La política de la memoria nacional

La política de la memoria nacional

Durante una visita a Varsovia en 1970, el canciller alemán Willy Brandt se arrodilló ante el monumento al levantamiento del gueto; en ese momento, Władysław Gomułka (líder comunista de Polonia) susurró: “el monumento equivocado”. Gomułka hubiera preferido que se les rindiera homenaje a los soldados polacos caídos en la Segunda Guerra Mundial. Y probablemente el actual gobierno ultranacionalista de Polonia, liderado por el partido Ley y Justicia (PiS, por la sigla en polaco) estaría de acuerdo.

De hecho, el gobierno de PiS está tratando de reescribir el relato polaco de la Segunda Guerra Mundial (y no en un susurro) con una nueva ley que criminaliza toda mención de la complicidad de la “nación polaca” en los crímenes del Holocausto. Es razonable que a los polacos el uso de términos como “campos de exterminio polacos” les resulte ofensivo (eran campos dirigidos por alemanes situados en territorio polaco ocupado, y así hay que recordarlos), pero la nueva ley representa un peligroso intento de usar la historia como herramienta política.

El relato imperante en relación con el Holocausto es extremadamente frustrante para los polacos. No hay que olvidar que en la Segunda Guerra Mundial murieron tres millones de polacos católicos; y si Hitler hubiera ganado, Polonia habría desaparecido del mapa. Más de 6700 polacos (más que cualquier otra nacionalidad) han sido honrados por Israel con el título de “justos entre las naciones” por oponerse a los nazis y salvar a judíos.

Pero cuando los israelíes peregrinan a la tierra del Holocausto, van a Polonia. En cambio, Alemania (donde se decidió la destrucción de Polonia y del judaísmo europeo) se ha vuelto tierra de promesa y oportunidades para la juventud israelí.

Sin embargo, por más vergonzosa o frustrante que sea, la verdad es la verdad. Hasta el presidente polaco Andrzej Duda reconoció que la historia de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial tiene dos caras. En marzo de 2016, al inaugurar un museo que honra a los cientos de polacos asesinados por ayudar a judíos durante el Holocausto, pidió que se cuente “toda la verdad, que a veces es terrible y dolorosa”.

Pero la ley que Duda acaba de sancionar criminaliza la discusión de verdades terribles y dolorosas. Una de esas verdades, descrita por el historiador Jan Grabowski, es el asesinato de unos 200 000 judíos polacos a manos de sus vecinos. Otra es la masacre, examinada por la periodista Anna Bikont, de al menos 340 (y según otros autores, hasta 1600) hombres, mujeres y niños judíos en el pueblo de Jedwabne. En Polonia hubo matanzas de judíos incluso después de la guerra, la más notoria de ellas en el pogrom de Kielce, en el que una turba de soldados, policías y civiles polacos asesinó a al menos 42 sobrevivientes del Holocausto.

Para PiS, la nueva ley es una jugada política astuta, aunque cínica. Los líderes del partido saben muy bien que cuando el por entonces presidente Aleksander Kwaśniewski reconoció en 2001 la verdad sobre la masacre de Jedwabne, la población local lo acusó de ser un títere de la “judería internacional”. Destacar los casos de polacos que fueron víctimas de los nazis (o mejor aún, que respondieron a esa victimización con heroísmo) ha resultado una herramienta electoral muy eficaz.

Incluso funcionó con políticos extranjeros. El discurso que dio el año pasado el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, en el mismo monumento ante el cual se arrodilló Brandt tuvo buena acogida en la opinión pública polaca precisamente porque no se desvió del relato que aprueba PiS.

Polonia, por cierto, no es el único país motivado a reescribir la historia en formas que minimizan la complicidad en crímenes de guerra perpetrados contra los judíos y otras colectividades. Otros países excomunistas de Europa oriental (en concreto, Lituania, Ucrania y Hungría) también han comenzado a promover un relato nacionalista de victimización y resistencia. Minimizar su actuación en el Holocausto no les resultó tan difícil, ya que es innegable que todos ellos fueron víctimas de la Alemania nazi tanto como de la Unión Soviética.

Incluso países con tradiciones democráticas mucho más largas han tenido dificultades para admitir sus historias de colaboración en el Holocausto. Muchos años después del final de la guerra, los Países Bajos difundían un relato según el cual la nación holandesa luchó heroicamente para salvar a sus judíos de la maquinaria asesina de los nazis. Pero en realidad, la burocracia holandesa colaboró ampliamente con los nazis, y ciudadanos holandeses tuvieron una participación fundamental en la deportación de un 80% de la población judía del país a campos de concentración.

En cuanto a Francia, hubo que esperar al documental de 1969 “La tristeza y la piedad” (que, elocuentemente, estuvo censurado en la televisión francesa hasta 1981) para que empezara a derrumbarse el relato nacional de resistencia antinazi y se revelaran verdades sobre la amplia complicidad del país. Sólo 26 años después un presidente francés, Jacques Chirac, reconoció oficialmente el papel de los colaboracionistas franceses en la deportación de 90 000 judíos a campos de exterminio nazis.

El pasado siempre es vulnerable a la manipulación política. Y de hecho, la reescritura de la historia ha sido un elemento esencial de los relatos nacionales en casi todas partes. En Estados Unidos, los manuales de historia destacan la heroica lucha de las colonias por la libertad durante la Guerra de la Independencia, pero omiten el genocidio cometido contra la población indígena del nuevo país.

Las historias de la guerra de la independencia israelí destacan la lucha contra los ejércitos árabes invasores, pero no la violencia de Israel contra los desposeídos y desplazados palestinos. Cuando la guerra terminó, el problema palestino se definió, convenientemente, como una cuestión de “refugiados” o “infiltrados”.

Israel ha llegado al extremo de tratar de imponer el relato a sus ciudadanos palestinos. La “ley de la Nakba”, aprobada en 2011, autoriza al ministerio de finanzas israelí a recortar fondos a instituciones que rechacen el carácter de “estado judío” de Israel o conmemoren como una fecha trágica el Día de la Independencia (que los palestinos llaman “día de la nakba”, es decir, de la catástrofe).

El primer ministro Binyamin Netanyahu tampoco se privó de tergiversar la historia del Holocausto cuando le convino por razones políticas. En octubre de 2015 declaró que la idea de exterminar a los judíos no la tuvo primero Hitler, sino un líder palestino, el gran muftí Haj Amin el-Husseini. Eso es un abuso de la memoria tan cínico y grotesco como cualquiera de los que haya pergeñado PiS.

Shlomo Ben-Ami, a former Israeli foreign minister, is Vice President of the Toledo International Center for Peace. He is the author of Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy. Traducción: Esteban Flamini

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