La piel americana

La baza fundamental, pero implícita, que se juega en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, es el racismo; Donald Trump lo quería y, su incondicional bloque de partidarios le sigue por este camino. Recordemos que su elección, en 2016, fue justamente interpretada como una venganza del hombre blanco contra las «minorías» raciales y los movimientos feministas de emancipación. Desde entonces, nunca se ha desviado de esa línea, nunca ha intentado convertirse en el presidente de todos los estadounidenses. Los demócratas han adoptado el polo opuesto simbolizado por el nombramiento de Kamala Harris como vicepresidenta. Como era de esperar, la reacción de Trump ante la elección de esta senadora de California está en línea con su estrategia blanca y antifeminista: alude a su raza indeterminada (es de ascendencia negra, jamaicana e india) y a su carácter necesariamente histérico, e insinúa que no es una estadounidense auténtica. Lo cierto es que es tan estadounidense como Trump, nacido de padres inmigrantes, a menos que se decida que solo los blancos son auténticos estadounidenses. Aparte de Kamala Harris, es significativo que, durante la Convención Demócrata (virtual), la primera oradora en apoyar a Joe Biden haya sido Michelle Obama, mujer, negra y orgullosa de serlo. Del lado de Trump, todo el mundo es archiblanco y da a entender en la web, cuando no en el estrado, que esta elección será la última oportunidad para los blancos; si no se detiene la inmigración, en 10 años los blancos estarán en minoría.

Esta racialización de la política no es nueva en Estados Unidos. Desde su fundación, los redactores de la Constitución se preguntaron cómo contabilizar a los negros; entonces, los esclavistas y los abolicionistas acordaron que los esclavos negros contarían por dos tercios de los sufragios en el colegio electoral, aunque no tendrían derecho al voto. No lo obtuvieron, por derecho, hasta 1865 al final de una guerra civil y, a efectos prácticos, un siglo después. Y aún más: en los estados del sur, los gobernadores republicanos multiplican los obstáculos prácticos al sufragio de los pobres, que resultan ser negros y latinos.

Aunque, en sus discursos públicos, los candidatos se abstuvieron de evocar demasiado abiertamente las razas, estas constituirán el subtexto de referencia de las políticas propuestas: los debates sobre sanidad pública para todos, acceso a la escuela para todos, protección contra el desempleo, vivienda accesible y contra la violencia policial coinciden, más o menos claramente, con el color de la piel; los más pobres son los más coloridos. Un blanco pobre, en comparación con un negro o latino pobre, se beneficia, para empezar, de una prima objetiva que le confiere, por ejemplo, mejor acceso a un préstamo hipotecario para adquirir una vivienda y lo expone menos a la violencia policial y al riesgo de encarcelamiento. Recordemos también que las minorías de color se ven afectadas con mayor frecuencia por el Covid-19, no por el color de su piel, sino porque realizan trabajos más expuestos a la pandemia y tienen más dificultades para acceder a los cuidados médicos. Es probable que Donald Trump sea derrotado por su incapacidad para lidiar con la pandemia viral, que ha percibido como una enfermedad de las minorías.

Se me objetará que la racialización de la política no impidió la elección de Barack Obama. Y es cierto, pero no era afroamericano; hijo de un académico keniano y una enfermera blanca, no era descendiente de un esclavo y no jugaba la carta negra. Lo que no ha impedido que fuera la elección de Obama la que posteriormente cristalizara el odio racial y movilizara a los blancos en torno a Trump para que semejante aberración no volviera a ocurrir. Biden, prudente, no ha elegido una compañera de lista auténticamente afroamericana. A ojos de los blancos, un negro lo es más o menos: Barack Obama y Kamala Harris son solo un poco negros, y no evocan a los ojos de los blancos el gravoso pasado de la esclavitud. Porque detrás de la oposición de los blancos a los negros -creo que los negros no son tan antiblancos como los blancos antinegros- está el recuerdo de la esclavitud, que no se olvida. Los estadounidenses nunca se han enfrentado a este pasado de la forma en que los alemanes o los sudafricanos, por ejemplo, se enfrentaron al Holocausto y al Apartheid. Peor aún, el cine (Lo que el viento se llevó), la literatura, los monumentos, persisten en la celebración de la sociedad sureña donde «todos estaban en su lugar», amos y esclavos. Algunas estatuas de generales sudistas han sido derribadas recientemente por manifestantes blancos y negros, pero quedan 1.700, por no mencionar las ciudades, universidades y bases militares que todavía llevan los nombres del presidente sudista Jefferson Davis y del general sudista Robert Lee. Trump, obviamente, ha dejado claro que cambiarles el nombre está fuera de toda discusión.

Por tanto, las próximas elecciones serán las más racializadas de la historia de Estados Unidos desde la que dio la victoria a Abraham Lincoln; no conducirán a una guerra civil declarada, pero esperémonos una guerra civil latente. Los blancos que se definen ante todo como blancos no aceptarán con elegancia una derrota de Trump. Las minorías y los antirracistas blancos ya no tolerarán su reelección. En cualquier caso, la «transición» de las elecciones de noviembre a la toma de posesión del presidente en enero será una época de agitación y posiblemente de violencia, unidas a la recesión económica y la pandemia. A Estados Unidos, incluso con Biden, le resultará extremadamente difícil reparar su sociedad. En cuanto a recuperar el liderazgo económico y moral, ya no es actualidad.

Guy Sorman

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