La política de la esperanza

La casualidad, y no otra cosa, ha puesto cerca la Navidad -celebración del nacimiento- del fin de año, que suscita una esperanza de renacimiento. En todos nosotros resuena, como una especie de utopía íntima, dotada del fulgor equívoco de todas las utopías, la posibilidad de cambiar, de renovarse, de reinventarse, de resetearse, de renacer, de ser ocasión de que algo bueno, bello, noble exista. El ser humano soporta mal el empantanamiento, la ausencia de esperanzas. Por eso sentimos que despiertan energías dormidas cuando alguien nos abre el camino del cambio, el amplio ámbito de la posibilidad, que es donde el ser humano se mueve con entusiasmo, aunque también con miedo. Lo real es lo vivido, que es siempre limitado. El «realizar», es decir, el poder hacer real lo que era una mera posibilidad, es lo que llena de ánimo nuestro corazón. Y empuja a todo tipo de grandezas y de horrores. Un contraluz que nos hace ser cautos con nosotros mismos, porque podemos convertir en tragedias todas nuestras aspiraciones. «El hombre es deinos», dijo Sófocles, es decir, un ser admirable y peligroso. Así son con frecuencia nuestras creaciones. Pondré un ejemplo. ¿Por qué tienen tanta fuerza los nacionalismos? Porque movilizan las energías. ¿Quién va a comprometer su comodidad para aumentar un punto el PIB? En cambio, el nacionalismo proporciona una meta que es superior a la mediocridad de la renta per cápita. De ahí que no sea vulnerable a los razonamientos o a los datos. Se siente capaz de vencer todas esas limitaciones. Desprecia a los que no creen en el poder intrínseco de una idea reivindicativa. El gran enemigo de los nacionalismos es la sensatez. Su aliado es la pasión. Los ilustrados franceses e ingleses oponían a las violentas pasiones políticas las pasiones dulces del comercio. No hay un nacionalismo pecuniario, eso es simplemente cuquería de privilegiados. Los nacionalismos tienen virtudes anfetamínicas y eso, en momentos de depresión, se valora extraordinariamente, porque libera del sopor, del aburrimiento y la impotencia. Cuentan que Giacometti, el gran escultor, se rompió un día una pierna, y saludó a sus amigos entusiasmado, diciendo: «¡Por fin me ha pasado algo!». Una de las funciones tradicionales de la política era «despertar la esperanza ciudadana». Por desgracia, esa honrosa función quedo desprestigiada por el mal uso que de ella hicieron las dictaduras del siglo pasado. La utopía nazi, la soviética, la china de Mao, la espantosa crueldad de Pol Pot, la dictadura cubana, demostraron lo que ya Robespierre había demostrado en tiempos de la Revolución Francesa: la pasión por conseguir la Justicia, aún a costa de ser injustos, conduce al Terror, sin paliativos. Decepcionada de esas altas esperanzas, la democracia ha caído en una triste impotencia. La economía ha succionado a la política. Pues bien, los nacionalismos llenan de sentido la vida política de muchos ciudadanos, incapaces de darle sentido de otra manera. Y sólo un generador de significados más potente -o el fracaso- pueden disuadirlos.

Mientras doy vueltas al tema de la «esperanza política», en este fin de año, tropiezo con un hecho que me intriga. El actual Papa ha sido nombrado personaje del año en contextos muy diversos. Suelo decir a mis alumnos que nuestro cerebro es más inteligente que nosotros, porque descubre patrones donde nosotros sólo vemos confusión. Voy a confiar en lo que digo y a pensar que mi cerebro ha sido perspicaz al relacionar la incapacidad de la política para generar esperanza, y el llamativo consenso en alabar a Francisco (excepto en algunos ambientes católicos). Su crítica del aparato eclesiástico y curial ha sido demoledor, pero no me parece lo más importante. Lo más llamativo es que se ha atrevido a denunciar una embriaguez de certezas que ha aquejado a la iglesia. Francisco es más humilde. Es posible que crea en la infalibilidad papal, con la condición de que el Papa no diga casi nada. La realidad es demasiado compleja para verlo todo claro. San Hilario, un viejo padre de la iglesia, se quejaba hace diecisiete siglos: «¡Nos obligan a hablar de cosas que desconocemos¡». Francisco ha afirmado la preeminencia de la acción sobre los sentimientos, los pensamientos o las creencias, con lo que estoy absolutamente de acuerdo. «Más que el temor a equivocarnos, -ha escrito- espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ¡Dadles vosotros de comer! » (Mc 6,3)

El Papa ha dado una versión muy sencilla del catolicismo, porque ha señalado que no todas las afirmaciones dogmáticas tienen la misma importancia. La teología, y en especial la teología moral, se ha sobrecargado de teorías. En su origen, el mensaje cristiano fue muy simple. Cuenta Policarpo que cuando San Juan era muy viejo, sus discípulos le llevaban a la iglesia para que predicara. El anciano apóstol sólo decía: «Hijitos míos, quereos mucho». Los discípulos estaban hartos de esa monotonía, y le pidieron que les contase otras enseñanzas de Jesús. Y Juan contestó: «Es que no le oí decir otra cosa». El cristianismo comenzó siendo una forma de vida, pero acabó convirtiéndose en la aceptación de un «credo» fundado en metafísicas poco seguras. Si Jesús hubiera asistido a alguno de los grandes concilios cristológicos donde se hablaba de su naturaleza, posiblemente no hubiera entendido nada. Francisco ha vuelto a insistir en la primacía de la acción, que está en el origen del evangelio. «Quien dice que ama al Señor y no se comporta bien con su hermano, miente», es el mensaje de las cartas de San Juan. En los profetas hay una visión de la fe muy distinta al complicado acto que analizaron los teólogos medievales. «¿Quién subirá al monte de Jahvé? El hombre de corazón recto y pura voluntad». En las palabras del nuevo Papa me parece descubrir esta solemne llamada a la acción. Basta comparar los dos escritos largos que ha publicado. El primero había sido escrito casi totalmente por Benedicto XVI: Lumen Fidei. Es un escrito académico trufado de citas. Demuestra sin lugar a dudas la amplia cultura del expontífice. En cambio, la exhortación apostólica Evangelii Gaudium es un escrito práctico. Basta con leer el capítulo en que recomienda a los sacerdotes cómo preparar sus homilías.

Esto tiene importancia porque las teologías han sido las grandes barreras que han separado las religiones. Sólo hay que mirar las tres grandes confesiones cristianas -católica, protestante, ortodoxa- para comprobar la dificultad de que se entiendan teológicamente. En cambio, la lucha contra el dolor humano, contra la injusticia, contra la barbarie puede unificarnos a todos. La «regla de oro» -no hagas a los demás lo que no quieres que los demás te hagan- es un precepto multicultural. El atractivo de la figura de Francisco procede de que parece dispuesto a superar las barreras de la teología. Si mil doscientos millones de católicos se dejaran de disputas y emplearan su energía en cambiar el mundo, el mundo cambiaría. Y eso si que sería una constatación práctica de su verdad. Creo que la fe cristiana puede sintetizarse en una afirmación: «El bien es más poderoso que el mal, y todo acto de bondad es una participación de una energía creadora, transfiguradora, a la que podemos llamar Dios». Los teólogos llamaban a este acto de participación «agapé». Se basaban en una metáfora paulina que a mí, como horticultor, me emociona: De la misma manera que un cerezo injertado en un membrillo da cerezas gracias a la energía del membrillo, así el ser humano que rompe los límites y crea modos nobles de vida, está haciendo una obra personal, pero gracias a una energía que le desborda. Es un bella metáfora. Y escribir una meditación sobre la esperanza me ha parecido una buena manera de empezar el año.

José Antonio Marina es filósofo.

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