La política del desconcierto

En una publicación reciente que irritará profundamente a quienes creen a pies juntillas el aserto hayekiano de que los socialistas están distribuidos por todos los partidos, Tony Judt ha expresado una inquietud en la que, en mi opinión, reside gran parte del mejor diagnóstico que podemos hacer sobre lo que está ocurriendo a los partidos y a la política española de un tiempo a esta parte, no muy diferente, por cierto, de algunos males que aquejan a nuestros vecinos. Preocupado, con razón, por la manifiesta incapacidad que muestran las últimas generaciones de los países occidentales, incluidos nuestros representantes, para comprender el origen político del Estado del bienestar y para no caer en una tentadora, pero fraudulenta, simplificación económica de una solución que nació para resolver un problema político, Judt sugiere que no estamos bien preparados para mantener la solidez de nuestras democracias y los instrumentos públicos que han hecho posible la adecuada combinación de libertad y seguridad desde 1945 hasta hoy. Su argumento, propio de un socialdemócrata perspicaz, se centra fundamentalmente en mostrar que la victoria sobre el comunismo, con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, y el éxito económico logrado en el largo plazo por las economías occidentales, se ha traducido en un premeditado olvido del siglo XX. No quiere decir que los historiadores hayan desaparecido; tampoco que no existan monumentos, museos y diversos mecanismos para rememorar el pasado. Se refiere a algo menos impactante desde el punto de vista ceremonial pero que afecta más de lleno al ejercicio de la política y que, por tanto, es mucho más relevante para comprender la función pedagógica de la Historia: la política occidental actual se muestra arrogante en la consideración de que nuestro presente es radicalmente distinto al pasado, incluso al del siglo XX; presupone, además, que esa diferencia abismal convierte en irrelevante toda consideración histórica que no sea la referida a ciertos episodios traumáticos que debemos recordar para no caer en la tentación de repetirlos. De este modo, sólo se estaría promocionando un conocimiento fragmentario de un siglo XX que, más allá de consideraciones sobre su condición de centuria convulsa y violenta, se nos estaría escapando de las manos sin que apenas fuéramos capaces de retener el significado de las grandes pugnas ideológicas y culturales sobre las que se gestó el marco institucional en el que vivimos, el mismo que nos ha permitido disfrutar del mayor grado de libertad y prosperidad que nadie pudo imaginar antes de 1945. Tan fragmentario sería ese conocimiento que apenas existiría el siglo XX más que en el recuerdo de las víctimas, de quienes sufrieron lo peor de una Historia que nos produce una fuerte repulsa y que deseamos no ver repetida. Recordamos constantemente las víctimas y los episodios más trágicos de aquella Europa negra, por usar la expresión de Mark Mazower, pero hemos expulsado de nuestra vida política y de nuestro proyecto de educación de las nuevas generaciones una comprensión precisa de la complejidad que encierra el «olvidado siglo XX». Como nos creemos protagonistas de un presente tan cambiante y sustancialmente distinto del de nuestros abuelos, hemos dejado de creer en la necesidad de compartir un proyecto común que nos una a las generaciones pasadas y nos obligue ante las futuras. La consecuencia más evidente y a la vez nefasta de esa decisión se hace hoy patente en el terreno de la educación nacional. Así, el pasado, como escribe Judt, está perdiendo «su forma narrativa propia» y sólo cobra significado «por referencia a nuestras presentes y con frecuencia conflictivas inquietudes».

En España, hace ya algunos años que un nuevo Gobierno tomó la decisión de adoptar una política de la «memoria» que, treinta años después de la Transición, buscaba vincular democracia y justicia histórica. Contra lo que ellos habían entendido como una deliberada política de desmemoria, tocaba ahora gobernar con el pasado bien aprendido y reservar un lugar de honor para las víctimas españolas del siglo XX. De este modo, el primer Gobierno socialista del siglo XXI aspiraba a convertirse en el Gobierno más consecuente con la idea de que la Historia debía planear sobre el presente para guiarlo.

Sin embargo, si algo ha caracterizado esa política, como en general las grandes cuestiones de Estado en estos últimos cinco años, y especialmente la referida al desarrollo del título VIII de la Constitución, ha sido la repulsa que este renovado socialismo manifiesta hacia el pasado español contemporáneo. De hecho, se ha limitado a rescatar el pasado de la peor forma posible, conforme a una idea por completo oportunista y fragmentaria. El siglo XX español ha sido desprovisto de toda lógica interna, incluida la propia historia del PSOE. Mediante el recurso a las víctimas y los verdugos se ha perfilado una historia de buenos y malos que elimina la enorme complejidad que acompañó a la centuria.Colocando la Guerra Civil en el centro del discurso y negando toda consideración sobre el verdadero fundamento de la Transición -la autocrítica como base de la reconciliación-, el nuevo socialismo ha eliminado de un plumazo toda consideración ponderada sobre los principales fantasmas del pasado español. Y, esto es lo peor, ha permitido que predomine un discurso, propio de la izquierda extrasistema y de los nacionalistas, y cada vez más presente en la educación, que aleja a las nuevas generaciones de la verdadera naturaleza de los conflictos ideológicos y culturales que estuvieron en la base del enorme fracaso de la democracia republicana en los años treinta. No se quiere comprender por qué los españoles fueron incapaces de introducir la competencia democrática sobre bases constitucionales debidamente consensuadas; se ha optado por una simplificación que sirve a un fin ideológico inmediato, eliminando toda consideración sobre el rotundo fracaso de la democracia republicana y la cuota de responsabilidad de los republicanos y socialistas en el mismo. La complejidad de un siglo XX atravesado por la lucha entre revolución y contrarrevolución ha sido sustituida por la simple consideración de demócratas y reaccionarios, siendo los socialistas herederos de los primeros y la oposición un reducto de los segundos. La extraordinaria relevancia del proceso histórico de construcción de un Estado liberal centralizado y, por ende, garante de la igualdad civil de todos los españoles, ha sido ocultada hasta extremos grotescos, enfatizando el hecho casi caricaturesco de unas fuerzas progresistas periféricas que durante décadas habrían luchado contra un centralismo intransigente y autoritario; los socialistas habrían comprendido la verdad de las primeras y afrontado con valentía la destrucción de los últimos bastiones del segundo.

hoy, el socialismo español del siglo XXI ha logrado liderar una política que interpreta la Constitución de 1978 como un instrumento que ha de permitir romper definitivamente con el pasado, pero de un modo que resulta inquietante. Quienes han promovido el Año de la Memoria Histórica pasarán a la Historia, paradójicamente, como los impulsores de un salto al vacío en el que ha desaparecido cualquier consideración sobre las raíces pasadas de nuestros problemas presentes. Los grandes debates y las grandes tensiones del siglo XX han pasado a la categoría de recuerdos innecesarios, salvo para colocar flores a las víctimas. Y con no poca improvisación y frivolidad, los grandes logros de la España liberal, como la igualdad civil, la unidad de mercado o la educación nacional, han sido sacrificados en el altar de los dioses nacionalistas.

El principal grupo de la oposición tiene por delante una labor pedagógica ineludible; debería comprender y explicar cuanto antes que esa ofensiva contra la Historia de España es un acto deliberado de manipulación destinado a reforzar una posición ideológica caracterizada por ese empeño tan azañista y tan nefasto de partir de cero. Lo que está en juego no es una simple opción de gestión sino la supervivencia de una compleja trama histórica de la que resultó un modelo de Estado sin el que la democracia habría sido imposible. La política del socialismo del siglo XXI es una política ideológica, conscientemente activa en la eliminación del pasado liberal y en la simplificación de los conflictos de ideas de la contemporaneidad. Desenmascararla se hace cada vez más urgente en la medida en que la crisis económica está poniendo de relieve la necesidad de un Estado eficaz y fuerte, un tipo de Estado que será imposible de comprender y postular sin una correcta comprensión de nuestro pasado. El olvidado siglo XX volverá a estar de moda por necesidad, aunque es posible que para entonces no queden líderes políticos que lo entiendan.

Manuel Alvarez Tardío, profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Rey Juan Carlos.