La política, en el basurero

La polémica generada en estas últimas semanas en relación con el título de máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid, y con otros títulos académicos dudosos que han aparecido en el horizonte, supone un golpe más, el enésimo, al prestigio de los que se dedican a la política. Cuenta Juan José Laborda, antiguo presidente del Senado, que una de las mayores satisfacciones que tuvo en los comienzos de su vida pública ocurrió poco después de las elecciones generales de 1977, en las que resultó elegido senador por Burgos. Una señora que por su apariencia y conversación mostraba que no le había votado se le acercó, en el paseo del Espolón, y le expresó lo orgullosa que estaba de que él hubiese sido elegido por la provincia y lo mucho que esperaban los burgaleses de su trabajo parlamentario. Como destaca el propio Laborda, hoy en día esto sería inconcebible.

Ahora que se cumplen cuarenta años de la Constitución cabe preguntarse: ¿qué ha pasado con la política en España? ¿qué ha ocurrido para que en los últimos barómetros del CIS, desde noviembre de 2017 a marzo de 2018, los españoles respondan que el primer problema nacional, tras el paro y la corrupción, es «los políticos en general, los partidos y la política»?

Desde luego, la política se ha profesionalizado hasta extremos insólitos. Hemos hecho de la política, más que una profesión, un sacerdocio, incompatible con cualquier otra cosa. La combinación de las leyes electorales, los reglamentos parlamentarios y las normas locales exigen casi siempre una «dedicación absoluta» a la política, excluyente del resto de ocupaciones. Además, si uno la deja e intenta trabajar en alguna empresa, pública o privada, enseguida viene la acusación de «puerta giratoria», de haberse beneficiado de su cargo anterior. Sólo los funcionarios públicos tienen posibilidad de salir de esta jaula más o menos indemnes, con lo que no es extraño que estén sobrerrepresentados en los distintos partidos, como destacó ABC el pasado 16 de abril.

Todo esto produce endogamia. Si el único futuro profesional del político es la política, parece lógico que quiera progresar y que «patrimonialice» su propio partido: el partido pertenece a sus líderes y toda persona ajena que se incorpore es visto como un rival, con desconfianza. Por lo mismo tampoco se intenta atraer a nadie, más allá de algún fichaje con impacto mediático, cada vez más difícil. Se establece así un verdadero «muro de separación», como el que propugnaba Jefferson entre Iglesia y Estado, sólo que esta vez entre sociedad y política.

La endogamia implica también una pérdida de talento notable. Ya no son los más inteligentes ni los más preparados los que se dedican a la política, los «filósofos» a los que aludía Platón en La República. Es gente que por circunstancias diversas en su juventud optó por esa profesión.

Además, esta dinámica refuerza de modo colosal la jerarquía interna de los partidos. Como fuera de ellos no hay ningún futuro profesional, el jefe no solo tiene la zanahoria de la promoción interna, sino también el palo capaz de arrojar a las tinieblas exteriores. La situación desemboca entonces en una ausencia absoluta de crítica interna.

Por si fuera poco, esto determina una escasa resistencia a la corrupción. El que no sabe hacer otra cosa que trabajar en la política posee poderosos incentivos para mirar a otro lado y no denunciar prácticas corruptas. Y una vez que las conoce, es fácil que pase a ser encubridor, y luego cómplice, y luego tal vez autor… Sin duda, la corrupción ha sido un elemento esencial para el desprestigio de la política en España.

El descrédito generalizado de la política resulta, sin embargo, injusto y muy peligroso. Injusto porque en su inmensa mayoría los que se dedican a ella son gente honrada, que quiere prestar un servicio a sus conciudadanos, a veces a costa de sacrificios personales y familiares. Y peligroso porque tras la crítica a «los políticos», así, globalmente, se esconde una deslegitimación del sistema democrático. La historia está llena de caudillos carismáticos que han implantado sus dictaduras con la promesa de «salvar a la Patria de los políticos corruptos».

La Transición española logró atraer a la política a una oleada de personas con ideales de transformar la sociedad, animadas a dar lo mejor de sí, que prestigiaron la dedicación a la cosa pública. Ojalá, con algunas reformas y no pocos cambios, logremos invertir la tendencia de las últimas décadas y volver a apreciar el noble arte de la política. No sería pequeña empresa.

Víctor Torre de Silva, profesor de IE Lan Scholl.

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