El actual proceso de reforma de los Estatutos de Autonomía, uno de los cuales -el Estatuto de Cataluña- se halla ya plenamente vigente, a la espera de la decisión del Tribunal Constitucional, ha buscado dotar al Estado de las Autonomías de una nueva naturaleza, donde la definición del modelo se pretende realizar desde los Estatutos y no desde la propia Constitución, con lo que las funciones del Estado vendrían a ser una resultante de la previa definición del ámbito político de las autonomías.
Con ello lo que en realidad se ha generado son unas enormes trabas para llevar a cabo la requerida modernización y actualización del título VIII de nuestra Carta Magna y de los Estatutos, desde la perspectiva del respeto al pacto básico entre los dos partidos nacionales y los partidos nacionalistas que hizo posible la transición política a la democracia y la Constitución de 1978.
Frente a las reformas sobre la base del consenso y del principio de lealtad institucional, el nuevo Estatuto de Cataluña, por lo que hace referencia a la política exterior, prevé, por ejemplo, el reconocimiento de una acción exterior autónoma de la Generalitat con aquellas regiones europeas con las que Cataluña pueda compartir intereses económicos, sociales, culturales o medioambientales, la participación directa de Cataluña en organismos internacionales de carácter social, cultural o deportivo, la posibilidad de abrir oficinas de representación exterior, y la obligación del Estado de emprender las acciones necesarias para el reconocimiento de la oficialidad del catalán en la Unión Europea y en tratados internacionales.
Se intenta con ello crear una especie de quasi-sujeto de Derecho internacional, en flagrante contradicción con las normas de Derecho internacional y de nuestra Constitución, que lógicamente otorgan la competencia exclusiva en materia de relaciones internacionales al Estado, único ente capaz de concluir válidamente acuerdos internacionales, asumir obligaciones en nombre de España y de las Comunidades Autónomas respecto de otros Estados y organizaciones internacionales, y ejercer la representación exterior a través de Embajadas y legaciones diplomáticas. Es también el Estado, de acuerdo con nuestra Constitución y las normas internacionales, el único responsable frente a otros Estados extranjeros y organizaciones -inter- o supranacionales.
Frente al curioso experimento de dadaísmo constitucional al que asistimos, una reforma racional y limitada de nuestra Constitución debería tender a constitucionalizar aquellos principios que forman el entramado básico de los Estados compuestos como el nuestro; principios que deben garantizar que las relaciones entre el Estado central y las Comunidades Autónomas no degeneren en un juego de suma cero, en el que cada una de las partes entiende que lo que gana la otra es una pérdida para aquella, y viceversa. El carácter reivindicativo del proceso autonómico ha generado una inextricable desconfianza mutua, hasta convertirse en el nudo gordiano de la actual deriva estatutaria hacia prácticas que -implícita o explícitamente- ponen en cuestión la tajante declaración de nuestra Constitución, según la cual el único sujeto constituyente es el pueblo español, en el que reside la soberanía nacional y del que emanan todos los poderes del Estado, incluidos las competencias que ejercen las Comunidades Autónomas.
Urge por tanto recuperar el consenso constitucional y urge la constitucionalización de los principios de lealtad institucional, de colaboración con el Estado central («Bundestreue», en la terminología alemana), de cooperación y coordinación, y también, el principio de unicidad en la representación y en la acción exterior del Estado.
Desde los orígenes del Estado moderno, desde Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Locke y Althusio, existe una clara conciencia sobre la estrecha vinculación entre la política exterior y la política interior. Un proyecto de vida en común fuerte y cohesionado, como del que hablaba Ortega, es capaz de diseñar una estrategia clara de defensa y promoción de los intereses nacionales en el exterior. Y a la inversa: una acción coherente de política exterior genera cohesión interna, instrumentaliza objetivos, moviliza recursos e intereses comunes. La debilidad de nuestra actual política exterior es fiel reflejo de la paradójica deconstrucción del sistema constitucional al que estamos asistiendo, de la fragilidad y la fragmentación internas. En un periodo histórico en el que el extraordinario dinamismo de las empresas españolas en el exterior es visto como un motivo de emulación, no son pocos los observadores exteriores que no pueden ocultar su extrañeza ante la falta de un diseño racional y consensuado que manifiesta el actual debate estatutario.
Recuperar la vigencia del pacto básico constitucional no significa sin embargo ocultar o silenciar los logros del Estado de las Autonomías, en términos de descentralización y cercanía a los ciudadanos, de autonomía política y desarrollo económico, de vigorización de nuevos centros urbanos y regionales dotados de una extraordinario dinámica de desarrollo social, económico y cultural.
Tanto el Estado de las Autonomías como la internacionalización y la «europeización» de la acción del Estado no son de forma ineludible líneas de fuerza cuyo efecto necesario sea el debilitamiento del Estado central. En el caso de la integración europea, su historia ha puesto de manifiesto que se trata de un proceso diseñado por y para los Estados, los únicos con capacidad de concluir e introducir reformas en un Tratado de naturaleza internacional como el de la Unión Europea, y también los actores principales de la acción de las instituciones comunitarias, a través sobre todo del Consejo de Ministros y de sus órganos auxiliares.
Si ya resulta enormemente compleja la gestión de una Unión ampliada hasta veinticinco, y muy próximamente, hasta veintisiete Estados miembros, imaginemos lo que significaría la participación de más de seiscientas regiones europeas en la toma de decisiones.
Conforme el desarrollo de la integración europea ha ido adquiriendo una dimensión más política, la Unión Europea no ha hecho sino reforzar el papel de los Estados como sus principales interlocutores y actores. Hoy la Unión, de acuerdo con los tratados vigentes, debe respetar la identidad nacional de los Estados miembros y es el máximo garante de sus funciones esenciales. Bien lejos todo ello de la utopía de una Europa de los pueblos o de las regiones. Como muestra palmariamente el caso español, la integración en el mercado interior y en las políticas comunitarias, el ingreso en la moneda única y la aplicación del Pacto de estabilidad, junto con la participación activa en la política exterior y de seguridad común y la cooperación en materias de seguridad e interior, ha dotado al Estado -y a la sociedad civil- de unos poderosísimos instrumentos para actuar con inusitados éxitos y eficacia en el mundo exterior.
Todo ello no obsta para afirmar que las Comunidades Autónomas tienen el derecho y el deber de participar en la acción del Estado en la Unión Europea y en la escena internacional, como entes que forman parte del Estado y coadyuvan a la cristalización de una única voluntad exterior. Deben por tanto mejorarse los canales de participación de las Comunidades Autónomas en la conformación de la voluntad estatal; es preciso dotar de mayor eficiencia al órgano encargado de realizar esta coordinación de cara a las instituciones europeas, la Conferencia de asuntos relacionados con las Comunidades Europeas; y es necesario otorgar mayores competencias a los representantes autonómicos en la Representación Oficial en Bruselas. Estos y otros mecanismos similares son perfectamente legítimos en el marco de la lealtad mutua, la cooperación y la coordinación, en el marco del pacto básico de nuestra Constitución que hoy urge revitalizar.
José María Beneyto, catedrático de Derecho Internacional y Derecho Comunitario Universidad CEU San Pablo.