisivo. El color tímbrico como cualidad específica del sonido asumido en su radical materialidad.
El color es, siempre, lo más resistente a las estrategias de la Razón Analítica. El estructuralismo no hallaba las mismas dificultades de organización -y mensuración- con la duración, las alturas, las formas de ataque, las intensidades, la dinámica. Todas estas dimensiones parecen cercar, determinar, medir la forma de la sonoridad. Pero el color nos adentra en el hondón de la materia fónica; en su carácter matricial; en la Magna Mater del sonido (y de su posible organización formal).
El verdadero revolucionario no fue Pierre Boulez, ni Karlheinz Stockhausen, ni siquiera Iannis Xenakis (que presagió la tierra prometida, pero sin llegar a colonizarla). Lo fue un extranjero: alguien procedente del extrarradio europeo, superviviente de campos de concentración, fugitivo del terror que aplastó el reformismo húngaro con tanques y deportaciones. Este húngaro que hace su rápido aprendizaje en los laboratorios de electroacústica de Colonia lleva a cabo sin alardes la revolución musical que conduce hasta la música de hoy.
Lo que era centro se convertirá en periferia. Lo que había sido relegado de todo papel principal -color tímbrico, intensidad, dinámica- se erigirá en cimiento de un nuevo modo de entender el universo sonoro. György Ligeti será capaz de hacer girar todas las dimensiones del sonido que se tenían por principales (la altura, la duración) a partir de esa «piedra desechada» convertida en piedra angular del edificio. La materia sonora, el sonido en su dimensión material -en el sentido de «matricial», o relativo a lo «materno» y «maternal»- comparece como el parámetro sobre el cual dan vueltas todos los demás.
2. Se tiende a reconocer, según lo atestigua las investigaciones sobre el cerebro, que la percepción del sonido procede de un centro cerebral distinto de aquél en el que se puede localizar la formación del lenguaje verbal. En el siglo XX se insistió -sobre todo en tradiciones psicoanalíticas- en la remisión de esa aptitud lingüística verbal al papel desempeñado por la figura paterna. Sin ésta el lenguaje no se constituye como tal.
Hay decisivas pruebas embriológicas que permiten sostener que la música responde a la voz materna. La percepción acústica es sorprendentemente prematura en el embrión. El sonido se filtra a través del líquido amniótico. Desde fechas muy tempranas se inicia un discernimiento acústico entre sonidos acogedores y hostiles. La voz materna parece viajar a través de esa masa acuática.
La música tiene su raíz en esa voz materna filtrada por vía acuática. Tenía razón Tales de Mileto: todo surge, nace, procede del elemento líquido. El agua es el medio a través del cual surge el primer conato perceptivo. En la ceguera de la vida intrauterina despunta durante los primeros meses del embrión ese germen inicial del canto de las sirenas.
Cuerpo y alma, cuerpo y espíritu nacen y se despliegan en ese vivero de vida futura que es la cueva intrauterina. Con perspicacia eligieron como recinto de lo sagrado nuestros primeros ancestros cuevas y cavernas: ámbitos cuya resonancia musical se pondera en los últimos tiempos. Tal fue el santuario de la prehistoria. La matriz, la Magna Mater, es siempre el primer principio. Antecede al mundo, al cosmos. En la cueva intrauterina se origina la primera percepción, que es el sonido. Allí se halla el fundamento en el cual se sustenta la música.
La música de hoy se caracteriza por su extraordinaria sensibilidad respecto a esa dimensión materna -matricial y material- del sonido que tiene en el colorido tímbrico su cualidad primaria. Esa radicalización de lo material, lejos de apartarnos de lo espiritual, nos acerca a sus mismas entrañas. Materia y espíritu, en música, y quizás en todas las cosas, si se asumen en todo su rigor, y si se exploran en su máxima hondura, remiten al mismo manantial.
Eugenio Trías