La polarización como farsa

«Hoy España es el tablero donde las dos fuerzas internacionales en lucha, fascismo y comunismo, se juegan la hegemonía mundial». Con esta crudeza simplificadora resumió Clara Campoamor la Guerra Civil en su libro La revolución española vista por una republicana. La exdiputada había salido de España apenas un mes después de su inicio, cuando el golpe se había convertido en guerra y el de 1936 ya era el verano del terror. “España está hoy entregada al furor y al exceso de dos locuras”, repetía en un artículo titulado Fanatismo contra fanatismo. Su análisis coincidía con el de otro célebre republicano liberal, el periodista Manuel Chaves Nogales, que decidió marcharse unos meses después. Ella se fue en septiembre. Él se quedaría hasta noviembre. Cuando el Gobierno dejó Madrid, Chaves sintió que todo estaba perdido para la democracia. Su percepción de la guerra y de su desenlace habían cambiado por completo en cuatro meses.

Como explicó Santos Juliá en el prólogo de la edición de María Isabel Cintas con la que Renacimiento rescató las Crónicas de la Guerra Civil de Chaves, ese cambio nació de la transformación del conflicto y de sus vivencias. La sublevación contenida por la República en Madrid con apoyo de las organizaciones obreras pasó a ser una guerra de desgaste y destrozo. Una guerra moderna donde la retaguardia también jugaba. Chaves Nogales, como Clara Campoamor, la vivió en un Madrid bombardeado por la aviación fascista donde el PCE se erigió como el gran defensor de la ciudad. No pasarán, rezaban los carteles que inundaban las calles de hoces y martillos. Y no pasaron hasta que la guerra terminó.

Con sus experiencias en la mochila y la perspectiva del Madrid de estos meses, Chaves y Campoamor compartieron la misma convicción desesperanzada y el mismo análisis simplista que redujo todas las dimensiones de un proceso complejo a una disyuntiva: fascismo contra comunismo. Pero no sería justo juzgar esta falta de matices puntual desde la confortable existencia de 2021. Porque disponemos de información abrumadora sobre aquel momento aciago. Porque no sabemos qué se siente cuando suena la alarma de bombardeo. No hemos visto florecer cadáveres al amanecer en las cunetas. Nuestras ideas no nos condenan a muerte. No vivimos en medio del horror de la guerra ni nos hemos refugiado en un exilio del que no regresaremos. No hemos sentido su miedo. ¡Qué menos que ser generosos e intentar comprender!

La guerra es una realidad aún viva en otros entornos, como los golpes de Estado y las represiones brutales. Frente a estos contextos de terror real, los discursos apocalípticos y guerracivilistas que inundan con tenacidad la política actual resuenan frívolos e interesados. El mundo de las disyuntivas simples y rotundas intenta moldear de manera machacona la realidad. Es la polarización, dicen. Un animal mitológico que espolea conciencias para movilizar a los nuestros, prietas las filas. Ataca gigantes y crea cortinas de humo que distraen de los problemas reales. Es la polarización, dicen. A fuer de repetición, cualquiera pensaría que es inevitable. Por no ser, no es ni novedosa, aunque en 2004 su nombre era crispación. No faltaban entonces las acusaciones al Gobierno de llegar al poder de manera ilegítima, las conspiraciones, los muertos que echarse en cara, los insultos, las manifestaciones multitudinarias, los choques por una ley de educación… Faltaba Twitter, pero había blogs y SMS.

Una crisis económica, un 15-M, una muerte no tan mortífera del bipartidismo y un auge no tan floreciente de la nueva política después, la polarización resurge. Casi parece que nos acostumbramos a ella. En un escenario donde el sistema se ha transformado en un bibloquismo estable, los partidos coquetean con los hiperliderazgos, sumergidos en la dicotomía de ganar (o sobrevivir) en su bloque, mientras intentan imponerse en conjunto al bloque contrario. En lugar de apuntalar los acuerdos, tan necesarios en un contexto fragmentado, las posibilidades de coalición se vuelven más rígidas.

En el fondo, la polarización no es más que una estrategia para reconquistar el poder perdido, asegurar el que se tiene o no perder fuelle. Una pelea por ocupar espacios y apuntalar legitimidades. La precampaña madrileña y sus disyuntivas falaces son el último ejemplo. Iglesias se reinventa como el dique contra el fascismo. Ayuso agradece su incorporación, que le permite tensar más el discurso y subir la apuesta. Comunismo o libertad. La presidenta señala como rival al líder del quinto grupo de la futura Asamblea según las encuestas. Las elecciones se dibujan como un plebiscito múltiple. Ayuso contra Iglesias. Ayusismo frente a sanchismo. La Comunidad de Madrid frente al Gobierno de España. La irreal disputa entre fascismo y comunismo por la hegemonía del tablero madrileño supone un coste de legitimidad institucional, enrarece la relación entre los aún movilizados y diluye en un choque identitario de diseño los qués relevantes de unas elecciones autonómicas en tiempos de pandemia. Como escribió Marx, la historia se repite dos veces. Si la Guerra Civil fue la tragedia, ahora es el turno de la farsa.

Pilar Mera Costas es profesora de Historia Social y del Pensamiento Político en la UNED.

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