La policía de las croquetas

La escena tiene lugar en Londres un día de invierno de 1977 y en el interior de un amplio hall alquilado por la delegación de la Junta Democrática española en Reino Unido. El local está lleno de españoles: estudiantes, trabajadores de la emigración y algún periodista, entre los que no faltan simpatizantes de la izquierda inglesa, la misma que había marchado en los años anteriores de esa misma década alrededor de Trafalgar Square manifestándose contra el golpe de Pinochet en Chile, los muertos y desaparecidos del Cono Sur, los últimos asesinatos de Franco. En el estrado, varios políticos de la oposición antifranquista aún semiclandestina y alguna voz significativa de la intelligentsia exiliada, en Oxford, en Londres, en el norte y el este de Inglaterra, no sólo tras la Guerra Civil sino también a lo largo de los oscuros años 50 y 60 de la dictadura.

El general lleva dos años muerto, las perspectivas de un cambio real en España aún son inciertas, pero en el hall londinense hay optimismo, yo diría que incluso entusiasmo. Acabados los discursos, con su lógica porción de arenga, una distinguida profesora catalana de la Universidad de Londres, muy valiosa intelectualmente y de impecable historial progresista, toma el micrófono y pide lo que todos sabíamos que se esperaba también de nosotros al fin del mitin: algo de dinero para sufragar los gastos de esa delegación británica y del alquiler del recinto. Sacamos del bolsillo, el que más y el que menos, las libras esterlinas. Hasta que la profesora, con gesto simpático y la mejor intención del mundo, pide desde arriba la presencia voluntaria de "unas cuantas chicas guapas" del público para proceder a la recogida de fondos.

No fue generalizado, pero se oyó (y la querida profesora lo oyó y se desconcertó, a pocos metros de la fila donde yo me sentaba) un murmullo de desa-probación de una parte de los asistentes, chicas sobre todo, guapas y feas, a las que les pareció, con toda razón, que aquella frase incluía un estereotipo sexista agravado por la personalidad impecable de la speaker, el lugar y la motivación del acto.

He recordado la anécdota ahora que, sin excesivo ruido mediático (si se me permite la expresión), se ha logrado una pequeña victoria (a mí me parece un triunfo) gracias a una mujer, Bibiana Aído, famosa por una desdichada palabra que no habría causado ningún revuelo de haber sido dicha en Valencia, donde ahora todo se enseña en inglés y, por consiguiente, el member no tiene femenino.

La ministra Aído, advertida por la senadora del Partido Popular María Jesús Sainz, a quien hay que agradecerle el gesto, pidió y ha obtenido del Ministerio de Economía y Hacienda la retirada de un anuncio radiofónico que, para animar a los oyentes a comprar Letras del Tesoro, reproduce una conversación entre una psicóloga que recomienda a su paciente cambiar de vida radicalmente, incluso si eso le obliga a abandonar a su pareja. A lo que el hombre contesta: "¿Dejar a mi Puri? Pero ¡tú estás loca! ¡Si mi Puri es lo más grande! ¡Cómo se nota que no has probado las croquetas de mi Puri!".

A algunos amigos míos de izquierda (y aquí no pido excusa por usar el término) que han vivido y por tanto evolucionado en los 30 años largos que han pasado -por la historia de España y por nuestras conciencias- desde aquel día de Londres, les ha parecido una pijada esto del anuncio denunciado, según ellos una broma tontona pero no hiriente que, al ser retirada tras la mínima aunque eficaz protesta del Ministerio de Igualdad, supone una vuelta de tuerca más en el clavo de lo políticamente correcto.

Otros conocidos de mayor empuje dialéctico van más lejos y opinan que la iniciativa de la senadora y la ministra se añade a una corriente creciente de policía del pensamiento que, emanada especialmente de los grupos feministas y de las minorías sexuales, raciales y religiosas, aspira a uniformar el lenguaje, recortar el humor e imponer un código a la circulación de nuestras ideas y nuestros deseos.

Pero una cosa es, me parece a mí, la legítima expresión privada (y no sólo en privado) de la caricatura, el exceso verbal y los gustos perversos, que por supuesto puede llevar a mostrar con tintes burlones al profeta Mahoma, a las 11.000 Vírgenes, a Cristo Rey, al Rey de España y al más pintado, y otra, muy distinta, que en una sociedad como la nuestra, tan aprisionada aún en los moldes del peor pasado, la cosa pública se permita gastar bromas de mal gusto sexual a costa del contribuyente.

Como revelan los últimos acontecimientos, desde el más cotidiano (el aumento en nuestro país de la piratería musical y cinematográfica) hasta el más excepcional (la crisis bancaria), la libertad de acción considerada como una respetable inercia propia del individuo se convierte demasiado a menudo en un grave disparate sin las oportunas correcciones. O lo diré más crudamente: sin vigilancia.

La palabra policía no es tan siniestra como creíamos los que conocimos de cerca a los grises del franquismo o como sostiene el alto comisariado de los gudaris. Policía, a través de su origen greco-latino, viene de polis, ciudad, y su desarrollo semántico hace alusión al buen arreglo -aseado y respetuoso con los demás- de todos los ciudadanos.

El equilibrio de nuestra imperfecta sociedad requiere la limpieza (y qué bonito es el vocablo italiano pulizía) de hábitos agraviantes, de fraudes que ya tienden a hacerse habituales y de conceptos mentales que ensucian la imagen del prójimo.

Remato mi pequeña anécdota de la Transición con un final de apólogo personal. En mi casa trabaja por horas una persona que se llama como la esposa del señor del anuncio. Es mujer, aunque hace años tuve assistant doméstico masculino, que fregaba muy bien pero era un desastre planchando.

Cuando la semana pasada alguien me dejó oír el anuncio de Puri me reí. Y eso que no me gustan las croquetas. Luego entendí de qué lugar de una injusta supremacía masculina salía. Sin haber tirado esta piedra en concreto, no soy inocente.

Vicente Molina Foix, escritor.