La política del dolor

El presidente Trump, en un acto en Carolina del Norte.Jonathan Ernst / REUTERS
El presidente Trump, en un acto en Carolina del Norte.Jonathan Ernst / REUTERS

¿Por qué el Gobierno de Estados Unidos ha actuado de una manera que ha dejado más de 200.000 muertos entre los ciudadanos del país? El coronavirus ha matado a más estadounidenses que la Wehrmacht, el Ejército imperial japonés o cualquier otro enemigo en el campo de batalla. Cada pocos días, sufrimos el equivalente a un 11 de septiembre. Esta vez, sin embargo, unos estadounidenses han tomado (o han dejado de tomar) decisiones que han matado a un número espeluznante de otros estadounidenses. Al igual que las hambrunas, las plagas son políticas. Esta es, sobre todo, tribal.

En 2019, cuando estaba al borde de la muerte, me enfrenté a la lógica de la tribu y apenas pude pensar en otra cosa. A consecuencia de los errores médicos cometidos en diciembre, tenía una infección de hígado y había caído en una sepsis. Mientras intentaba que me admitiesen en urgencias por cuarta vez en el mes, las bacterias iban colonizando mi sangre. Una amiga médica se reunió conmigo en el vestíbulo. Las enfermeras del hospital no parecían tomarse el caso en serio. Yo tenía fiebre, dolor de cabeza, temblaba, había entrado en silla de ruedas, y casi no podía moverme. Al límite de la vida, esperando que pasase algo, no era capaz de pensar con claridad, pero mi sensibilidad estadounidense captó dónde estaba el problema: mi amiga era negra.

En aquel momento me encontraba (excepcionalmente) en un aprieto al que los negros se enfrentan toda su vida. Al cabo de casi una hora me admitieron en una sala de urgencias donde, de nuevo, no volvió a suceder prácticamente nada durante un buen rato. Mi amiga se quedó conmigo toda la noche (pasaron 17 horas antes de que me diagnosticasen), arrebujada en su chaqueta de lana. Me temía que si las enfermeras y los médicos no veían la chapa de hospital que llevaba colgando del cuello, nadie la escucharía. Las enfermeras del vestíbulo pasaron charlando: “¿Quién ha dicho que era?” “Una doctora”, y se echaron a reír.

Cuatro años atrás había estado en el mismo hospital estadounidense con una estrella del rock ucrania amiga mía que parecía que tenía problemas de corazón. Mi amigo me dijo entonces que, si en alguna ocasión enfermaba en Ucrania, le llamase. Yo sabía a qué se refería. Ucrania es un país de una desigualdad extrema con relaciones oligárquicas patrón-cliente. Él se aseguraría de que me atendiesen.

El pasado diciembre, después de una operación y de que me ingresasen en planta, algunos de mis compañeros estadounidenses nos regañaron a mí y a mi esposa. Decían que deberíamos haber llamado a conocidos poderosos para estar seguros de que en el hospital me tratarían bien. A pesar de que en 2018 escribí un libro titulado El camino hacia la no libertad, que trata de cómo Estados Unidos se está convirtiendo cada vez más en una oligarquía como las de Europa del Este, su actitud me sorprendió un poco.

Cuando estaba cara a cara con la muerte, la raza se deslizó instantáneamente en mis pensamientos y preocupaciones; la clase necesitaría un empujoncito un par de días después. En la sanidad pública estadounidense, de la misma manera que en la vida pública, el racismo es lo que hace posible la desigualdad económica. Como sostenía el gran sociólogo W. E. Burghardt Du Bois en Black Reconstruction [La Reconstrucción negra] (1935), el tribalismo fundamentado en el color de la piel y el recuerdo de la esclavitud permite que los blancos pobres estén dispuestos a sacrificarse por los blancos ricos. La consiguiente política del dolor es visible en la atención médica y en los servicios públicos, o más bien en la falta de estos. Donald Trump no creó estas condiciones, pero necesita de ellas, y durante la pandemia las ha empeorado considerablemente.

La política estadounidense del dolor tiene tres niveles: el sádico, el sadomasoquista, y el sadopopulista. Nuestra medicina comercial es sádica. Se supone que todo el mundo tiene un seguro privado, pero alrededor de 30 millones de compatriotas no tienen seguro de ninguna clase. Las personas que están aseguradas esperan que se les dé preferencia sobre las que no lo están. Los que tienen seguros más caros esperan un tratamiento mejor que el de los que tienen un seguro menos caro. Los estadounidenses no pueden evitar sentirse complacidos cuando reciben, o imaginan que están recibiendo, un tratamiento mejor que el de otros estadounidenses. Este deleitarse en el dolor de los demás sofoca la crítica. El privilegio relativo ciega a los estadounidenses más ricos a la realidad de que todo el sistema de salud es caótico, que ellos también pueden morir tontamente, como estuvo a punto de ocurrirme a mí. Atrapados en la economía del dolor, no se les ocurre que el nivel de cuidado de todos, incluidos ellos mismos, debería y podría ser mucho más alto.

Cuando la atención sanitaria y los servicios públicos se encuentran, algunos americanos asumen el dolor con tal de infligir un dolor mayor a otros. El sadismo se convierte en sadomasoquismo. En la década de 1980, Ronald Reagan popularizó la crítica racista al Estado del bienestar argumentando que los parásitos de piel oscura se aprovecharían de las ayudas. La crítica conlleva un llamamiento al orgullo blanco: nosotros, los verdaderos estadounidenses, somos rudos individualistas que no necesitamos las limosnas del Gobierno. Los estadounidenses blancos que aceptan este razonamiento eligen sufrir por la placentera idea de que otros sufrirán más. El sufrimiento es real: el retroceso del Estado del bienestar desde el Gobierno de Reagan perjudica principalmente a los blancos, y el descenso de la esperanza de vida de estos ha sido el causante de que la esperanza de vida estadounidense —78,6 años— se haya estancado.

El sadomasoquismo se convierte en sadopopulismo cuando aparece un político carismático que verbaliza de manera explícita este orden tribal y reparte el dolor. Trump no es un populista. Los populistas piensan que se puede utilizar el Estado para transferir la riqueza y el poder de la élite a alguna versión del pueblo. Trump hace lo contrario: su política comporta transferencia de riqueza a los ricos.

Trump piensa que la función del Estado no es gobernar a la gente, sino magnificar una personalidad. Si “mi gente” (cito sus palabras) sufre, lo importante no es curarla, sino asegurarse de que otros estadounidenses sufran más. El dolor de los partidarios del presidente tiene sentido si quienes lo padecen creen que sirve para que los demás sufran más, ya que, de este modo, los identifica con el jefe de la tribu.

Trump no es un populista, sino un sadopopulista, y ha creado una unión visible y poderosa en torno a la idea de que la política no es el arte de lograr, sino de sacrificar. El sacrificio tiene sentido si lo tiene para Trump; sacrificarse por los conciudadanos o por el país no tiene sentido. En opinión del presidente, quienes mueren en el campo de batalla son unos “perdedores” y unos “pringados”.

Es un error habitual juzgar a Trump por lo que no es en vez de por lo que es: un ejemplo de líder carismático tal como lo define el sociólogo alemán Max Weber. Su liderazgo se basa en la concesión de favor simbólico a sus partidarios mediante el señalamiento de su enemigo. Este ejercicio se puede entender en sentido prácticamente literal. Los partidarios de la teoría de la conspiración QAnon, como la candidata republicana al Congreso Marjorie Taylor Greene, ven en Trump un heroico guerrero solitario que combate a una organización satánica de alcance mundial que secuestra niños y abusa sexualmente de ellos. (¿Cómo es que los estadounidenses son sensibles a semejante idea? Al no tener baja por enfermedad, permiso de paternidad ni vacaciones propiamente dichos, entregan a extraños a sus hijos de pocos días o semanas, y se sienten profundamente culpables por ello).

Pensar que Trump es un mentiroso es erróneo, ya que solo alguien que entiende la verdad como un valor puede mentir. No es que no diga la verdad; es que se resiste a ver los hechos y la coherencia como restricciones, y está preparado para cambiar de línea en cualquier momento.

Si uno es ajeno a la tribu, esto le puede parecer cómico, como cualquier ritual con el que no esté familiarizado. Pero si forma parte de la tribu, funciona. Aunque estemos viviendo una pandemia y una depresión al mismo tiempo, el índice de aprobación de Trump ronda el 40%, y va a seguir así. Se trata de una sorprendente victoria del tribalismo por encima del individualismo que los estadounidenses creen que está en el corazón de la política.

En diciembre de 2019 ingresé en un hospital estadounidense justo cuando se descubrió el brote de coronavirus en China. Entonces ya era de suponer que Estados Unidos no sería el mejor lugar para pasar una pandemia. Nuestra “patología previa”, en la jerga de las compañías aseguradoras, era nuestra política del dolor.

Según un sondeo nacional, una tercera parte de los estadounidenses reconoce que evita el tratamiento médico por miedo a los gastos. Sin derecho a la baja, las personas enfermas siguen teniendo que ir a trabajar, como hicieron cuando llegó la covid-19. La epidemia trajo consigo paro, de manera que dejó sin seguro aproximadamente a otros cinco millones de estadounidenses más. Otro presidente y otro Senado podrían haber visto en la epidemia la razón para abordar el problema de la sanidad. Pero con Trump y sus aliados, lo que ha habido ha sido mortalidad en masa, o tal vez un asesinato masivo.

Un jefe de tribu tiene que adaptar la realidad externa a un lenguaje de “nosotros y ellos”. Su poder depende de su habilidad para conjurar y repartir emociones. Cuanto más se le resiste la realidad, más tiene que esforzarse.

Un virus es difícil de manipular porque sigue una lógica matemática de transmisión, se puede trazar empíricamente mediante pruebas, y atrae la atención de los expertos. Trump dejó claro que las pruebas no le gustaban, y en el momento crucial, el número de análisis fue insignificante (uno por millón de estadounidenses a finales de febrero). Trump afirmó una y otra vez que, sin pruebas, no habría enfermedad, y el virus sencillamente desaparecería. Como tratamiento recomendó la luz ultravioleta dentro del cuerpo y la ingestión de desinfectantes. Elogió como una “voz importante” a una médica —Stella Immanuel— que afirma que las enfermedades las causa el “esperma demoníaco” y que en su tratamiento se ha empleado ADN de extraterrestres.

En la política ilustrada o liberal, el cuerpo es un lugar de libertad, y el espacio una zona de razón. En la política tribal, el espacio está marcado simbólicamente y el cuerpo es un lugar de lealtad. Las prácticas higiénicas como llevar mascarilla o participar en los confinamientos fueron tribales desde el primer momento. Al principio, Trump se negó a llevar mascarilla, y animó a sus partidarios a derrocar a las autoridades de los Estados que intentasen hacer cumplir las cuarentenas y los cierres. Quienes protestaban eran mayoritariamente blancos, y a menudo personas que, en realidad, no se habían quedado sin trabajo. La idea no era tanto que necesitaban trabajar, como que otras personas —negros y gente de color en general— tenían que trabajar para ellos en puestos esenciales y cara al público para garantizar la vuelta a la “normalidad”. Cuando el propio Trump contrajo la covid en octubre, utilizó la ocasión para hacer una demostración de virilidad en la que se quitó la mascarilla delante de las cámaras de televisión cuando todavía podía transmitir la enfermedad.

En las elecciones de 2016, la campaña de Trump intentó “disuadir” a los negros de votar. En la política estadounidense del dolor, ellos son las víctimas propiciatorias. La pandemia lo confirma y lo intensifica. La tasa de mortalidad por covid-19 de la población negra considerando la edad supera en algo más de tres veces la de los blancos, de manera que la pandemia casi parece dos enfermedades. El colapso económico unido a la enfermedad golpea con especial fuerza a los negros, ya que es menos probable que sean propietarios de su vivienda o tengan reservas económicas. La inexistencia prácticamente total de ayudas federales a los desempleados afecta más a los blancos que a los negros, pero, en conjunto, son las vidas de los segundos las que están amenazadas.

El presidente espera que su tribu resista el golpe para que otros puedan sufrir más. La prensa nacional informó de las desigualdades raciales en cuanto a contagio por coronavirus y tasa de mortalidad, pero, por desgracia, la información no tuvo el efecto esperado. Una vez estuvo claro que la enfermedad se cebaba desproporcionadamente en la población negra e hispana, el sadismo se desbocó.

Cuando la política anticoronarivus salió de la Casa Blanca, tenía algo más que un tufillo a limpieza étnica. En marzo, Trump anunció que no habría un plan federal, y que en su lugar los 50 estados competirían por los recursos necesarios. Lo que se esperaba era que malgastasen sus presupuestos limitados en guerras de puja entre ellos. Sus gobernadores recibieron instrucciones de mostrar fidelidad al jefe de la tribu si querían recibir respiradores u otros equipos del Gobierno federal.

A los Estados republicanos (“Estados rojos”), como Florida, se les entregó material tanto si lo habían pedido como si no. Los gobernados por demócratas (“Estados azules”), como Washington y Nueva York, fueron tratados con arrogancia y desprecio. En el tribalismo de Trump, “Estados rojos” es una forma aceptable de decir “blancos”, mientas que “Estados azules” significa “negros, emigrantes, chaqueteros”.

En abril, la ciudad de Nueva York era el centro del virus, y la Casa Blanca llegó a la conclusión de que la enfermedad se limitaría a los “Estados azules”. La idea era permitir que la población de esos estados muriese y culpar a los gobernadores demócratas. En la lógica tribal del nosotros y ellos, de los “verdaderos estadounidenses” y los otros, esto tenía sentido. Como es lógico, al no hacer pruebas, el virus se propagó pasando desapercibido. Las personas que se negaron a llevar mascarilla o a obedecer las órdenes de cierre contagiaron a otras. En verano, Nueva York y el resto del noreste de Estados Unidos estaban a salvo, mientras que la covid arrasaba Estados como Florida, con gobernadores republicanos. En julio, los asesores de Trump intentaron advertirle de que “su gente” estaba contrayendo la enfermedad. La frase es elocuente: mientras los estadounidenses que morían no fuesen “su gente” no había que hacer nada.

Las víctimas de la muerte en masa eran personas, cada una tenía su nombre. Uno de esos nombres será más recordado que la mayoría. Al igual que la mayor parte de hombres negros, George Floyd, residente en Mineápolis, contrajo la enfermedad y perdió su empleo. El 25 de mayo, un empleado de la ciudad llamó a la policía creyendo que Floyd le había pasado un billete de 20 dólares falso. Tanto si fue así como si no, se trata sin duda de la clase de delito que hubiese sido mucho más improbable si la respuesta estadounidense al coronavirus no hubiese sido tan desastrosa. Uno de los policías presentes sujetó el cuello de Floyd contra el suelo con la rodilla durante casi nueve minutos. Floyd murió poco después, y las protestas, pacíficas en su práctica totalidad, se extendieron por todo el país.

En el tribalismo, el jefe de la tribu define el bien y el mal. Seis días después, con las cámaras rodando, la Casa Blanca organizó y dirigió la disolución violenta de una protesta organizada cerca de allí por Black Lives Matter, de manera que Trump pudiese ir andando a una iglesia y agitar una biblia. En el relato tribal, la culpa fue de los manifestantes, de los forasteros. El 26 de junio, Trump ordenó que los monumentos y las estatuas fuesen protegidos de los “anarquistas y los radicales de izquierdas”. La teoría de la conspiración de su decreto estaba poblada de malos que negaban la “verdad fundamental de que Estados Unidos es bueno, su gente es virtuosa, y de que en este país la justicia prevalece en mucha mayor medida que en cualquier otro lugar del mundo”. Los monumentos que más preocupan a Trump son los de los confederados defensores de la esclavitud.

En julio, Trump envió una nueva fuerza de la policía secreta estadounidense a Portland. Supervisada por Chad Wolf, secretario de Seguridad Nacional en funciones, esta fuerza paramilitar lanzó gases lacrimógenos, agredió y “secuestró” a los manifestantes. La acción tuvo el efecto de hacer que las concentraciones de Black Lives Matter en la ciudad (de unos pocos centenares de personas) pareciesen disturbios. Los correos electrónicos de Trump para recaudar fondos utilizaron el fantasma televisivo de los desórdenes raciales para conseguir donaciones. La composición de esta nueva policía secreta recuerda elementos de la historia del autoritarismo y la atrocidad política. Los hombres enviados a Portland habían servido en la frontera, y muy posiblemente en los cientos de centros de detención al margen de la ley de Estados Unidos. Algunos de los más grandes se encuentran cerca de la frontera sur con México, pero hay establecimientos repartidos por todo el país. En la Alemania nazi, los miembros de las SS fueron los primeros carceleros de los campos de concentración. Como explica Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951), los hombres entrenados en una frontera y devueltos al interior llevan consigo las prácticas que aplicaron a personas consideradas extranjeras.

El 2 de septiembre, Trump declaró a Portland, junto con Seattle y Nueva York, “jurisdicciones anarquistas”. El decreto, que no hacía referencia a ninguna ley ni citaba autoridad alguna para semejante declaración, se justificó únicamente por la afirmación de que esas ciudades “permitían la anarquía, la violencia y la destrucción”. La idea principal es que los sitios en los que la gente se manifiesta por los derechos de los negros y la justicia social son el enemigo. Presumiblemente, la intención es preparar alguna clase de acción especial. Pero lo que no puede ser una coincidencia es que las tres ciudades estén a un máximo de 160 kilómetros de la costa, y por lo tanto, queden comprendidas en una “zona fronteriza” en la que el Departamento de Seguridad Nacional afirma tener autoridad especial para hostigar a los estadounidenses.

Generar una crisis que Trump pudiese manejar era mejor que permitir que la gente prestase atención a la que el presidente no podía controlar. Trump necesita una falsa emergencia que sustituya a la real. A lo largo de su Incendio del Reichstag a cámara lenta, una epidemia asolaba el país y sus partidarios morían. Antes de un mitin presencial en un espacio cerrado en Tulsa el 20 de junio, el personal de la campaña de Trump retiró los adhesivos puestos en los asientos para recordar a los asistentes que guardasen la distancia social. Un destacado partidario que asistió al acto contrajo la covid y murió.

Al igual que otras formas de limpieza étnica, los intentos de dirigir el virus acabaron fuera de control. Actualmente, la mayoría de los que sufren y mueren están en los “Estados rojos”. Se esperaba que los republicanos dejasen de prestar atención a sus amigos y a los miembros de su familia muertos, y se centrasen en los negros supuestamente desleales y en quienes les daban apoyo. Se suponía que el problema era la rebelión de las ciudades plagadas de delincuencia, y no una enfermedad que estaba matando a los estadounidenses. Trump ha advertido de que si los negros se salen con la suya y él pierde la presidencia, la seguridad de las “amas de casa de los barrios residenciales” estará en peligro. En un país en el que se linchaba a los negros acusándolos de agresión sexual, el mensaje de Trump es explícito e imposible de malinterpretar.

En una campaña presidencial normal, semejante lenguaje contravendría la ortodoxia. Si Trump pensase en ganar la mayoría de los votos, o incluso una coalición de estados verosímil, suavizaría la retórica, frenaría la propagación de la enfermedad y apuntaría al centro. En vez de eso, parece radicalmente comprometido con el sufrimiento. A pesar de la pandemia, trabaja para eliminar la Ley de Atención Sanitaria Asequible, lo que significaría negar el seguro médico a unos 20 millones de estadounidenses. La Convención Nacional Republicana celebrada a finales de agosto no tuvo nada que ver con la política, sino con la conspiración. Se trataba de enfurecer a los ya comprometidos más que de llegar a los indecisos. Esta estrategia tiene sentido si pensamos en el acto como un mitin preparatorio para el caos de unas elecciones falseadas. Dado que Trump ha expresado repetidamente su simpatía por dictadores como Vladímir Putin y ha proclamado su indiferencia por los resultados de las elecciones, hay pocos motivos para pensar que intenta ganar en el sentido convencional. El actual presidente es consciente de que tiene pocas posibilidades contra Joe Biden. Su tuit del 30 de julio, en el que rogaba que se retrasasen las elecciones, lo reconoce, y fue el principio de una serie de confesiones de la misma índole que se ha prolongado durante meses.

Cuando Trump dice que las elecciones están amañadas en su contra, o que el Tribunal Supremo debe intervenir, o que tiene derecho a no reconocer los resultados, está diciendo dos cosas al mismo tiempo: que no puede ganar unas elecciones, y que quienes lo apoyan deberían actuar de alguna manera para mantenerlo en el poder. Trump pretende crear tanto caos en torno a los comicios que le permita aferrarse al poder de un modo u otro. No puede cambiar la fecha de las elecciones, pero puede socavar la confianza pública y proclamar que serán fraudulentas. Él, que ha contribuido a que la pandemia se propague libremente, lo cual ha hecho necesario el voto por correo, se opuso a que se asignase financiación adicional al Servicio Postal de Estados Unidos, dificultando así el reparto de papeletas.

Trump puede intensificar la retórica tribal con la esperanza de que sus partidarios recurran a la violencia y la intimidación cuando llegue el momento. En agosto, en Ohio, afirmaba encolerizado que Biden quitará las armas a los estadounidenses y “hará daño a Dios”. Después de que la policía disparase a otro negro en Kenosha, Wisconsin, Trump defendió a un blanco acusado de disparar y matar a dos manifestantes. El joven era uno de sus partidarios, y eso era lo único importante. El 29 de septiembre, en el primer debate presidencial, Trump se negó a condenar la supremacía blanca, y en lugar de ello se refirió por su nombre a un grupo (los Proud Boys, o Chicos Orgullosos) y les pidió su apoyo.

La pretensión de Trump de que su propia supervivencia a la covid-19 supone que los demás deberían hacer caso omiso de la enfermedad es un llamamiento a seguir autosacrificándose. Quienes siguen las indicaciones de Trump están arriesgando su vida voluntariamente y, como saben muy bien, poniendo en riesgo la de los demás. Ese es nuestro sadopopulismo. Los blancos aceptan una atención médica deficiente y el riesgo de morir siempre que los negros, entre otros, soporten una atención peor y un riesgo más alto. Los republicanos que eligen morir por el jefe de la tribu están haciendo un sacrificio importante. Solo si los estadounidenses siguen muriendo, la supervivencia de Trump puede parecer una prueba de su poder. Y van a seguir muriendo. La ciudad de Washington tiene dificultades para controlar la enfermedad porque el Gobierno federal se niega a obedecer la normativa municipal. En consecuencia, la propia Casa Blanca se ha convertido en un foco de covid, con más casos activos (mientras escribo) que todo el estado de Vermont.

El otro sacrificio que pide Trump es el de nuestra democracia. El presidente ha dado por perdida la mayoría, así que necesita que los miembros de su minoría actúan al margen de las reglas y la ley. En vez de competir en una campaña normal, ha decidido preparar un golpe. La verdad es que resulta difícil imaginar un golpe anunciado de antemano como este. La tribu sabe lo que se supone que tiene que hacer, pero esto no significa que el golpe vaya a salir bien. La popularidad de Biden hace posible la victoria aplastante necesaria para desmoralizar a quienes negarían validez a las elecciones. Los estadounidenses son más conscientes de los riesgos y están más movilizados que en 2016. Los posibles escenarios de unas elecciones manipuladas o impugnadas, desde Putin hasta muchedumbres airadas, son conocidos, y la ciudadanía, las ONG, los abogados y la campaña de Biden tienen planes para contrarrestarlos.

La tribu es real, pero es una minoría, y puede ser derrotada. Y entonces, ¿qué? La situación ya era insostenible. El dolor que hay en el sistema solo se puede aliviar cambiando el sistema. En Estados Unidos, las desigualdades son tan abrumadoras que, con o sin Trump, pronto imposibilitarán cualquier cosa parecida a una democracia. Desde Platón hasta George Orwell pasando por Raymond Aron, los pensadores políticos han advertido de que la desigualdad radical hace imposible una república. Para recuperarnos de nuestra epidemia de tribalismo vamos a necesitar algo nuevo, una política de responsabilidad, un verdadero intento de nombrar y resolver simultáneamente la desigualdad racial y la económica. La sanidad universal podría ser el punto de partida.

Llevo tres meses sin tratamiento y me encuentro mejor, pero el momento, por breve que fuese, en que estuve expuesto a la política del dolor me ha marcado. Soy muy privilegiado, y aun así estuve a punto de morir de desigualdad. Pero mi amiga estuvo a mi lado, me puse mejor, y ahora veo algunas cosas de manera diferente. Recuperarse no significa volver atrás, sino seguir avanzando hacia algo mejor.

Timothy Snyder es titular de la cátedra Levin de Historia en la Universidad de Yale e investigador permanente en el Instituto de Ciencias Humanas de Viena. Sus últimos libros son Sobre la tiranía y El camino hacia la no libertad. Acaba de publicar Nuestra enfermedad (Galaxia Gutenberg). Traducción de Newsclips.

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