La política exterior de la Transición

La política exterior de la Transición

Ingresé en la Carrera Diplomática hace cincuenta y cuatro años. De entre mis primeros destinos, me gusta destacar especialmente estos dos: primer secretario en la Misión Permanente ante las Naciones Unidas, con Jaime de Piniés, y consejero en Londres, a las órdenes de Fraga y el Marqués de Perinat. Luego me trasladaron a Madrid, en septiembre de 1978, donde desempeñé los puestos de director del Gabinete Técnico del Ministro, secretario general técnico y director general de Europa y Asuntos Atlánticos. A partir de 1983, fui destinado de nuevo al exterior y dirigí las embajadas en Bulgaria, Unión Soviética, Federación de Rusia, Grecia y Canadá. Por tanto, he vivido intensamente una Carrera que me ha llevado por todo el ancho mundo, aunque mi servicio como jefe de Misión se haya limitado a Europa y al norte del continente americano.

Durante más de medio siglo, he visto desfilar por el palacio de Santa Cruz a una veintena de ministros. Y me ha tocado presenciar, desde mi mesa de trabajo, algunos de los acontecimientos que han cambiado nuestra posición en Occidente y sacudido los cimientos de la geopolítica mundial: la entrada en la OTAN y en las instituciones europeas, en lo que se refiere a España; y la reunificación de Alemania, el fin de la Unión Soviética y el atentado contra las Torres Gemelas, en el ámbito internacional. Creo, por tanto, poder hablar de la política exterior de una Transición a la que serví, con entusiasmo y con lealtad, a las órdenes de varios ministros excepcionales y bajo la dirección de tres grandes presidentes: Suárez, Calvo-Sotelo y Felipe González.

Tras la muerte de Franco, el Gobierno se propuso un objetivo prioritario: normalizar nuestra situación internacional, todavía lastrada por los aislamientos del pasado. Porque España, que había sido rechazada inicialmente incluso por las Naciones Unidas, todavía continuaba fuera de la OTAN, del Mercado Común, del Consejo de Europa y de varias organizaciones internacionales. Un cambio se imponía. Era necesario salir del ostracismo, superar la tentación tercermundista, que algunos reclamaban, y hacer una política europea y occidental, única capaz de servir a los intereses nacionales. Para eso había que diseñar una acción exterior que arrojase por la borda largos años de autarquía y cerrazón, y fuese capaz de desplegar todo el enorme potencial de la nueva España democrática.

La diplomacia española lo sabía. Y se puso manos a la obra para cumplir estos objetivos: la firma de los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos, la adhesión a la Alianza Atlántica, la entrada en la Europa de Estrasburgo y de Bruselas y el establecimiento de relaciones plenas con la URSS, los miembros del Pacto de Varsovia y el Estado de Israel. Es decir, situarnos donde debíamos estar. Recordaré mientras viva la cumbre en la que fuimos admitidos en la OTAN, celebrada en Alemania a primeros de junio de 1982. Allí, los jefes de Estado y de Gobierno más poderosos de Occidente -Reagan, Thatcher, Trudeau, el primer ministro francés-, puestos en pie, aplaudieron la entrada del presidente Calvo-Sotelo en el salón de plenos del Bundestag, mientras se izaba la bandera de España junto a la de los otros quince miembros de la Alianza. Veinte días antes, en un solemne acto celebrado en Aquisgrán, al que asistí, se había entregado al Rey Juan Carlos el Premio Carlomagno, el más prestigioso de los galardones europeos. Frente al Ayuntamiento, unas docenas de jóvenes airados hacían sonar cuernos y silbatos, en protesta por nuestra inminente adhesión al Tratado de Washington. Y entonces presencié lo que voy a relatar. Mientras realizaba la «laudatio» del Monarca, el canciller Schmidt levantó la vista del papel para dirigirla hacia el ventanal tras el que se oía la algarada. Y pronunció estas palabras: «España se une ahora a nosotros en defensa de la democracia. Para que esos que gritan sus consignas en la plaza puedan seguir haciéndolo, donde quieran y cuando quieran, en paz y en libertad». Eso es lo que dijo. A unos cientos de kilómetros levantaba su ignominia el Muro de Berlín. Al otro lado, ejercía su dictadura el gobierno que había financiado a los alborotadores: el de la RDA, la Alemania progresista, la Alemania democrática. Qué risa: llamar al comunismo «progresista y democrático».

La diplomacia de la Transición consiguió estos dos importantes resultados: reinstalar a nuestro país en el lugar al que tenía derecho, por su historia, su importancia y su localización geográfica; y recobrar el prestigio que nos era debido, tras una larga soledad. Los frutos de este nuevo planteamiento no tardaron en llegar. Durante la Transición, y con el Rey Juan Carlos como primer embajador, España ocupó un sitio de honor en la escena mundial. La Asamblea General de las Naciones Unidas estuvo presidida por Jaime de Piniés; la OTAN, nombró a Javier Solana secretario general; el Comité Olímpico, a Juan Antonio Samaranch; la Cruz Roja Internacional, a Enrique de la Mata; y la Unesco ensanchó sus objetivos bajo la dirección de Federico Mayor. Además, y en el campo de las instituciones europeas, se lograron estos éxitos: Marcelino Oreja, fue elegido Secretario General del Consejo de Europa; Enrique Barón y José María Gil-Robles, Presidentes del Parlamento Europeo; y Manuel Marín, Vicepresidente y, por un corto tiempo, Presidente de la Comisión. Ése es el balance. Y es bueno que se sepa.

Destaco todo lo anterior -son hechos concretos, no opiniones- para conocimiento de quienes ignoran lo que significó la Transición. Y para que aquellos que sí están al corriente, y la intentan destruir, recuerden los avances de aquella política exterior dirigida por los presidentes de la democracia, con la inspiración de la Corona. Qué honor, y qué alegría, haber servido a las órdenes de ministros competentes y con sentido de Estado, que hicieron posible esta fecunda realidad. Qué honor, y qué alegría, haber participado, junto a mis compañeros, en el momento más brillante de nuestra diplomacia. Qué honor, y qué alegría, ser Embajador de España.

José Cuenca es embajador de España.

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