La plaga de los ratones

Acontece muchas veces, viajando por Galicia, encontrarse en medio del monte raso una aldea abandonada. Muchas casas se conservan enteras, si bien les faltan las maderas de puertas y ventanas; otras han perdido ya el tejado o muestran todavía al aire las vigas sin tejas; otras se van desmoronando poco a poco. Las gentes han ido aprovechando primero las maderas; después la tejas y, por último, las piedras». «Si preguntamos a los habitantes de los lugares vecinos por qué aquella aldea se halla en tal estado, no es difícil que nos respondan que fue abandonada a causa de una invasión de ratones, que obligó a los vecinos a mudarse a otro lugar».

Así comienza el relato de una de las leyendas que Vicente García de Diego recogió, hace ahora sesenta años, en su rica Antología de Leyendas de la Literatura Universal. Fronteriza con el cuento y la fábula, la leyenda contiene también una intención o evocación moral, que lleva a preservar el interés del argumento, atribuyéndole la cualidad de intemporal o permanente, como ocurre con los textos clásicos.

Por eso, al lector español de hoy, también elector, que no se reconoce en la voracidad cínica y miserable de algunos actores públicos, le cuesta muy poco identificar a éstos con una plaga de roedores que, faltos de un gato que les descaste, están convirtiendo nuestras casas y nuestros pueblos, España entera, en pasto de pobreza y de ruina.

La solución que todos urgimos no puede ser, como en la leyenda gallega, la que propuso el bondadoso párroco de Lalín: cortar un ameneiro o aliso, para tender un tronco largo y grueso sobre el río próximo, a manera de puente. Por éste cruzarían los ratones, previamente exorcizados por aquél en el debido latín, trasladándose a un monte vecino. Monte en el que, según cuenta la leyenda, «no hubo una mata ni una raíz que no deshicieren». No se debe, por tanto, trasladar el mal a otra parte. La única solución es acabar con la plaga de ratones; si fuera posible, con flautista, como en Hamelín, o sin él, si ya no hay flauta que tocar.

En consecuencia, se requiere un diagnóstico urgente sobre el mal que nos invade, así como un tratamiento de probada eficacia que permita salvar ,sin efectos secundarios negativos, la salud del cuerpo social. Reconocida, desde la evidencia que acompaña a toda situación crítica, la urgencia del diagnóstico, es importante que éste venga avalado y asumido por todos aquellos que son sus naturales destinatarios, en cuanto beneficiarios del acierto en la cura o remedio. Porque lo que no cabe ya es debatir sobre la taxonomía de los múridos o, para entendernos, sobre «si son galgos o podencos» .

En cuanto al tratamiento, a mi juicio, para extinguir realmente esta legión de huéspedes indeseables, que es de lo único que se trata, hay que limpiar las casas de la aldea, una a una, porque la infección alcanza a todas, y hacerlo aprisa, antes de que la justa ira social o el silencio de los muertos ocupen las calles abandonadas. Porque, como nos advierte la leyenda, cuando las gentes conocen que un lugar, habitado hasta entonces, ha sido abandonado, lo convierten en un bien mostrenco más, del que disponen con rapacidad y, llegado el caso, con violencia. Al final, como en los paisajes de desolación que dejaban tras de sí las pestes medievales, de lo que fue un espacio para la vida y el encuentro, sólo quedan las palabras doloridas de Rodrigo Caro ante las ruinas de Itálica: «campos de soledad, mustio collado».

Pero, todavía, no es ese el escenario en el que estamos. Esta es la hora de activar la vigilancia y el juicio, con voluntad cierta de superar la incuria acumulada durante muchos años y con la mira puesta en el único norte que señala la brújula: el de un proyecto común de regeneración del contrato social que garantiza la seguridad y la convivencia en la aldea. Un proyecto asumido de buena fe, con una decisión inequívoca de actuar sin paliativos, cuquerías o vacilaciones. Porque no cabe mayor necedad, por mucho que se disfrace de prudencia o corrección política, ni peor cobardía, que hacer oídos sordos o bajar la vista ante la plaga que, día a día, indefectiblemente nos mina y nos destruye.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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