La polarización venezolana

Desde el anuncio de la muerte del presidente Chávez, la conducción de la revolución ha hecho esfuerzos por contenerse en un estrecho reducto narrativo erigido –con más nervio que razón– para mantener la imagen de lealtad al legado político del “líder supremo”. La proyección de una imagen de un Gobierno cohesionado se convirtió en la principal política pública del interinato de Nicolás Maduro en el poder. Lo cual puso en segundo plano el espíritu autocrítico que el mismo Chávez recordaba en su proclamación, ante el inocultable repunte electoral de la oposición en el 2012. Realidad que sería tímidamente retomada en los pocos días oficiales de campaña, dejando todo el esfuerzo comunicativo del Estado para la construcción de una religiosidad política alrededor de la figura de Hugo Chávez.

Con las dificultades heredadas de 14 años de revolución y la erosión de su base electoral, se hacía inevitable un contexto socioeconómico complejo: alta inflación, devaluaciones, desabastecimiento y precarización en los servicios públicos. Pese a ello, unas elecciones sobrevenidas marcaban el advenimiento de una nueva etapa política, en la que el Gobierno debía demostrar que es posible continuar la revolución sin su líder máximo.

Poco después del despliegue mediático del funeral, Maduro se convirtió en el centro de todas las miradas. Su actuación estuvo expuesta al escrutinio popular. La conducción de la revolución en esta ocasión no contó con la transferencia ni el carisma, ni la creatividad y ni la capacidad persuasiva que Chávez tenía.

Los resultados de las elecciones del pasado domingo nos ofrecen varias imágenes. Nos hablan de un país partido en dos mitades casi iguales, de una sangría en la base electoral chavista, de un inédito repunte de casi 17 puntos porcentuales de Henrique Capriles en dos semanas y una sostenida participación ciudadana (80% de concurrencia electoral). La mayoría de los votos favorecen a Nicolás Maduro (50,78%) mientras que Henrique Capriles obtendría el 48,94%. Pero este ajustado resultado no es reconocido por la oposición, ya que aseguran tener otros registros, además de una compilación de incidencias a escala nacional que condicionan directamente el cómputo de los votos. Una petición de auditoría del 100% de los votos no se hizo esperar. El principal disparador de una crisis de gobernabilidad en el preámbulo de esta nueva etapa política post-Chávez.

Mientras redacto estas líneas, cacerolas de protesta exigiendo auditoría por un lado, frente a estruendos pirotécnicos reclamando aceptación de los resultados por el otro, surcan el cielo por estos días en pueblos y ciudades venezolanas. Pero una realidad contundente crispa los nervios de unos y vigoriza el entusiasmo de otros: las bases de legitimidad electoral del Gobierno han quedado inocultablemente tocadas.

El fundamento del concepto democrático de la revolución, que se ha basado durante años en la legitimidad de origen electoral, se ve duramente golpeado por una errática candidatura que asumió como “transferible” todo el capital político de Chávez. Ese capital político, aunado al impune uso abusivo de los recursos públicos, fue despilfarrado por un candidato que gracias al apoyo de partidos minoritarios pudo evitar una catástrofe electoral sin precedentes. La tarjeta del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) por primera vez en 14 años pasó al segundo lugar en las preferencias electorales.

Estos resultados suponen una realidad muy distinta a la legitimidad electoral del 2006 (cercana al 63%). Pero el comportamiento del propio Nicolás Maduro no parece ser sensible a esta realidad, manteniendo una relación hostil y de enfrentamiento con las peticiones de auditorías de una oposición convencida de su victoria y del carácter pacífico de sus estrategias.

Incluso en países con sistemas de gobiernos presidencialistas, contextos electorales tan divididos supondrían un talante más conciliador, de reconocimiento mutuo y de diálogo político de ambas partes que permitiese un esquema de gobernabilidad más sostenible en el tiempo. Sin embargo, ambas mitades del país han recrudecido sus posiciones antagonistas. Finalmente, ayer el Consejo Nacional Electoral autorizó una auditoría de todos los votos “en aras de la armonía” para mitigar la creciente conflictividad. Un contexto que sugiere el comienzo de un gobierno seriamente condicionado por un inocultable desgaste de su legitimación de origen, atrincherado en sus posiciones más dogmáticas y con un desempeño cuestionado por medidas políticas y económicas.

La revolución vive hoy días aciagos, producto en cierta medida de un paradigma de gobierno que durante 14 años de concentración de poder, obediencia y megalomanía, fue tejiendo una extensa burocracia conducida por una élite de militantes, aduladores y personajes de confianza de Chávez. Lo cual, además de desprofesionalizar la administración pública, promovió la precarización progresiva de un Estado cada vez más interventor en la agenda social, pero con notorios visos de ineficiencia, corrupción y opacidad.

Hoy Venezuela presenta una compleja conjunción de varias crisis (fiscal, productiva, sociopolítica y de liderazgo presidencial). Un contexto sobre el que lamentablemente pudiera redactarse una nueva página de la polarización que ha azotado al tejido social venezolano, y que hace suponer el advenimiento de una crisis de gobernabilidad de incalculables implicaciones.

Xavier Rodríguez Franco, politólogo hispanovenezolano. Magíster en Estudios Latinoamericanos (USAL)

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