La política entrampada de Europa

Cuando se celebraron las últimas elecciones al Parlamento Europeo, en 2009, parecía que todos los ciudadanos de Europa afrontaban los mismos peligros. En todo el continente, los gobiernos estaban muy ocupados abordando las consecuencias de la crisis mundial que había estallado el año anterior. Cinco años después, en vísperas de otras elecciones al Parlamento Europeo, la situación no podría ser más diferente.

En 2009, Europa afrontaba el imperativo compartido de forma generalizada de rescatar a bancos con dificultades, luchar contra la recesión y contener un pronunciado aumento del desempleo. También había unidad en materia de estrategia política: estímulos de emergencia, seguidos de consolidación fiscal.

Cierto es que había diferencias entre los países, pero la mayoría de los observadores las consideraban menos importantes que los problemas comunes. Al fin y al cabo, el desempleo en el sur de la zona del euro era sólo marginalmente mayor que en el norte y las relaciones deuda/PIB parecían ir camino de la convergencia.

Naturalmente, todo el mundo sospechaba que las finanzas públicas de Grecia estaban en peores condiciones de lo notificado, pero nadie imaginaba que los datos oficiales de Grecia estuvieran tan alejados de la realidad como resultaron estarlo. Aparentemente, había menos divergencia dentro de la zona del euro que dentro de muchos de sus países constitutivos.

Actualmente, el desempleo en el sur de la zona del euro es tres veces mayor que en el norte; la relación deuda/PIB es casi cincuenta puntos porcentuales mayor y los costos del endeudamiento para las empresas europeas meridionales son 250 puntos básicos mayores que para las empresas septentrionales. Cierto es que la fragmentación financiera ha disminuido un poco, pero, en comparación con la situación de hace cinco años, la divergencia entre los países de la zona del euro es abrumadora. El de su surgimiento y las reacciones ante ella ha sido el tema dominante de los debates sobre políticas desde 2009.

Si Europa estuviera políticamente unificada, esa cuestión predominaría también en el período anterior a las elecciones al Parlamento Europeo. Un bando pediría transferencias fiscales en gran escala del Norte al Sur. Otro insistiría en la necesidad de los ajustes estructurales como condición previa para la inversión y la creación de empleo. Un tercero propondría que, en lugar de esperar que los puestos de trabajo lleguen hasta las personas, los gobiernos habrían de reconocer que deberían ser las personas las que se acercaran a los puestos de trabajo. Habría un debate bastante apasionado para interesar a los votantes y conseguir que votaran.

En cambio, en Europa apenas se debaten semejantes ideas, que recuerdan al debate habido en los Estados Unidos en el decenio de 1930 sobre cómo reaccionar ante la Gran Depresión. Al contrario, los principales partidos europeos han evitado cautelosamente las propuestas que podrían resultar decisivas. Sus manifiestos y materiales para la campaña no transmiten la sensación de urgencia que la situación actual entraña.

Esa cautela beneficia a los partidos marginales que propugnan soluciones radicales. Éstos abrigan la esperanza de aprovechar la irritación de los votantes contra cualquiera a quien se pueda considerar responsable de la situación actual.

Pero los partidos marginales no están unidos. En el Norte, objetan los riesgos que entraña la asistencia financiera prestada al Sur. En el Sur, protestan contra la austeridad impuesta por el Norte. Nada de eso constituye precisamente la base para un mensaje común, por no hablar de una política unificada.

¿Hay una forma mejor? Los federalistas europeos pìden una Europa políticamente integrada, en la que se presenten las opciones normativas a los ciudadanos, se las debata abiertamente y se decida sobre ellas en las elecciones. Para ese fin, los federalistas respaldaron una idea propuesta por primera vez por el Presidente de la Comisión Europea Jacques Delors e incluida en el Tratado de Lisboa, aprobado en 2007: los partidos políticas deben seleccionar a los candidatos a Presidente de la Comisión y en las elecciones al Parlamento Europeo se debe decidir quién ocupará ese cargo.

En las próximas elecciones (las primeras desde que el Tratado de Lisboa entró en vigor en diciembre de 2009) se aplicará esa fórmula y hay mucho que decir a su favor desde un punto de vista democrático, pero ya ha quedado claro que esa innovación no puede cambiar fundamentalmente la naturaleza de la elección, porque los poderes de la Comisión Europea están estrictamente limitados.

Por ejemplo, la Comisión no puede proponer al Parlamento que aumente los impuestos para financiar las transferencias, porque cualquier decisión sobre la tributación requiere el acuerdo unánime de los 28 Estados miembros. No puede reformar los mercados laborales, porque ésa es una competencia nacional. No puede decidir qué debe hacer el Banco Europeo de Inversiones, porque éste tiene su propia gobernación. Y, si bien puede exhortar a los gobiernos a que eliminen las limitaciones en materia de movilidad laboral, no puede obligarlos a hacerlo.

Esencialmente, el grado de solidaridad entre los ciudadanos europeos no es algo que se pueda decidir en unas elecciones parlamentarias. En cada uno de los países de la UE, la redistribución es una prerrogativa del Gobierno central. Los parlamentos nacionales pueden decidir imponer una tributación para financiar las transferencias. Aunque se pueden ver obligados a tener en cuenta limitaciones políticas –como en Bélgica, España o Italia–, raras veces afrontan limitaciones legales, pero las limitaciones políticas son muy fuertes: los ciudadanos de los países más prósperos pueden acceder a contribuir a la solidaridad con los menos prósperos, pero no aceptarían verse obligados, por haber recibido menos votos, a subvencionar a sus vecinos.

Mientras prevalezca esta situación, las políticas de los ricos y los pobres seguirán fuera del alcance del Parlamento Europeo y el interés de los votantes en participar en su elección seguirá siendo intrínsecamente limitado. Quien sienta la tentación de juzgar estas elecciones con el mismo criterio que las nacionales debe tenerlo presente.

Jean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance in Berlin, and currently serves as the French government's Commissioner-General for Policy Planning. He is a former director of Bruegel, the Brussels-based economic think tank. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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