A finales del siglo XIX Nietzsche esbozó una idea que, con la clarividencia que solo tienen los genios, se adelantaba a sucesos venideros. En su obra 'La gaya ciencia' anunció que Dios había muerto y que nosotros lo habíamos matado. Este postulado se interpreta generalmente diciendo que el hombre moderno ha dejado de necesitar la figura patriarcal de un ser superior sobre la que, desde los albores de los tiempos, se ha construido la civilización. Y esa mayoría de edad, llamémosla así, podría sonar a priori liberadora y avanzada: ya no más religión castrante con sus leyes inflexibles y sus mitos imposibles de creer; el lugar de Dios lo ocupa ahora la ciencia y, a través de esta y de la razón, todo se explica.
Sin embargo, aquellos que no se han quedado en el mero enunciado y han leído el resto del postulado, saben que Nietzsche, a pesar de ser un furibundo detractor de la religión (en especial de la católica) argumenta a renglón seguido que cuando uno desecha la fe cristiana desecha también la moral occidental y todos sus valores. Y con todo, eso no es lo peor. Según él, la pérdida de valores y de puntos de referencia conduce a veces al nihilismo y otras, a la necesidad de sustituir a Dios por otras deidades y a convertir en religión cosas que nada tienen que ver con ella, como la política, por ejemplo. En el siglo XX esa sustitución se llamó por un lado fascismo, con toda su delirante parafernalia y sus xenófobos argumentos del superhombre. Y por otro, comunismo, con atributos similares al fascismo, a los que habría que añadir el culto a la personalidad y la deificación de una nueva santísima trinidad: la de Marx, Lenin y Stalin.
El tiempo hizo que esas dos religiones sustitutivas que tanto dolor causaron perdieran, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, prácticamente todo predicamento. Sin embargo, según Nietzsche, no se puede estar demasiado tiempo sin dioses. Tal vez por eso las descreídas sociedades occidentales empezaron a encontrar reemplazo en otras religiones laicas que practican con inusitado rigorismo y fervor: la corrección política en todas sus formas y vertientes, el culto reverencial al cuerpo, el egocentrismo, etcétera. Otro sustitutivo más lúdico es el deporte, y en especial el fútbol, con la subsecuente elevación de sus ídolos a los altares. Algunos incluso en el más literal sentido de la palabra, como Diego Armando Maradona, que cuenta en Nápoles con santuarios donde se le reza y venera. Porque lo que no saben los enterradores de Dios es que, como también apuntó Nietzsche, la necesidad de creer es una pulsión muy arraigada, y la gente necesita algo que dé sentido a sus vidas y explicación a lo inexplicable.
En la Antigüedad, en el mundo clásico, existían dos modos reconocidos de buscar explicación a lo que nos rodea y ambos eran esenciales y a la vez complementarios. Al primero lo llamaban 'logos', y tiene que ver con la razón, con la observación empírica, con el ánimo de comprender cómo y por qué funciona la naturaleza y/o el universo. 'Logos' ha sido decisivo a la hora de estructurar sociedades y lograr avances técnicos y científicos, pero tiene una limitación, no sirve para dar respuesta a las grandes incógnitas: qué somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Tampoco ofrece amparo ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Para responder a estos imponderables, nuestros antepasados tenían otro modo de explicar a la vida y lo llamaban 'mythos'.
'Mythos' suele asociarse con la religión, incluso con la superstición, pero tal como lo entendían los clásicos, era mucho más que eso. Ahora pensamos que mito es sinónimo de mentira, pero esa es una visión muy angosta, porque las creencias, de la índole que sean, cumplen una función. Sirven para paliar el vacío, la pérdida, ayudan a la gente a negociar con el lado oscuro de su psique, al que es difícil acceder pero que tiene una influencia decisiva en el comportamiento humano. Y, por encima de todo, las creencias dan sentido y objetivo a todo lo que es incomprensible. Dicho de otro modo, más allá de creer en un dios, existe la necesidad de pensar que nuestras vidas tienen lógica y esta es una pulsión demasiado fuerte como para obviarla y, en caso de hacerlo, acaba manifestándose, solo que de otro modo. Esa es la razón por la que Nietzsche, una vez que proclamó la muerte de Dios, advirtió que era necesario elegir muy bien con qué sustituirlo, so pena de acabar abrazando religiones muy poco recomendables, como ocurrió con el nazismo y el comunismo en el siglo XX. Como parece estar pasando también ahora en el XXI con la proliferación de nacionalismos excluyentes, dogmatismos de uno u otro signo y populismos caudillistas que se rigen más por las emociones que por el raciocinio.
Todos estos fenómenos son, según él, religiones sustitutivas. Y toman de la religión formal no sus virtudes, que son muchas, sino sus peores vicios: la intransigencia, el fanatismo, el comulgar con ruedas de molino, el dogmatismo o el elitismo. Nietzsche no vivió para comprobar cómo los nazis utilizaron su teoría del superhombre para elaborar sus tesis supremacistas. Tampoco llegó a ver cómo en Rusia y en China se sustituía la idea de dios por la deificación de Lenin, Stalin o Mao. ¿Qué pensaría de nosotros, avanzados y sofisticados habitantes del siglo XXI, y de nuestras nuevas religiones tan parecidas a las anteriores? Imposible es saberlo, pero él enumeró otras fes laicas que podrían ayudar a neutralizarlas.
Habló del cultivo del espíritu, de la búsqueda del conocimiento, del poder sanador del arte y del altruismo… ¿Demasiado utópico? Sí, quizá. Pero, como decía mi compatriota Eduardo Galeano, la utopía es como el horizonte: si uno camina dos pasos, ella se aleja y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. ¿Para qué sirve entonces la utopía?, se preguntarán ustedes. Pues sirve precisamente para eso, para avanzar, para caminar.
Carmen Posadas es escritora.