La placa y la historia

Para Cristóbal Fernández, arquitecto.

No será siempre todo igual y algún día nos vamos a ver explicando a los nietos y a los hijos que quitamos las placas porque eran celebraciones del franquismo. Pero no lo van a entender. Preguntarán sin vergüenza si existió alguna vez el Instituto Nacional de la Vivienda y si eran o no eran ellos quienes financiaron la casa en la que nacieron sus padres o sus abuelos o sus amigos o él mismo. Cuando las quitemos quedará una hermosa mentira o una sombra con agujeros, o se repintará el recuadro sobre el tocho para que por detrás se vea en tono mate y apagada la huella de un pasado que hoy nos resulta intolerable, como si nos echase en cara esa placa, con el yugo y las flechas y el nombre del Instituto Nacional de la Vivienda, en qué casas hemos vivido.

Desde luego, no sé nada bien cómo habrá de combinarse en cada caso y en tantos casos la verdad histórica y la cultura democrática pero me temo que el peor atajo es el de la media verdad o la ocultación selectiva. ¿Para qué habrá que quitar las placas? ¿Para que no las roben los coleccionistas? Me tienta subirme a una escalera para ir sacándolas de noche y de su sitio e ir ordenándolas como el coleccionista maniático que se resiste a dotar a esa placa informativa de la cuota de exaltación o de celebración franquista que la ley (con un punto de paranoia) le atribuye ahora. Casi esa hipersensibilidad viene a revelar más bien la fragilidad de fondo de nuestra conciencia democrática, la debilidad de no atreverse a contar por qué están allí esas placas y hacer en cambio lo que suele hacer la cobardía o la mala conciencia: huir, tapar, mentir, disimular. Y de igual modo que no sé bien cómo debe combinarse verdad histórica y cultura democrática tampoco sé bien si el caso de las placas servirá o no para ponernos a pensar sobre otros casos menos inocuos. Me salto la bochornosa exención que prescribe la ley para los edificios de la Iglesia (a propuesta de CiU) y me la salto porque es exactamente fer el salt (o torear) a la cultura democrática, como si en la Iglesia no hubiese encontrado Franco al más fiel, incombustible y aprovechado aliado político.

Las estatuas, las efigies, los escudos de piedra (el que se ve al final de las Ramblas de Barcelona, por ejemplo) lo complican un poco más; tienen aire a veces desafiante y hasta alguno quizá llegue a detectar la vibración aérea del vítor maldito, de acuerdo, pero ¿no es eso mucha suspicacia? ¿No es una piel demasiado sensible y delicada la de esta democracia incapaz de soportar el peso de su pasado cuando ese pasado está tan muerto como la piedra y cuando lo que tiene que hacer con él es administrarlo y explicarlo pero no esconderlo? No creo que nadie pueda creer que sacando esos escudos a martillazos va a hacer callar a gallos con micrófono o con linterna, ni veo la manera en la que pueda acallarse la turbamulta de reaccionarios subidos al carro del revisionismo histórico escondiendo una estatua en un almacén. El mejor desactivador de las nostalgias franquistas o las tentaciones de comprensión magnánima (como si hubiese sido el franquismo ese ámbito de placidez del desaparecido Mayor Oreja) es echarle todo el humor corrosivo del mundo y difundir sin cesar a ese genial Franco que aparece en Polònia los jueves en TV3 para reñir desde el infierno o desde un abandonado almacén, todavía subido a un caballo, a los disolutos demócratas y sus matrimonios antinatura o, peor aún, riñendo a estos olvidadizos demócratas que quieren rebajar la violencia despótica de su dictadura ninguneándola y no, se cargó a los que se cargó sin creer para nada que fueron excesos de sus subordinados. No sé si se podría armar ese burlesco show retro-franquista en otros sitios de España pero sí sé que se debería de poder para reír a gusto y sin miedo, ni prudencia, ni cautela, sino a carcajada abierta. ¿No será mucho más luminoso y veraz, o si prefieren didáctico e instructivo, ese Franco de coña que la omisión completa de Franco y sus pedruscos o sus placas? Hombre, no digo que llenemos los lugares en los que quedan esos restos con chistes y chascarrillos, con pantallas de vídeo con el Franco de pega diciendo burradas, pero a lo mejor se pueden dedicar unos duros a imaginar cómo hacerlo mejor que borrándolo: explicar en placas sensiblemente escritas por qué en la España del siglo XXI no hemos de tapar ese pasado, y de paso recordar también que entre los responsables de esos edificios a los que pronto les faltará la placa están algunos de los mejores arquitectos de nuestro tiempo: Coderch, de la Sota, Cabrero, y que fueron entonces peones franquistas y que fueron buenos arquitectos. Y si todo eso junto produce una mezcla que da risa porque da que pensar será que gran parte del trabajo estará hecho.

Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española en la UB.