La política de la duración y el nihilismo político

La situación política española suscita tristeza y perplejidad. Es de buen tono, de una impecable corrección política, deplorar el declive de la cortesía, el partidismo rampante y ramplón, la falta de sentido cívico y de responsabilidad, y la apoteosis del fanatismo sectario. Y queda bien repartir mandobles admonitorios a diestra y siniestra, y exigir la recuperación del diálogo y la concordia entre los dos grandes partidos, y su acuerdo en los grandes asuntos de Estado. Pero lo que ya empieza a resultar impertinente es indagar a quién le corresponde la responsabilidad principal, a menos, eso sí, que uno, aunque sea faltando a la verdad, eche la culpa a la derecha de toda la vida que, como siempre, termina por echarse al monte antidemocrático. Pues esto queda, desde luego, muy bien, al menos en algunos ámbitos. Pero si se contempla la realidad sin prejuicios, y sin negar que algunos dirigentes de la derecha no se comportan como exquisitos caballeros ni hablan como reflexivos pensadores, se concluirá que aquí quien ha cambiado nítida, y aun radicalmente, su política ha sido la izquierda socialista. Por eso ponen tanto empeño en convencer de lo contrario, de que la derecha se ha vuelto preconstitucional, antidemocrática y casi fascista. Mas, ¿quién ha cambiado su estrategia en la lucha contra el terrorismo? ¿A quién no le satisface la Constitución, al menos en parte, y aspira a reformarla (a veces por la vía de hecho)? ¿Quién ha operado un giro radical en la política exterior? ¿Quién se ha vuelto más complaciente con los nacionalismos insaciables? ¿Quién ha emprendido un programa intervencionista y antiliberal de reformas sociales y de las costumbres? ¿Quién aspira a relegar al otro partido al frío inclemente de la marginalidad? ¿Quién se ha comprometido a no pactar con el otro?

No creo que la política española viva un debate ideológico. Por eso quien aspire a entender la gestión del Gobierno a partir del examen de ideas, principios y valores, se verá necesariamente defraudado. Claro que apelan a algunos de ellos, pero se trata de algo parecido a lo que el politólogo italiano Gaetano Mosca llamaba «fórmula política», puros argumentos para justificar el propio poder y conservarlo. Ciertamente, la izquierda occidental vive una grave crisis, después del fracaso del «socialismo real» (el irreal, precisamente por serlo, nunca fracasa). Se debate entre la utopía fracasada y la socialdemocracia brumosa. Exhibe su crisis cuando se define mediante un puñado de «antis»: anticapitalista, antisistema, antiyanqui, incluso anticristiana. No existe un sistema ideológico más o menos identificable, sino meros retazos de algo que tuvo sentido en un tiempo pasado. El «anti», la definición negativa, es la última fase de degradación de los «ismos». En España, la izquierda olvida su tradición jacobina y su fidelidad a la nación para abrazarse con los nacionalismos, canjeando igualdad por privilegios identitarios, olvidando a las personas para entregarse a las identidades colectivas. Y asume una especie de fobia antiespañola. Y arroja por la borda la transición, la concordia y, si hace falta, la propia Constitución. Todo ello entre un silencio ominoso de la inmensa mayoría de los políticos e intelectuales de la izquierda, sálvense los pocos que pueden. Pero la clave no se encuentra en una traición a viejas ideas en favor de otras nuevas, sino en la carencia de genuinas ideas.

En realidad, a lo que asistimos es a una política de la duración, el «duro deseo de durar» de Paul Eluard. Más bien, puro deseo de durar. Es normal que quien posee poder tienda a preservarlo. No es éste un rasgo exclusivo de la izquierda. Pero lo debido es que, junto a él, coexista la fidelidad a ciertos principios y valores. La democracia es un régimen de opinión. Y quien aspira al poder, debe convencer y también halagar a la mayoría. Pero esa aspiración debe atemperarse mediante el respeto a unos límites morales. Junto a una política sofística, entendida como mero arte de obtener y conservar el poder, siempre cabe una política socrática que busca la justicia y el bien público. Pero, se dirá, ¿qué mejor criterio que la opinión de la mayoría para discernir ese bien común? Sin embargo, una mayoría puede dejar de ser justa y, por lo demás, sus prejuicios no siempre ni necesariamente conducen a su bienestar ni a su libertad. La libertad no conduce al bienestar ni a la justicia si las opiniones se forman erróneamente. No hay que olvidar la posibilidad de la existencia de consecuencias no previstas ni deseadas de nuestras acciones. Un Gobierno puede resbalar por la pendiente de la demagogia y obtener éxitos a corto plazo, pero labrar su fracaso electoral a medio o a largo. Los molinos de los dioses, decía Homero, muelen despacio.

No es posible explicar lo que sucede, la anomalía que aqueja y perturba la acción del Gobierno, buscando la clave en el sometimiento a una falsa ideología, de manera que el rumbo se pueda corregir mediante una estricta dieta de principios y valores. Si no me equivoco, y toda interpretación de fines e intenciones es arriesgada, la crisis es moral. Las decisiones del Gobierno sólo se entienden si se estiman nacidas de un deseo irrefrenable de permanecer el mayor tiempo posible en el poder. Así, no es que tenga una idea equivocada de España y de la fidelidad a la Constitución o que carezca de ellas; es que se trata de durar. No es que se haya convertido al nacionalismo; es que se trata de durar. No es que desprecie el valor de la concordia y de la transición; es que se trata de durar. No es que sienta un insaciable placer en destruir a la oposición; es que se trata de durar. Puro deseo de durar, a toda costa. La política de la duración conduce al nihilismo político. Y el nihilismo consiste, como afirmó Heidegger, en que los supremos valores se desvalorizan, pierden su valor. En este caso, lo terrible es la idea que se forjan de la mayoría de los ciudadanos, si es que piensan que todo eso conduce a unas urnas repletas. Y más terrible aún sería que tuvieran razón. Pero acaso se equivoquen. Por eso, sólo cabe una rectificación que proceda del temor a las urnas, no de la argumentación ni del convencimiento ideológico o moral. Sólo el error de sus previsiones utilitarias podría entonces moverles a la rectificación.

El cálculo parece evidente. Satisfacer a los nacionalistas, porque necesitan sus votos y apoyos. Complacer a las minorías radicales, porque su movilización electoral es imprescindible. Marginar al PP, porque su debilidad es garantía de la propia fortaleza. Buscad el interés, no la idea. Buscad las urnas, no los valores. Y esta explicación poco edificante es acaso la menos inquietante. Porque si pensaran que su política produce un desgaste en la opinión y una sangría de votos, la explicación alternativa sólo podría ser que el Gobierno es rehén de otras fuerzas que le obligan a hacer lo que no querría hacer (descartando, como descarto, que estemos gobernados por insensatos o estúpidos). La esperanza queda depositada en la validez del viejo aserto de Franklin: «La honradez es la mejor política».

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de La Coruña.