La política del historicidio

En un mundo en desorden, Oriente Medio se destaca. El orden posterior a la Primera Guerra Mundial se está deshilachando en gran parte de la región. El pueblo de Siria, Irak, Yemen y Libia ha pago un precio enorme.

Sin embargo, no es sólo el presente y el futuro de la región lo que se vio afectado. Una víctima adicional de la violencia de hoy es el pasado.

El Estado Islámico (ES) se propuso destruir cosas que no considera lo suficientemente islámicas. El ejemplo más dramático fue el magnífico Templo de Baal en Palmira, Siria. Mientras escribo este texto, la ciudad de Mosul en el norte de Irak está siendo liberada, después de más de dos años de control del ES. Esta liberación no llega lo suficientemente pronto como para salvar las muchas esculturas ya destruidas, las bibliotecas quemadas y las tumbas saqueadas.

Sin duda, la destrucción de artefactos culturales no se limita a Oriente Medio. En 2001, el mundo observó con horror como los talibán demolían las grandes estatuas de Buda en Bamiyán. Más recientemente, los islamistas radicales destruyeron tumbas y manuscritos en Tombuctú. Pero el ES está llevando a cabo una destrucción a una escala sin precedentes.

Querer destruir el pasado no es algo nuevo. Alejandro Magno destruyó gran parte de lo que hoy se conoce como Persépolis hace más de 2.000 años. Las guerras religiosas que arrasaron a Europa a lo largo de los siglos se cobraron iglesias, íconos y pinturas. Stalin, Hitler y Mao pusieron mucho empeño en destruir edificios y obras de arte asociados con culturas e ideas consideradas peligrosas. Hace medio siglo el Khmer Rouge destruyó templos y monumentos en toda Camboya.

Por cierto, lo que podría describirse mejor como "historicidio" es tan entendible como perverso. Los líderes que desean moldear una sociedad en torno a un conjunto nuevo y diferente de ideas, lealtades y formas de comportamiento primero necesitan destruir las identidades existentes de los adultos e impedir la transmisión de esas identidades a los hijos. Los revolucionarios creen que acabar con los símbolos y expresiones de esas identidades y las ideas que representan es un prerrequisito para construir una sociedad, una cultura y/o un gobierno nuevo.

Por esta razón, preservar y proteger el pasado es esencial para quienes quieren asegurar que no triunfen los fanáticos de hoy. Los museos y las bibliotecas son invalorables no sólo porque albergan y muestran objetos de belleza, sino también porque proyectan el legado, los valores, las ideas y las narrativas que nos hacen ser quienes somos y nos ayudan a transmitir ese conocimiento a quienes nos suceden.

La principal respuesta de los gobiernos al historicidio ha sido prohibir el tráfico de arte y objetos robados. Esto es deseable por muchas razones, incluido el hecho de que quienes destruyen los sitios culturales, y esclavizan y matan a hombres, mujeres y niños inocentes, obtienen los recursos que necesitan, en parte, de la venta de tesoros saqueados. La Convención de La Haya de 1954 insta a los estados a no elegir como blanco los sitios culturales y abstenerse de usarlos para fines militares, como establecer posiciones de combate, albergar soldados o almacenar armas. El objetivo es claro: proteger y preservar el pasado.

Lamentablemente, no deberíamos exagerar la importancia de este tipo de acuerdos internacionales. Solamente aplican a los gobiernos que han elegido ser parte de ellos. No existe ningún castigo por ignorar la Convención de 1954, como lo han hecho tanto Irak como Siria, o por abandonarla, y no cubre a actores que no son estados (como el ES). Es más, no existe ningún mecanismo de acción en caso de que un integrante de la Convención o algún otro actúe de alguna manera que la Convención intente impedir.

La triste y dura verdad es que la comunidad internacional no va mucho más allá de la frecuente invocación de lo que el término sugiere. Por cierto, es poco probable que un mundo reacio a cumplir con su responsabilidad de proteger a la gente, como quedó demostrado más recientemente en Siria, se junte en nombre de estatuas, manuscritos y pinturas.

No hay nada que pueda reemplazar el hecho de frenar a quienes quieren destruir la propiedad cultural antes de que lo hagan. En el caso de las principales amenazas al pasado de hoy, esto significa desalentar a los jóvenes de elegir caminos radicales, desacelerar el flujo de reclutas y recursos a grupos extremistas, persuadir a los gobiernos de asignar unidades policiales y militares para proteger sitios valiosos y, cuando sea posible, atacar a los terroristas antes de que ataquen ellos.

Si un gobierno es la causa de la amenaza a los sitios culturales, las sanciones pueden ser una herramienta más apropiada. Acusar, procesar, sentenciar y encarcelar a quienes llevan a cabo esta destrucción podría resultar un factor de disuasión para otros -similar a lo que se exige para frenar la violencia contra las personas.

Hasta entonces, el historicidio seguirá siendo una amenaza y, como hemos visto, una realidad. El pasado estará en peligro. En ese sentido, no es muy diferente del presente y del futuro.

Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. He is the author of A World in Disarray: American Foreign Policy and the Crisis of the Old Order.

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