La plusmarca de Rajoy

Siendo tan buen aficionado al deporte, doy por hecho que Rajoy lo será también a las estadísticas. Y que, por lo tanto, se habrá dado cuenta de que acaba de batir una plusmarca ante la que no podrá por menos que experimentar sentimientos encontrados.

En concreto el pasado día 5 de este mes de marzo de 2010 Rajoy se convirtió en el líder de la oposición que más tiempo ha ostentado esa condición en 33 años de democracia. Al haber transcurrido 2.376 días desde que el 2 de septiembre de 2003 fuera elegido candidato del PP a la presidencia del Gobierno, superaba así los 2.375 días durante los que Aznar ejerció esa función, desde su equivalente designación como paladín popular el 4 de septiembre de 1989, hasta la «amarga victoria» del 6 de marzo de 1996. Esto significa que ayer, sábado 27, fecha de su cumpleaños, Rajoy superaba en 23 días a Aznar y había llevado el récord hasta los 2.398 días; que hoy, domingo 28, ya son 2.399; y que mañana, lunes 29, serán exactamente 2.400 orondos y lirondos.

Lejos quedan ya los 1.961 días de Felipe González como líder de la oposición -contados naturalmente desde las primeras elecciones generales, en las que se convirtió en alternativa, hasta las terceras que ganó menos de cinco años después- y no digamos nada de los escuetos 1.318 días que le bastaron a Zapatero para conquistar La Moncloa desde su inesperado triunfo en el Congreso del PSOE, el 22 de julio de 2000, hasta su no menos inesperada victoria en los comicios celebrados 72 horas después del 11-M.

No entran en este ranking ninguno de los dos presidentes del gobierno de la UCD, pues tanto Adolfo Suárez como Leopoldo Calvo Sotelo llegaron al poder desde el poder, ahorrándose así el duro oficio opositor. Tampoco incluyo a Fraga y a Almunia que -además de quedar lejos de la plusmarca de Rajoy- nunca culminaron el empeño de ganar unas elecciones, ni por supuesto a los efímeros Hernández Mancha y Borrell, que ni siquiera llegaron a tener la oportunidad de competir.

Como no faltará algún pejigueras -en esto de las estadísticas siempre pasa- que alegue que constitucionalmente no se deja de ser líder de la oposición hasta el día de la investidura como presidente, debo precisar que será el 3 de mayo cuando Rajoy supere los, en ese caso, 2.434 días de Aznar, quien en 1996 necesitó 59 lunas para convencer a Pujol de que le apoyara. E incluso si topáramos con un purista que argumentara que técnicamente sólo se convierte alguien en jefe de la oposición cuando es elegido líder de su partido, también habría una respuesta y un horizonte inmediato: han pasado 2.014 días desde que el 3 de octubre de 2004 Rajoy asumiera formalmente la presidencia del PP y será por lo tanto dentro de cinco meses y tres días, es decir el 31 de agosto cuando supere los 2.166 días que transcurrieron entre el 1 de abril de 1990 en que Aznar fue elegido líder del PP en el Congreso de Sevilla y su victoria electoral.

Si combináramos ambas variantes y fijáramos el cómputo entre el acceso a la presidencia del partido y la entrada por la puerta de La Moncloa, aún habría que esperar los consabidos 59 días más y nos iríamos entonces al próximo 29 de octubre como fecha de la nueva plusmarca de Rajoy. Pero yo me aferro a que el primer criterio es el correcto. No porque me venga bien para homologar ya el récord, sino porque nunca se ha dado el supuesto de que el vencedor de unas elecciones generales no sea quien después forme gobierno y porque, tanto en el caso de Aznar como en el de Rajoy, la designación como candidato implicó la asunción en funciones del liderazgo del partido.

Digamos, pues, como balance que, se mida como se mida, Rajoy lleva camino no ya de superar, sino de pulverizar todos los récords de longevidad en el ejercicio de la oposición democrática. Y hago esta afirmación categórica porque a estas alturas nadie duda de que él seguirá al frente del PP y será el candidato en los próximos comicios y porque tampoco se percibe, pese a las acuciantes necesidades nacionales, escenario alguno de adelanto electoral. Si nos ponemos en la muy verosímil hipótesis de que los españoles seamos llamados a las urnas el domingo 4 de marzo de 2012 -por respeto a las víctimas no podría ser el 11-M y el 18 supondría en la práctica alargar la legislatura- eso implica que faltan aún 707 días, contando con que ese año es bisiesto. Y eso implica también que, si no media un indeseable infortunio, Rajoy establecerá entonces una formidable plusmarca nacional de al menos 3.107 días como líder de la oposición, difícilmente igualable durante las próximas generaciones. Dejo en manos de expertos documentalistas la corroboración de si se trataría también, como barrunto, de un récord de Europa o incluso de un récord del mundo.

Los sentimientos encontrados que eso le debe producir, a los que me refería al principio, son por supuesto la satisfacción y el vértigo. Satisfacción, porque es indudable que muy pocos daban un duro por la consolidación del liderazgo de Rajoy tras la derrota del 2004 y no digamos nada tras la del 2008. Yo mismo lo había definido como «el hombre que tenía una sola bala», dando por hecho que un segundo revés ante Zapatero le llevaría a retirarse elegantemente, impulsando así en el PP una renovación democrática equivalente a la que protagonizó el PSOE en el 2000. Al margen de que eso era lo que yo deseaba y de que la propia reacción de Rajoy aquella noche en el balcón de Génova estimuló el general convencimiento de que es lo que ocurriría -es decir al margen del chasco-, es importante subrayar que su decisión de seguir adelante puso de relieve que había en él una mezcla de legítimo egoísmo y empecinada resistencia, con la que nadie contaba.

Combinando las malas artes de los avales del Congreso de Valencia con las buenas artes de un ejercicio del liderazgo blando -en el sentido del soft power de Joseph Nye- pero integrador y sin errores de bulto, Rajoy ha mantenido al PP unido en torno no a unos valores, un proyecto intelectual o una visión de España, sino en torno a un objetivo claro: desalojar al PSOE del poder y reemplazarlo en el Gobierno. Durante la pasada legislatura y el comienzo de la actual ese quítate tú para ponerme yo no fue percibido como una motivación suficiente para articular una nueva mayoría social. Sin embargo, a medida que la crisis económica se extendía y agudizaba, ese objetivo empezó adquiriendo los perfiles de una opción a considerar y ahora ya va quedando moldeado como una necesidad nacional.

En 2008 sólo a una minoría ideologizada le iba la vida en que no siguiera Zapatero. Por eso volvió a ganar: porque incluso muchos a los que no les gustaba, podían soportarle. España tenía aún el suficiente nivel de prosperidad como para permitirse el lujo de estar gobernada por un diletante creativo lleno de contradicciones. Todo indica que en 2012 serán millones los que, en cambio, acudirán a votar contra él con la conciencia de estar jugándose el bienestar de las actuales y futuras generaciones. Y es al asomarse a ese balcón cuando Rajoy debe sentir un vértigo propio de las peores pesadillas.

Yo creo que el plusmarquista pontevedrés va a ganar las próximas elecciones. Pero, ¿y si no las gana? Por muy seguro que se sienta, por muy en paz que viva consigo mismo, por muy bien que duerma a pierna suelta, el mero hecho de que quepa esa posibilidad -y vaya que si cabe- debería de producirle los suficientes escalofríos como para que quienes le atribuyen la implacable ambición de los tímidos sepan que en el pecado está teniendo la penitencia.

En la selección nacional juegan muchos -cada partido por lo menos 11- pero sólo uno puede tirar el penalti en el que se decide el campeonato el día de la final. El que asume el reto sabe que no puede fallar. Que tiene, por utilizar las palabras que hoy emplea Aznar para evocar su propia experiencia, «la responsabilidad y la urgencia del acierto». Sobre todo, si se empeña en tirar el penalti en contra del criterio de gran parte de la afición. Y no digamos nada si es con el antecedente de haberlo fallado en las dos ediciones anteriores. De nada servirá recordar que la primera vez alguien había embarrado el campo por la noche y que en la segunda el balón pasó rozando el poste. Si a un delantero le pasa eso por tercera vez, más le vale ir excavando un pozo que llegue hasta el fondo de la tierra o pedir plaza vitalicia de aparcacoches en la Estación Espacial Internacional.

Rajoy tiene muchas virtudes; pero a día de hoy, y probablemente eso se prolongará durante los dos agónicos años de espera que nos quedan, su principal atributo es no ser Zapatero. No se trata ni siquiera de que sea un anti-Zapatero. Le basta con ser un no-Zapatero, el único otro español que va a estar en condiciones de ganar las elecciones. Ésa es su utilidad. Y también, claro, su fragilidad. Porque primero Rajoy se hizo inevitable, al cerrar con ayuda de los barones regionales toda posibilidad de que alguien le sustituyera; y ahora su estrategia no va destinada a obtener adhesiones, sino a evitar rechazos.

Es obvio que tales palancas no sirven para abrir la espita del entusiasmo y, por lo tanto, nadie llorará por ese liderazgo si desemboca en un fiasco. Pero a la velocidad con que se está desmoronando la confianza en el Gobierno, cada vez es más probable que sea suficiente para tener éxito. Es decir, que los españoles lleven a Rajoy a La Moncloa sin que él tenga ya que poner demasiado de su parte. Bastará urdir un programa razonable y no resbalar de aquí a entonces en ninguna cáscara de plátano. Los tiempos no pueden ser más propicios para el arriolismo o tecnocracia de lo políticamente correcto.

Todo esto es poco emocionante, pero puede ser una fórmula viable de escapar de la catástrofe. Por desgracia, la realidad deja muy poco margen para la fantasía. Rajoy no va a ser un soñador para un pueblo, pero tampoco parece lógico que a un sonámbulo le suceda otro sonámbulo. Quemada ya en meras salvas de artificio la poca pólvora que quedaba a disposición del pacto para salir de la crisis, todo indica que vamos hacia una recaída, sin apenas haber tenido tiempo de mejorar. En el otoño se acrecentará la angustia del paro, la recesión y el déficit y cundirá tal impotencia que no quedará otra que ir contando los días y tachando los palotes en la pared de la celda. Cuando se hayan cumplido los ocho años menos 10 días de condena encontraremos a Rajoy esperándonos a la puerta de la cárcel y nos subiremos al coche sin tan siquiera pedirle demasiados detalles del sitio a donde piensa llevarnos.

Se le acusa de jugar al «cuanto peor mejor»; pero si ésa fuera su táctica, tampoco necesitaría ser demasiado proactivo, pues el actual Gobierno se las basta y sobra para profundizar en sus errores. De lo que no cabe duda es de que cuanto más hundidos estemos y más feas sean las expectativas, mayor será el margen para que la novedad se identifique con la mejoría. No es casualidad que Rajoy se haya fijado tanto en el potencial político que para los actuales gobernantes griegos tiene el hecho de poder echarles la culpa de todo a sus antecesores.

Es imposible anticipar lo que ocurrirá cuando llegue la hora de la verdad y a un gobierno presidido por Rajoy le toque pasar de las musas al teatro, pero ahora que va a cumplirse el 20º aniversario de aquel congreso de Sevilla en el que se refundó el PP bajo el lema «Centrados en la libertad»; ahora que vivimos en una España en la que hay quienes parecen necesitar que Zapatero sea no un hombre equivocado, sino directamente un felón y se aferran a su cliché más allá de la evidencia; ahora que otros hacen el ridículo al estratificar a la ciudadanía de acuerdo con sus filias, fobias y demás traumas infantiles -¿qué sería de alguno sin sus amigos los falangistas?- de manera que el fin justifique los medios ilegales de su juez campeador y ningún medio legal les sea concedido a las víctimas de sus desmanes; ahora que hay ya una figura importante del PP camino del banquillo y quién sabe si de la cárcel, acusado directamente de robar; ahora que la crisis es terreno abonado para que renazcan la histeria y la desmesura, debo admitir que, aunque no sea mi disciplina olímpica favorita, aunque se trate de un deporte que yo no recomendaría a nadie, la parquedad del ponerse de perfil no deja de ser una forma de centrismo. Y, oigan, una plusmarca es una plusmarca.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.