Recientemente fui invitado a trazar una semblanza de Salvador de Madariaga en el Centro de Estudios Superiores de Galicia. Cuando aún nadie imaginaba una agresión bélica tan brutal, hice una afirmación categórica ante profesores y estudiantes: no tengan dudas de que una invasión de Ucrania a gran escala se va a producir en los próximos días.
Pese a los repetidos desmentidos de Putin, mi certeza se fundaba en la relectura del artículo con el que el gran intelectual coruñés había ganado el premio Mariano de Cavia en 1968. En ‘La espada y el espíritu’, Madariaga exponía los argumentos cínicos e hipócritas del Kremlin soviético para justificar la invasión de la antigua Checoslovaquia, exactamente los mismos que estaba dando el Kremlin de Putin en esos días previos a la atroz acción militar contra Ucrania. El subtítulo que ponía ABC a aquel texto periodístico, cobra una actualidad alarmante: «La Unión Soviética es hoy la amenaza más grave a la libertad y a la paz del mundo, y, sobre todo, de Europa».
Tanto la gran Rusia de los zares como la Rusia soviética y la postsoviética han tenido siempre la obsesión de alejar de sus fronteras a sus enemigos, externos o internos, como judíos y gitanos, reales o imaginarios. Tal obsesión les ha llevado a un expansionismo exacerbado porque, querámoslo o no, mientras haya fronteras siempre habrá alguien al otro lado, suspecto de ser enemigo de Moscú cuando a la capital rusa le convenga.
Madariaga comenzaba su artículo contando la anécdota ocurrida en la primera guerra mundial, cuando el comandante de las tropas de ocupación entró en el despacho del alcalde de Bruselas y plantó su pistola sobre su mesa, a lo que el mandatario municipal respondió serenamente sacando su estilográfica y colocándola junto al revólver. Como entonces, hace más de medio siglo, la escena se carga de simbolismo: la pluma frente a la pistola, la razón frente a la fuerza bruta, las letras frente a las armas.
Quien se opuso con la pluma a la satrapía zarista, tan alejada de su pueblo que ni siquiera hablaba ruso, fue el gran poeta Aleksander Pushkin. El creador de la lengua literaria rusa recibió en pago a sus poemas declarados sediciosos las más duras represalias, exactamente las mismas con las que amenaza Putin estos días a los periodistas críticos con su aterradora campaña contra Ucrania: enviarlos a luchar al frente del Donbass. Pushkin fue desterrado a Dnipro, muy cerca del Donbass ucraniano, a la órdenes del general Ivan Inzov, en condiciones tan duras que a punto estuvo de perder la vida. Sin abandonar jamás ni su vida disoluta ni su genial escritura, el autor de ‘Alejandro Nevski’ acabará desterrado en el puerto ucraniano de Odesa, esta vez bajo el mando del general Vorontsov, aguerrido héroe de las guerras napoleónicas.
Fue precisamente Vorontsov quien, como gobernador de la Besarabia y la Nueva Rusia, las actuales República de Moldavia y Suroeste de Ucrania, hizo de Odesa la ciudad más floreciente del Imperio. Hoy la bella y culta metrópoli del mar Negro está amenazada por los buques de asalto anfibio rusos que preparan su desembarco en las idílicas playas de Arcadia, como se llama este barrio residencial en el que los odesios disfrutan plácidamente durante la estación estival. Flanquedo por las antiguas murallas defensivas de este puerto cargado de historia, a esa zona de la ciudad se accede desde el Parque Aleksander, un espacio repleto de centros culturales y deportivos, estatuas y monumentos como el gran monolito con el que los ucranios honran a los marinos desconocidos, de uno u otro bando, que perdieron su vida en este mar.
Las avenidas principales de Odesa desembocan en el maravilloso Teatro Nacional de Ópera y Ballet, de original estilo neo-rococó, que milagrosamente se salvó de los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial. Rodeado de plazas, parques y cuidados jardines, corre ahora un peligro inminente aunque los odesios lo van a defender con uñas y dientes, como su mayor tesoro. Una larga alameda, que arranca en el monumento a Pushkin, conduce desde la ópera hasta las célebres Escaleras del Potemkin, que Vorontsov hizo construir como regalo de cumpleaños a su esposa.
Esa célebre escalinata que baja hasta el mar es hoy un símbolo de la resistencia ante quien, como Iván el Terrible o Pedro el Grande, quiere convertirse en implacable zar de todas las Rusias. Están grabadas en nuestras mentes esas secuencias inolvidables del filme de Eisenstein en el que las tropas zaristas masacran a la población de Odesa. Los cosacos que perpetraron aquella carnicería son ahora sustituidos por los comandos chechenos y los elementos del Grupo Wagner, verdaderos depredadores que ya controlan Centroáfrica y Mali.
La escena en la que una madre se enfrenta a los fusileros desesperada por el dolor, con su hijo muerto en brazos, ha encontrado una trágica réplica en la realidad de esta guerra cuando una madre de Mariúpol llegaba a un hospital con el cuerpo ensangrentado de su bebé de año y medio. La brutalidad del Ejército de Putin ha superado con creces atroces la recreación fílmica de ‘El Acorazado Potemkin’ con el brutal bombardeo del Hospital Materno-infantil de ese puerto del mar de Azov, asediado con calculada crueldad.
En el verano de 2020 tuve ocasión de asistir a un maravilloso concierto de la Orquesta Nacional de Ucrania en las Escaleras del Potemkin. A pesar de la pandemia, junto a unas dos mil personas ávidas de alta música disfruté, durante el Odessa Classics, del concierto para piano número 2 de Rachmaninov como nunca lo había escuchado. Allí descubrí el talante pacífico, noble y culto del pueblo ucranio, cuyo heroísmo está sorprendiendo a todo el planeta. La pluma frente a la pistola, el arte frente a las bombas. No están defendiendo solo a su país, están tratando de salvar al mundo y a la cultura humana porque ellos saben que Putin no se detendrá en sus fronteras. Como todo dictador iluminado tiene una única obsesión: dominar el mundo.
José María Paz Gago es escritor.