Nadie duda que estamos metidos en una crisis económica de proporciones y extensión históricas, en España como en otros países, de este y del otro lado del Atlántico. También es cierto que la crisis no la heredamos del partido que ostentaba el poder cuando la crisis se inició, sino que fue éste el que se dio de bruces con ella cuando gobernaba, que es cosa bien distinta, si, en honor a la más elemental honestidad histórico política, se reconoce que la quiebra se debió a las exigencias impuestas por el sistema económico implantado en nuestras sociedades desarrolladas.
Frente a semejante panorama no parece lo más acertado para la buena gobernación del país, la estrategia de bombardear psicológicamente, día tras día, a la población con la insistencia en la gravedad de las dificultades económicas que nos atenazan como medio para justificar la exageración o la arbitrariedad en la adopción de las medidas de austeridad presentadas como remedio único "a largo plazo" para salir del erial económico por el que ahora nos vemos forzados a caminar. Transmitir a la población con la necesaria veracidad cuál es la realidad que nos atañe es una actitud de buen gobierno; pero ella no justifica el ardid de meterle a la población el miedo en el cuerpo, ni el desorbitar las cosas con el sonsonete agorero de la crisis indomable. Por el contrario, ese proceder es propio de gobernantes que persiguen unos fines políticos imposibles de alcanzar sin el pretexto que les proporciona una crisis económica y social extrema en la que escudarse para negar cualquier otra opción política que no sea la que se acomoda a sus propósitos ideológicos. Con el objetivo calculado de alcanzar la sumisión de un pueblo alarmado ante la reiteración del mensaje catastrofista.
La política del pánico, como método de gobierno será siempre el recurso infalible del autoritarismo adueñado del poder. Cuando el temor inspirado por quien gobierna se presenta con la apariencia de "verdad revelada", bajo la pretensión de que las determinaciones se acatan a ciegas, sin réplicas, sin crítica, sin protestas. Ese es el marco idóneo para llevar a cabo sin resistencia las reformas más reaccionarias, los recortes más intolerables, sin que la ciudadanía, privada de toda brújula, se atreva a plantearse cuestiones tan elementales y esclarecedoras como las que dicta con serenidad la razón: ¿Es imprescindible que la sociedad retroceda del siglo XXI al XIX para salvar la situación?, ¿es preciso desmantelar el Estado de Bienestar como única solución?, ¿hace falta instalar a golpe de recortes la discriminación como norma legítima en auxilio a la sociedad?
Solo si somos capaces de sacudirnos la confusión, la alienación y el secuestro de voluntades que produce como secuelas inevitables la política del pánico, podremos comprender que ante problemas inevitables, sean del orden que sean, siempre caben múltiples actitudes, diversas soluciones y diferentes políticas y que no se pueden mezclar las circunstancias de la crisis a combatir con las retorsiones de intencionalidad ideológica que suelen producirse al socaire de traumáticas vicisitudes sociales, conforme al muestrario que con frecuencia enseña la Historia.
Con estas cosas hay que tener mucho cuidado. Así empezaron algunos salvapatrias. A veces, de la mano de la más estricta "legalidad", aunque la legitimidad quedase destrozada. No vaya a ser que ahora se nos ocurra descubrir que la dictadura no tiene por qué ser unipersonal, ni siquiera unipartidista, después de haber descubierto antaño que también la democracia podía ser "orgánica".
Ana Mª Pérez del Campo es presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres Separadas y Divorciadas, Yolanda Besteiro, presidenta de la Federación de Mujeres Progresistas, y Rosa Escapa Garrachón, presidenta de la Coordinadora Española para lobby europeo de mujeres.